jueves, febrero 04, 2010

Sector 9: cine en la próxima vereda de Antofagasta (POR JUAN LUIS CASTILLO YUPANQUI)



“Soy racista -dijo alegremente-. Me he convertido en un racista…Uno de los primeros efectos de viajar es que se refuerzan o se crean prejuicios sociales, porque ¿cómo nos imaginamos a los demás antes de conocerlos? Idénticos a nosotros, por supuesto; y sólo poco a poco nos damos cuenta de que la realidad es ligeramente distinta.” De Plataforma, Houllebecq



Cuando Granitoman llegó desde Sudáfrica en segundo medio con la sentencia: “soy racista”, me pareció extraño pero interesante. Primero, porque nunca había conocido a un racista de cerca, y menos lo esperaba en la cotidiana vida de escolar. Segundo, nadie en el curso o en el colegio afirmaba ser racista. Tercero, era chileno y de muy buen trato. Su papá era un oficial de alto rango en la fuerza aérea, de esos rangos y en ese tiempo (1983), cuando a los hijos de algunos uniformados los iban a dejar en pomposos autos sus guardias o guardaespaldas. Junto a mi amigo Rambo le pusimos Granitoman, porque era alto, algo rubio y sobre todo, porque tenía una mandíbula prominente, al mejor estilo de los superhéroes de ese tiempo, muy afín con el tipo George de la Selva, el original de 1967 que se transmitía en los 80s. Le preguntamos por qué era racista. Nos respondía que los negros eran sucios, cochinos y flojos, y que teníamos que vivir con ellos para saberlo. Me he considerado un humanista desde antes de ese tiempo, porque he podido convivir en ambientes bizarros y fuera de foco durante casi toda mi vida, sin importarme la condición del otro más allá de su humanidad, su forma de abordar a otra persona o la simple y llana actuación en situaciones límites, como lo son las drogas duras o la callejuela oscura que nunca se sabe qué va a traer.

Granitoman nos acompañó una vez con Rambo a una extraña forma de diversión que teníamos. Íbamos algunos sábados a la Bomba España a las noches de tango. Algo muy extraño en ese tiempo, la verdad, aún es raro, pero qué va. Nos gustaba descubrir mundos, y también nos emocionaba sacar a bailar, y seducir a las viejas y señoras que iban a ese lugar, que ahora sólo se remite a su función de acoger a los bomberos, y quizás servir de escenario para algún bingo o un casamiento.

El día que nos acompañó Granitoman, nos pareció más extraño aún, porque implicaba que debía viajar desde Cerro Moreno a la ciudad y seguir a un par de locos, con 15 años, todos alumnos del prestigioso Colegio San Luis, a bailar tango con señoras y viejas de clase media baja, la mayoría, almas solitarias en busca del sentimiento derrotado y nostálgico del arrabal. Le pregunté por qué. Respondió que le interesaba aprender y conocer.

Después de algunas piscolas, empezamos a molestarlo. Cosas como: “¿no te incomodan estos mestizos que están bailando?. No son negros, pero están harto tostados y bajitos, harto pintarrajeadas y teñidas las señoras, harto ebrios los caballeros, harto de otro mundo el localcito”. Nada. Granitoman se reía mientras algunas viejas lo rodeaban y lo miraban como pollo asado. Finalmente cada uno se atracó a alguna, quién recuerda esos besos, y cada uno partió a su casa satisfecho.

A pesar de que sólo esa vez nos acompañó, de algún modo se estableció un vínculo y el hecho de que fuera racista no tuvo importancia, su trato fue bueno con todo el mundo durante su corta estadía en Antofagasta, sólo estuvo ese año en el colegio, y no pude descifrar por qué se autodefinía como racista.

Nunca volví a ver a Granitoman, sin embargo, el tiempo envuelve una serie de momentos significativos: en ese sentido, no es una línea de sucesos históricos, sino la continuación de una pregunta que te pudiste hacer en cualquier momento de la vida, en la niñez, la adolescencia, incluso ahora. Visto así, el tiempo, esos momentos, forman una continuidad subjetiva, que en palabras simples, sería como retomar el hilo de una conversación que te tenía entusiasmado, o el reencontrar a un amigo o amiga que no veías hace años, reestableciendo esa conversación o aquella relación con el mismo entusiasmo, a pesar del paso cronológico del tiempo, como si estuviéramos en hibernación, como si esos momentos estuviesen ahí esperando ser despertados, igual de emocionantes, igual de importantes en tu vida, igual de necesarios.

Ahora tengo 42 y algo pasó en Antofagasta. Una noche tomé un colectivo para ir donde Peka. Siempre le meto conversa a los colectiveros cuando me siento de copiloto y no hay más pasajeros. La mayoría de las veces quieren hablar, andan aburridos, escuchan conversaciones, tienen anécdotas. Y como me dijo uno de ellos: “alguna gente cree que un colectivo es igual que un ascensor, y se quedan callados todo el rato mientras llegan a su destino, cuando pasa eso subo el volumen de la radio, amigo”. La música siempre acompaña, pero a veces es mejor hablar con las personas, por lo menos eso intento cada vez que la ocasión lo permite. Esa noche fue especial. Se me ocurrió iniciar mi conversación de copiloto, proponiéndole al chofer el buen desempeño del ministro Velasco al prevenir la crisis económica, esa maldita-bendita crisis que derrumbó la concepción del mercado como autorregulador de la estabilidad financiera. “El tipo lo hizo bien -comenté-, ahorró mientras todos le pedían que gastara, decía que debíamos hacerlo por si venían tiempos de vacas flacas, por esa medida lo trataron de amarrete, incluidos Frei y Piñera”. Un hecho objetivo a esas alturas, la prueba de una buena decisión macroeconómica. No bien inicié el diálogo, el colectivero, un viejo de lentes con bastante aumento, casi completamente canoso, expresión hosca y ceño fruncido al acelerar la máquina, me anunció que no le interesaba la política, porque ningún político le daba el pan para llevar a su casa todos los días. Y tenía razón, pero le argumenté que hubiese sido terrible que le hiciera caso a la presión del medio en ese momento, porque quizás yo andaría a pie mi camino y él estaría sin ningún pasajero arriba del auto. “¡Eso no es así, joven!”, estalló. Me llamó la atención la aceleración paralela del volumen de su voz y del auto, su enojo repentino y brutal. “Ok -le dije-, me puedo equivocar”. “Los que nos quitan el trabajo -arremetió- son el montón de inmigrantes que han dejado pasar, yo voto por quien pare este desastre, y esté seguro joven, no será de la concertación, porque ellos han permitido esto”. Casi instantáneamente, al bajarme del colectivo recordé las palabras de Yoda en la Guerra de las Galaxias: "El miedo es el camino al lado oscuro. El miedo conduce a la ira. La ira al odio. El odio lleva al sufrimiento". "Nombrar debes tu miedo antes que erradicarlo puedas".

En otra ocasión, al alero de un asado con mis amigos de siempre, salió el tema de la buena cantidad de negras que habían proliferado y deambulaban por el centro de la ciudad. Habrán sido dos años de esto. Para esa fecha realmente se percibía un incipiente aumento de inmigrantes que por “contraste” se hacían notar. En la conversa de sobremesa comentábamos la razón de la tendencia, y cómo eso de ser tolerantes y abiertos a dar oportunidades, al estilo ¿gringo?, se oponía a la realidad palpable y tajante. La querida China, le decíamos así como de cajón porque es hija de descendientes chinos por padre y madre, o sea, hija o nieta de inmigrantes, esposa de mi gran amigo Feña, planteó que no estaba de acuerdo con dejar pasar a “tontas y locas” a cualquier negra. “Nos están quitando la pega”, lanzó. “¿Tú quieres ser puta?”, contragolpeó Peka sobre el silencio de los demás. La carcajada fue unánime de los que disfrutábamos del rato, incluida la China.

Dos años después que conversamos de ese tema en el asado, la oficina de Extranjería de la Gobernación Provincial confirma que en la actualidad cada semana se gestiona la regularización de unos 150 extranjeros, con todo lo que significa.

¿Y qué significa?

La clasificación de Chile a Sudáfrica 2010 nos ha llenado de orgullo. No es menor el logro. En el trayecto del triunfo, vi los partidos en distintas circunstancias, y con distinta gente. En el caso puntual del juego con Perú, fue con mi otro esencial amigo Julio, el Negro, en su casa, junto a sus partners, geólogos en su mayoría. Personas de clase media acomodada, bastante simpática en general. Al pitazo inicial el asunto era muy concreto y su actitud precisa. Les gritaban a los peruanos toda clase de insultos: era una transformación, su nacionalismo florecía al transcurrir el partido y uno llegaba a imaginarlos, por lo menos yo, combatiendo con bayoneta en la guerra del Pacífico. “Indios culiaos, por eso están tan mal”, “por eso les quitamos Arica y Antofagasta, paitokos culiaos”. Frases de ese estilo iban y venían. Después de finalizado el encuentro volvían a la calma, enalteciendo el trabajo de la roja que aplastó una vez más al “enemigo”. Confieso que me sentí bastante incómodo.

La proliferación de locales de jugos tropicales, restoranes de comida típica o bencineras con personal peruano son otra muestra de una tendencia que comenzó y no se detendrá. “Ya se ven -al decir de mi amigo Negro Julio- grupos de familias de negros, paseando por el balneario los domingos”.

El Mercurio de Antofagasta publicó, bajo el título 299 alumnos extranjeros podrán estudiar tranquilos, la situación de los niños y niñas inmigrantes en condiciones de ilegalidad. El artículo comenzaba con el lead: “En Antofagasta hay 299 niños hijos de inmigrantes, la mayoría peruanos, que acuden a las escuelas y liceos y que, pese a ello, permanecen con residencia irregular. Para subsanar esta situación y garantizar el derecho de estos menores a la enseñanza, la Seremi de Educación y la Gobernación Provincial firmaron un convenio mediante el cual cruzarán información y darán prioridad a la regularización de los estudiantes”.

Siempre el viaje, como símbolo, es señal de cambio. De renacer algunas veces, otras, de extinción. Todo por alcanzar algún tipo de oportunidad, una suerte de dinámica de la conquista, en el sentido que le da la RAE, en la tercera acepción del diccionario, o sea: “persona cuyo amor se logra”. Esta premisa que ha derivado en las migraciones desde siempre, se ha implantado en la ciudad.

El caso de los pescadores de la Caleta Coloso es distinto, pero de igual modo se engancha en el proceso migratorio que se ha establecido en los últimos años. Es sabida la relación entre la gente de la caleta y Minera Escondida. El último conflicto estalló a partir de la rotura de un ducto de concentrado de cobre, que derramó partículas contaminantes en la bahía de Coloso. Los pescadores querían dinero a cambio del daño hecho. Hubo una muy cuidadosa y silenciosa negociación - que terminó por prosperar -, debido a que los pescadores la hicieron pública, ante la negativa de la minera de pasarles la plata directamente. El término del conflicto resultó ser una salida bastante diplomática, donde se informó a la opinión pública de la creación de un Fondo de Desarrollo Sustentable, que será administrado en conjunto por la comunidad y Fundación Minera Escondida. Días después del éxito de la negociación, a partir de una conversación con un amigo brasileño, que conoce tanto a hombres como mujeres colombianos y ecuatorianos, todos negros, me enteré que los pescadores de Coloso habían ido en masa a los cafés con piernas a gastar grandes cantidades de dinero.

En efecto, en Condell, entre Maipú y Orella, existen por lo menos tres cafés con piernas pegaditos. Por las noches gran cantidad de afrolatinoamericanos deambulan, gestando sus negocios turbios, esperando a la clientela, más mestiza que blanca, y que angustiada o excitada , con gustos exóticos, busca gastar las ganancias de la minería regional.

El mismo Vichino Infernal, así le decimos al amigo brasileño, dice que ellos sufren, sobre todo peruanos, bolivianos y ecuatorianos, lo mismo que los chilenos que se van a Europa o Estados Unidos. Generalmente ocupan puestos de trabajo de segunda categoría y juntan dinero para mandar a la familia al país de origen, o intentan establecer ahorros, para salir adelante con un negocio que les permita traer a la familia después. Y el sistema está abierto de par en par a esta lógica, pues a los empresarios, que son quienes dan el empleo, les conviene el circuito, porque los inmigrantes valen más baratos y son aplicados para trabajar, y más aún, pueden abusar laboralmente con mayor facilidad de ellos, por el hecho de ser extranjeros “a prueba” en el país.

Hace poco vi Sector 9: dicen que es la vuelta de tuerca del cine de ciencia ficción. La película llamada a ser la catedral CI-FI del nuevo milenio. Según la visión de Neill Blomkamp, su director sudafricano, ya no vamos a buscar aliens. Ellos vienen a nosotros. Ya no nos quieren invadir. Una falla técnica los trajo aquí por accidente. Desean partir pero no pueden. Ellos y nosotros estamos atrapados. Todo es necesidad.

Ampliar la sinopsis aclara aún más la situación de este futuro posible: “Hace 30 años, los aliens se pusieron en contacto por primera vez con la Tierra. Las criaturas se establecieron en el Sector 9, en Sudáfrica, mientras que los países del mundo discutían sobre qué se debía hacer con ellos. Ahora la paciencia respecto a la situación de los aliens se ha terminado. El control sobre los extraterrestres ha sido delegado en la Multi-National United (MNU), una compañía privada a quien no le interesa el bienestar de los alienígenas, sino las formidables ganancias que les podría reportar, su impresionante armamento, en el caso que pudieran hacerlo funcionar. Hasta el momento no lo han logrado: la activación de las armas requiere ADN alienígena”.

El ADN de Antofagasta está a la mano. Los protagonistas han hablado. Don Jorge, el taxista, dice que debemos echar a todos los extranjeros que nos quitan el pan de la boca, la China cree que no hay que dejar entrar más putas, el Negro Julio y sus amigos creen que debemos desechar a los peruanos y bolivianos, los empresarios están contentos porque tienen mano de obra barata, y los pescadores de Coloso, gastarán toda su plata en alienígenas antes de que nuestros invasores se vayan.

Soy conciente de que es bastante difícil sostener en la práctica cotidiana nuestras palabras, frases y comparaciones, aún más las que he nombrado hasta este momento -las mías y las que cité-, que van en el camino de la buena intención, pero que suenan vacías cuando decaes, fallas, y eres tan humano como cualquiera que apunta mal, o que yerra el tiro haciendo cagar al otro: manera indescifrable de probar nuestra capacidad de acoger la diferencia. Después de todo, como dijo Granitoman, hay que vivir con los negros y con las negras, para saber si somos racistas.

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