domingo, diciembre 18, 2011

RONCAN LOS ESPECTROS por MAHFUD MASSIS



Es preciso armarse contra la divinidad.
;Ay, es preciso!
Los difuntos, con sus vejigas coloradas,
se levantan en la medianoche y roncan.
serán vencidos por los piojos, y dirán al dragón: tú eres el panteonero.
En cada cifra del reloj habrá un ojo de muerto.
Las mujeres parirán pequeños reptiles,
y un conjunto de ánimas silvestres dirá:
bienvenidos
el Creador acaba de morir.

Es preciso armarse contra la divinidad. ¡Es preciso!
Los ruidos subalternos, los vasos de sangre lentamente bebidos,
los fantasmas golpeando mi vientre
como un tambor helado;
los infantes enterrados
en los muros, la respiración parada como un guardia
encima de mi pecho,
todo pone en mi su licor de efervescencia súbita.
De noche yo fraguo una espada,
y un sudor mineral me ciñe el esqueleto,
inyecta su alcanfor en mi alma,
y un hueso señalador recusa la tristeza,
y una filial bandada de lombrices
inicia su vuelo hacia la altura.

GRANO DE POLVORA A UNA CIGARRA por PABLO DE ROKHA



Empuña el sol tocando y desparramando su cuerno de fuego, y en los surcos maduros el pan estalla entre gaviotas y vasijas...
Todo está hecho así, Luisita: vihuelas y cadenas, y somos materia que habla, materia que llora, materia que canta y enormes categorías de espanto; cae el hombre y se levanta la sociedad huracanada, rompiendo esclavitud adentro y congojas grandes como espigas o como estruendos de eternidades que batallan arrojándose montañas a la cara; amor, aquí estoy cuidando tu sueño como un tigre rojo o un soldado de basalto de centinela en las avanzadas del mundo.
Sobre el hambre del régimen levantan los imperios económicos la bandera negra de la
piratería internacional, enarbolada por los Caínes y traidores, y el águila de los infiernos desgarra y aplasta vientres de mujeres de miel y niños atroces con la pata macabra de la guerra y la inflación rugiente de cadáveres.
Monologando, arañándome el corazón con la cuchara rota de la pena, me arranco el
pedazo del alma que representa a cada semana y te contemplo a ti adentro, solita y enorme como un nomeolvides en un abismo; viejo, furioso, tierno, el rescoldo del remoto querer levanta
llamas tronchadas y multitudinarias, rajando el hígado anciano del quemado roble, y una perdiz feroz toma y emigra; soy espectáculo y audiencia de un drama eterno, copretérito, en el cual mis entrañas son el personaje latente, el rugiente fusil o caballo desaforado que busca abismos, y un hijo del pueblo, cruzando los pueblos hambrientos con su atado de volcanes gritando en la soledad de los navíos; no volveré a besar nunca jamás tu boca de tierra y
mundos; y a la orilla de mí las hienas lluviosas y envenenadas de "Dios" rajan la sábana de luto
del tiempo con las ganas quebradas y ensangrentadas.
Llorando como el retrato de Balmaceda en la decadencia de la clase-media provincial de hoy, penoso y telarañoso te escribo, circunscrita de amapolas, versos de fuego con hierro rugiendo y tórtolas, para el Correo del Otro Mundo, como un roto infeliz que se lavase solo la puñalada total con el jabón de olor de los recuerdos, encima de la patria caída.
Tremendamente poblado de lisiados y ladrones, asesinos y limosneros, peronistas,
poetastros, sodomitas, demagogos y literatos-tiburones-cogoteros profesionales, el país de Chile parece un poncho de piojos y lágrimas, y a la opinión pública le llora un muerto en la garganta; inviernos sin braseros ni comida gotearon las últimas habitaciones, y tu ausencia,
Winétt, socava la patria que cantaste; floreció el peral un tarro de llanto y las palomas se cubrieron de suicidio y lluvia en las mediaguas abandonadas de antaño, en las que denantes sentí el calofrío del infinito bajando como helado y amargo fantasma, o como obrero sin trabajo o como pasado de antigua familia caída en la prostitución y la miseria.
Como un buho en el crepúsculo se derrumban los aterrados demagogos literarios y es
horrenda la existencia entre podridas gentes, entre mentiras que roen como ratones rojos la reputación democrática y el don creador, entre Obispos de Mar de la literatura que han hediondado hasta el alma, entre la cháchara radialbestial del compadrón justicialista, que en un aletazo de imbecilidad tenebroso, entre las abejas muertas de tu recuerdo que se manchan las pestañas de oro azul en el pantano de la vida.
Comprendo lo serio y tremendo que es ver llorar a un hombre; lo soy entero,
definitivamente, rotundo; tu orgullo fui de hombría lleno, y lloro con vergüenza y con grandeza,
lloro tal como un rotito chileno botado en las cunetas del camino, por el cual avanza como grande barco el automóvil del latifundista; o como si todo mi llanto fuera el llanto general delmundo; volveré a ser el huaso litoral, el huaso de montura de potro y cuchilla, cacho y lazo de siete corriones, espuelas con rodaja de campana de luto y manta a rayas color bandera y fuego, y el roto completamente solo y entristecido para siempre nunca, o el hacendado menor sublimado en bodeguero-despachero-carnicero de provincia o barrio de antaño y moriré
apuñalado en una gran barranca. vociferando de alegría horrible; mi desesperación fusilera se desafía con mi cinturón de balas y he de caer entonces, recordándote a ti que estás presente con todos los pueblos adentro de la canción eterna, oh! dulce calandria de oro...
Entre el ilustre mar y tú, la relación de profundidad es enorme; es por aquello que no es tu recuerdo quien va adentro de mí, sino yo mismo íntegro adentro de tu recuerdo porque yo soy tu recuerdo; desde mi congoja llueve tu nombre, y voy como Galvarino con los brazos cortados a la altura del corazón.
Llora la ojota nacional, y el país hambriento y desesperado aguanta la patada del gran imperio del dólar tallada en la bota del patrón, y el peón apenas se puede la miseria; tranco a
tranco, empujo mi alma como un carretón viejo; y estos renglones echan humo y pena de gran incendio, como si se quemasen todas las montañas del mundo; sobre las ruinas tremendas alto
retumba el trueno; aguarda un momentoWinétt: ¡voy a golpear la Eternidad con la cacha de mi revólver...!

POR FIN SE DEVELA EL SECRETO... por W.H.AUDEN



Por fin se devela el secreto, como al final siempre
debe suceder,
la suculenta historia está madura para contarla al
amigo intimo;
sobre las tazas de té y en la plaza logra al fin la
lengua su deseo;
aguas quietas corren en lo hondo, amada, no hay
humo sin fuego.
Atrás del cuerpo en la morgue, atrás del fantasma
en los linderos,
atrás de la dama que danza y del hombre que bebe
como loco,
bajo la mirada fatigosa, el ataque de migraña y el
lamento,
invariablemente hay otra historia, hay más de lo
que mira el ojo.
Para la clara voz que súbitamente canta, allá arriba
en las paredes del convento,
el perfume de viejos arbustos, las huellas
amigables en el corredor,
los juegos de croquet en verano, el apretón de
manos, la tos, el beso,
hay siempre un maligno secreto, una razón privada
para todo esto.

LOMO DE LAS SAGRADAS ESCRITURAS por CESAR VALLEJO



Sin haberlo advertido jamás, exceso por turismo
y sin agencias
de pecho en pecho hacia la madre unánime.
Hasta París ahora vengo a ser hijo. Escucha,
Hombre, en verdad te digo que eres el HIJO ETERNO
pues para ser hermano tus brazos son escasamente iguales
y tu malicia para ser padre, es mucha.
La talla de mi madre moviéndome por índole
de movimiento,
y poniéndome serio, me llega exactamente al corazón:
pesando cuanto cayera de vuelo con mis tristes abuelos,
mi madre me oye en diámetro callándose en altura.
Mi metro está midiendo ya dos metros
mis huesos concuerdan en género y en número
y el verbo encarnado habita entre nosotros
y el verbo encarnado habita, al hundirme en el baño,
un alto grado de perfección.

III. EL SERMÓN DE FUEGO por T.S.ELIOT



Se ha roto la tienda del río: los últimos dedos de las
hojas
Agarran y se hunden en la húmeda barranca.
El
viento
Cruza en silencio la parda llanura.
Las ninfas se han
marchado.
Dulce Támesis, fluye suavemente, hasta que
termine mi canto.
El río no arrastra botellas vacías, papeles de
sandwiches,
Pañuelos de seda, cajas de cartón, colillas de
cigarros
U otros testimonios de noches estivales.
Las ninfas
se han marchado.
Y sus amigos, los perezosos herederos de
funcionarios municipales—
Se han ido sin dejar domicilios.
A orillas del Leman me senté a llorar...
Dulce Támesis, fluye suavemente, hasta que termine
mi canto,
Dulce Támesis, fluye suavemente, pues no hablo en
demasía
ni reciamente.
Pero a mi espalda oigo, en una ráfaga helada,
El ruido de los huesos, y las risas ahogadas se
esparcen de oído en oído.
Suavemente entre los matorrales apareció un ratón
Deslizando su viscosa barriga por la orilla
Mientras yo pescaba en el manso canal
En una noche de invierno detrás de la fábrica
de gas
Meditando sobre el naufragio del rey, mi hermano,
Y sobre la muerte de mi padre, el rey.
Blancos cuerpos desnudos, campo abajo, en la humedad,
Y huesos depositados en una seca, reducida
buhardilla,
Año tras año pisados solamente por la pata del
ratón.
Pero de vez en cuando oigo a mi espalda
El ruido de bocinas y motores que han de llevar
A Sweeney, en la primavera, a Mrs. Porter.
Oh, la luna brillaba sobre Mrs. Porter
Y su hija
Ellas lavan sus pies con agua de soda
Et O ces voix d‛enfants, chantant dans la coupole!
Twit twit twit
Jug jug jug jug jug jug
Tan rudamente forzada.
Tereu
Ciudad Irreal
Bajo la parda niebla de un mediodía de invierno
Mr. Eugénides, el mercader de Esmirna
Sin afeitar, con un bolsillo repleto de pasas
C.i.f. Londres: documentos a la vista,
Me invitó en francés demótico
A almorzar en el Cannon Street Hotel
Y a pasar un fin de semana en el Metropole.
A la hora violeta, cuando del escritorio
Alzamos los ojos y la espalda, cuando la máquina
humana espera
Como un taxi que espera vibrando,
Yo, Tiresias, aunque ciego, palpitando entre dos
vidas,
Anciano con arrugados pechos de mujer, puedo ver
A la hora violeta, la hora vespertina que nos
lleva
A casa y devuelve el marino al hogar,
En casa, a la hora del té, la mecanógrafa levanta la
mesa del desayuno, enciende
Su estufa y saca alimentos enlatados.
Los últimos rayos del sol tocan sus combinaciones,
Peligrosamente puestas a secar en la ventana,
Apiladas sobre el diván (que es, de noche, su cama)
Medias, pantuflas, camisolas y sostenes.
Yo, Tiresias, anciano de ubres arrugadas
Percibí la escena, y predije el resto—
Yo también aguardaba al huésped esperado.
Él, el joven carbunculoso, llega,
Secretario de una pequeña casa comercial, de
altanera mirada,
Uno de esos patanes a quienes les sienta la
arrogancia
Como un sombrero de seda a un millonario de
Bradford.
Ahora el tiempo es propicio y, como él imagina,
La cena ha terminado y ella está cansada y aburrida.
Él empieza a excitarla con caricias
No deseadas, si bien irreprochables.
Decidido y ardiente, él la asalta enseguida
Y sus manos la exploran sin hallar resistencia;
Su vanidad no requiere respuesta,
Y se alegra de la indiferencia.
(Y yo, Tiresias, he consentido todo
Lo ocurrido en este mismo diván o cama;
Yo, que en Tebas estuve sentado junto al muro
Y entre los muertos más inferiores caminé.)
Él le envía un último beso con aire protector
Y baja a tientas por la escalera sin luz...
Ella se vuelve a mirar un momento en el espejo,
Casi olvidando a su amante, que ha partido;
Su cerebro consiente un brumoso pensamiento:
‛Bien. Eso está hecho ahora. Me alegro de que haya
terminado.’
Cuando una mujer hermosa se entrega a esas
locuras y
Vuelve a pasearse por su cuarto, sola,
Se alisa los cabellos de manera automática,
Y pone un disco en el gramófono.
‛Esta música se deslizó junto a mí sobre las aguas’
Y a lo largo del Strand, Queen Victoria Street
arriba.
Oh Ciudad ciudad, a veces puedo escuchar
Junto a un bar de la Lower Thames Street,
La queja dulce de una mandolina
Y el ruido de voces que sale desde ahí,
Donde al mediodía descansan los vendedores de
pescado; donde los muros
De Magnus Mártir guardan
Inexplicable esplendor de blancura jonia y oro.
El río suda
Aceite y alquitrán
A la deriva las barcas
Con la marea cambiante van
Velas anchas
Y rojas
A sotavento, en el mástil se mecen
Las barcas sumergen
Leños a la deriva
Navegando hacia Greenwich
Más allá de Isle of Dogs.
Weialala leia
Wallala leialala
Elizabeth y Leicester
Batiendo los remos
Un casco dorado
Formaba la popa
Rojo y oro
El animado oleaje
Encrespó ambas orillas
El viento del sudoeste
Cargó agua abajo
El repique de campanas
Blancas torres
Weialala leia
Wallala leialala
‛Tranvías y árboles polvorientos.
Highbury me vio nacer. Richmond y Kew
Me deshicieron. En Richmond alcé las rodillas
Tendida boca arriba en el fondo de una estrecha
canoa.’
‛Mis pies están en Moorgate, y mi corazón
Bajo mis pies. Tras lo ocurrido
Lloró, y prometió “un nuevo comienzo”.
Callé. ¿Qué podía reprochar?’
‛Sobre Márgate Sands
Nada con nada
Puedo conectar.
Las uñas rotas de manos sucias.
Mi gente mansa gente que
Nada
—Espera.’
la la
A Cartago vine entonces
Ardiendo ardiendo ardiendo ardiendo
Oh Señor Tú me has empobrecido 310
Oh Señor Tú me has
ardiendo

¿QUE OYES EN LA OSCURIDAD? por KASUKO SHIRAISHI



un triángulo sin precedentes
se acerca simultáneamente
en tres direcciones
afirmándome prolongándome
violando la ley de arriba y abajo
izquierda y derecha, norte-sur-este-oeste
devoro la pirámide
del esoterismo
cientos de infantes meteoritos
cabalgando en la corriente atmosférica
burlones pasan de largo

sábado, diciembre 17, 2011

MAIAKOVSKI A LOS SIGLOS por VLADIMIR MAIAKOVSKI



¿Adónde voy?
¿Para qué?
Corro por centésima vez,
por calles zumbando como un colmenar.
Los ojos vuelan con su mirada por cien
/ventanas,
y veo, es penosa,
absurda,
y mezquina,
la intimidad ajena.
La ciudad apaga
sus vitrinas y ventanas.
Estoy cansado, abrumado.
Únicamente las nubes
desentrañan sus moles,
bajo el crepúsculo
verdugo-sangriento.
Veo un puente feérico.
Subo,
y en terrible inquietud,
contemplo todo desde allá.
Recuerdo,
estuve de pie sobre el puente.
Ese brillo,
se llamaba entonces, el Neva.
Aquí hubo una ciudad,
una ciudad absurda,
arrancada del humo,
de un bosque de chimeneas.
En esta misma ciudad
comenzaron las noches
vidriosas, blancas, brumosas.
Fue a fines de Julio.
Encendido por el insomnio
deliraba murmurando algo,
a veces veía la cruz roja
del camión de la asistencia pública,
otras veces me perseguía el estampido de un
/balazo.
Callaba y volvía.
Yo sé.-
Al que es como yo,
se calienta fácilmente,
desde luego, pero sin embargo,
es algo salvaje ver continuamente el mismo
/rostro
en cada farol, en cada objeto.
¿Quién tuvo una obsesión semejante?
Y veo sobre la casa,
cómo bajas tú por un arriesgado declive,
y los rayos de sol los juntas en haces.
Me acerco a través de la bruma
y desapareces en mis propias narices.
De nuevo estoy de pie mudo y absorto.
Los trasnochadores de la ciudad,
ya se desbandan.
Siento su voz,
hasta su respiración,
hasta el olor de su piel,
y creo que es un fantasma,
pero está viva.
Avanza de pronto,
surge del aire.
Le es poco estar sola.
Viene con un cortejo
y mi corazón revive,
y vuelve a caer pesado.
De nuevo renacen en mí
todos los tormentos terrenales.
De nuevo,
¡viva, mi sublime locura!
Los faroles están en medio de la calle.
Las calles se parecen,
y como si fuera desde un nicho,
sale la cabeza modelada de un caballo.
-¿Oiga,
esta es la calle Yukovsky?
Me miran como los niños miran a un esqueleto.
Los ojos grandes eluden la mirada.
Por ella anduvo Maiakovksi mil años.
"Aquí se suicidó,
en la puerta de su amada."
¿Quién?
¿Yo me suicidé?
¡Cuentos!
Corazón modélate de nuevo
con alegría resplandeciente.
Vuelo hacia su ventana.
Estoy acostumbrado al cielo.
¡Es tan alto!
Subo piso por piso.
Me paso y vuelvo.
Entro. Miro detrás de la cortina.
Está todo igual.
El dormitorio es el mismo.
Pasaron miles de años
y ella está igual, juvenil.
Está acostada.
El cabello suelto.
La luna azulada.
Un instante...
no era la luna
era la calvicie del marido a su lado.
¡Los encontré!
Ahora que duermen,
mi mano aprieta el puñal,
me aproximo cauteloso observando.
Y de nuevo,
siento que amo.
Retrocedo,
voy cediendo al amor, a la compasión.
¡Buenos días!
Encendieron las luces.
Veo dos ojos salientes.
"-¿Quién es usted?"
"-Yo, Nicoláev, el ingeniero.
Esta es mi casa.
¿Y usted quién es?
¿Por qué se mete con mi mujer?"
La habitación es ajena.
Tembló la mañana,
con un tic en la comisura de los labios.
Me miraba una mujer,
ajena y desnuda.
Salgo corriendo.
Destrozado de sombras,
enorme, desmelenado.
Ando por la pared,
cubierta por la luna.
Los vecinos salen de sus cuartos,
ajustando los batones.
Paso golpeando con los tacos.
A golpes lo echo al portero a un rincón.
"-¿La del 42
a dónde se ha ido?"
"El cartelito dice,
entraron por la ventana,
y estaban todos tirados
cuerpo sobre cuerpo."
¿Y ahora a dónde voy?
¡A donde mis ojos me lleven!
¿Al campo?
¡Al campo!
¡Tra-la-la-la-la-lá!
¡Tra-la-la-la-la-lá!
La cuerda a usta su nudo en mi garganta.
Me quemaré en este verano abrasador.
Suenan los grilletes en mis manos,
de este amor de poder milenario...
Se acabará el mundo,
desaparecerán todos,
y entonces aquel
que mueve la vida,
me iluminará sobre la oscuridad del planeta,
usando su último rayo de sol,
y estaré yo, de pie,
solo con mi dolor,
agudo y rodeado de fuego,
de la fogata inapagable,
de este absurdo amor.

EL ALQUIMISTA por HOWARD PHILLIPS LOVECRAFT




Allá en lo alto, coronando la herbosa cima un montículo escarpado, de falda cubierta
por los árboles nudosos de la selva primordial, se levanta la vieja mansión de mis
antepasados. Durante siglos sus almenas han contemplado ceñudas el salvaje y accidentado terreno circundante, sirviendo de hogar y fortaleza para la casa altanera cuyo honrado linaje es más viejo aún que los muros cubiertos de musgo del castillo. Sus antiguos torreones, castigados durante generaciones por las tormentas, demolidos por el lento pero implacable paso del tiempo, formaban en la época feudal una de las más temidas y formidables fortalezas de toda Francia. Desde las aspilleras de sus parapetos y desde sus escarpadas almenas, muchos barones, condes y aun reyes han sido desafiados, sin que nunca resonara en sus
espaciosos salones el paso del invasor.
Pero todo ha cambiado desde aquellos gloriosos años. Una pobreza rayana en la
indigencia, unida a la altanería que impide aliviarla mediante el ejercicio del comercio, ha negado a los vástagos del linaje la oportunidad de mantener sus posesiones en su primitivo esplendor; y las derruidas piedras de los muros, la maleza que invade los patios, el foso seco y polvoriento, así como las baldosas sueltas, las tablazones comidas de gusanos y los
deslucidos tapices del interior, todo narra un melancólico cuento de perdidas grandezas. Con el paso de las edades, primero una, luego otra, las cuatro torres fueron derrumbándose, hasta que tan sólo una sirvió de cobijo a los tristemente menguados descendientes de los otrora poderosos señores del lugar.
Fue en una de las vasta y lóbregas estancias de esa torre que aún seguía en pie donde
yo, Antoine, el último de los desdichados y maldecidos condes de C., vine al mundo, hace diecinueve años. Entre esos muros, y entre las oscuras y sombrías frondas, los salvajes barrancos y las grutas de la ladera, pasaron los primeros años de mi atormentada vida. Nunca conocí a mis progenitores. Mi padre murió a la edad de treinta y dos, un mes después de mi nacimiento, alcanzado por una piedra de uno de los abandonados parapetos del castillo; y, habiendo fallecido mi madre al darme a luz, mi cuidado y educación corrieron a cargo del único servidor que nos quedaba, un hombre anciano y fiel de notable inteligencia, que recuerdo que se llamaba Pierre. Yo no era más que un chiquillo, y la carencia de compañía que eso acarreaba se veía aumentada por el extraño cuidado que mi añoso guardián se tomaba para privarme del trato de los muchachos campesinos, aquellos cuyas moradas se
desperdigaban por los llanos circundantes en la base de la colina. Por entonces, Pierre me había dicho que tal restricción era debida a que mi nacimiento noble me colocaba por encima del trato con aquellos plebeyos compañeros. Ahora sé que su verdadera intención era ahorrarme los vagos rumores que corrían acerca de la espantosa maldición que afligía a mi linaje, cosas que se contaban en la noche y eran magnificadas por los sencillos aldeanos según hablaban en voz baja al resplandor del hogar en sus chozas.
Aislado de esa manera, librado a mis propios recursos, ocupaba mis horas de infancia
en hojear los viejos tomos que llenaban la biblioteca del castillo, colmada de sombras, y en vagar sin ton ni son por el perpetuo crepúsculo del espectral bosque que cubría la falda de la colina. Fue quizás merced a tales contornos el que mi mente adquiriera pronto tintes de melancolía. Esos estudios y temas que tocaban lo oscuro y lo oculto de la naturaleza eran lo que más llamaban mi atención.
Poco fue lo que me permitieron saber de mi propia ascendencia, y lo poco que supe
me sumía en hondas depresiones. Quizás, al principio, fue sólo la clara renuencia mostrada por mi viejo preceptor a la hora de hablarme de mi línea paterna lo que provocó la aparición de ese terror que yo sentía cada vez que se mentaba a mi gran linaje, aunque al abandonar la infancia conseguí fragmentos inconexos de conversación, dejados escapar involuntariamente por una lengua que ya iba traicionándolo con la llegada de la senilidad, y que tenían alguna relación con un particular acontecimiento que yo siempre había considerado extraño, y que ahora empezaba a volverse turbiamente terrible. A lo que me refiero es a la temprana edad en la que los condes de mi linaje encontraban la muerte. Aunque hasta ese momento había considerado un atributo de familia el que los hombres fueran de corta vida, más tarde reflexioné en profundidad sobre aquellas muertes prematuras, y comencé a relacionarlas con los desvaríos del anciano, que a menudo mencionaba una maldición que durante siglos había impedido que las vidas de los portadores del título sobrepasasen la barrera de los treinta y dos años. En mi vigésimo segundo cumpleaños, el añoso Pierre me entregó un documento
familiar que, según decía, había pasado de padre a hijo durante muchas generaciones y había sido continuado por cada poseedor. Su contenido era de lo más inquietante, y una lectura pormenorizada confirmó la gravedad de mis temores. En ese tiempo, mi creencia en lo sobrenatural era firme y arraigada, de lo contrario hubiera hecho a un lado con desprecio el increíble relato que tenía ante los ojos.
El papel me hizo retroceder a los tiempos del siglo XIII, cuando el viejo castillo en el que me hallaba era una fortaleza temida e inexpugnable. En él se hablaba de cierto anciano que una vez vivió en nuestras posesiones, alguien de no pocos talentos, aunque su rango apenas rebasaba el de campesino; era de nombre Michel, de usual sobrenombre Mauvais, el malhadado, debido a su siniestra reputación. A pesar de su clase, había estudiado, buscando cosas tales como la piedra filosofal y el elixir de la eterna juventud, y tenía fama de ducho en los terribles arcanos de la magia negra y la alquimia. Michel Mauvais tenía un hijo llamado Charles, un mozo tan avezado como él mismo en las artes ocultas, habiendo sido por ello apodado Le Sorcier, el brujo. Ambos, evitados por las gentes de bien, eran sospechosos de las prácticas más odiosas. El viejo Michel era acusado de haber quemado viva a su esposa, a modo de sacrificio al diablo, y, en lo tocante a las incontables desapariciones de hijos pequeños de campesinos, se tendía a señalar su puerta. Pero, a través de las oscuras naturalezas de padre e hijo brillaba un rayo de humanidad y redención; el malvado viejo quería a su retoño con fiera intensidad, mientras que el mozo sentía por su padre una devoción más que filial.
Una noche el castillo de la colina se encontró sumido en la más tremenda de las
confusiones por la desaparición del joven Godfrey, hijo del conde Henri. Un grupo de
búsqueda, encabezado por el frenético padre, invadió la choza de los brujos, hallando al viejo Michel Mauvais mientras trasteaba en un inmenso caldero que bullía violentamente. Sin más demora, llevado de furia y desesperación desbocadas, el conde puso sus manos sobre el anciano mago y, al aflojar su abrazo mortal, la víctima ya había expirado. Entretanto, los alegres criados proclamaban el descubrimiento del joven Godfrey en una estancia lejana y abandonada del edificio, anunciándolo muy tarde, ya que el pobre Michel había sido muerto en vano. Al dejar el conde y sus amigos la mísera cabaña del alquimista, la figura de Charles Le Sorcier hizo acto de presencia bajo los árboles. La charla excitada de los domésticos más próximos le reveló lo sucedido, aunque pareció indiferente en un principio al destino de su padre. Luego, yendo lentamente al encuentro del conde, pronunció con voz apagada pero terrible la maldición que, en adelante, afligiría a la casa de C.
«Nunca sea que un noble de tu estirpe homicida viva para alcanzar mayor edad de la que ahora posees» proclamó cuando, repentinamente, saltando hacia atrás al negro bosque, sacó de su túnica una redoma de líquido incoloro que arrojó al rostro del asesino de su padre, desapareciendo al amparo de la negra cortina de la noche. El conde murió sin decir palabra y fue sepultado al día siguiente, con apenas treinta y dos años. Nunca descubrieron rastro del asesino, aunque implacables bandas de campesinos batieron las frondas cercanas y las praderas que rodeaban la colina.
El tiempo y la falta de recordatorios aminoraron la idea de la maldición de la mente de la familia del conde muerto; así que cuando Godfrey, causante inocente de toda la tragedia y ahora portador de un título, murió traspasado por una flecha en el transcurso de una cacería, a la edad de treinta y dos años, no hubo otro pensamiento que el de pesar por su deceso. Pero cuando, años después, el nuevo joven conde, de nombre Robert, fue encontrado muerto en un campo cercano y sin mediar causa aparente, los campesinos dieron en murmurar acerca de que su amo apenas sobrepasaba los treinta y dos cumpleaños cuando fue sorprendido por su temprana muerte. Louis, hijo de Robert, fue descubierto ahogado en el foso a la misma fatídica edad, y, desde ahí, la crónica ominosa recorría los siglos: Henris, Roberts, Antoines y Armands privados de vidas felices y virtuosas cuando apenas rebasaban la edad que tuviera su infortunado antepasado al morir.
Según lo leído, parecía cierto que no me quedaban sino once años. Mi vida, tenida
hasta entonces en tan poco, se me hizo ahora más preciosa a cada día que pasaba, y me fui progresivamente sumergiendo en los misterios del oculto mundo de la magia negra. Solitario como era, la ciencia moderna no me había perturbado y trabajaba como en la Edad Media, tan empeñado como estuvieran el viejo Michel y el joven Charles en la adquisición de saber demonológico y alquímico. Aunque leía cuanto caía en mis manos, no encontraba explicación para la extraña maldición que afligía a mi familia. En los pocos momentos de pensamiento racional, podía llegar tan lejos como para buscar alguna explicación natural, atribuyendo las tempranas muertes de mis antepasados al siniestro Charles Le Sorcier y sus herederos; pero descubriendo tras minuciosas investigaciones que no había descendientes conocidos del alquimista, me volví nuevamente a los estudios ocultos y de nuevo me esforcé en encontrar un hechizo capaz de liberar a mi estirpe de esa terrible carga. En algo estaba plenamente resuelto. No me casaría jamás, y, ya que las ramas restantes de la familia se habían extinguido, pondría fin conmigo a la maldición.
Cuando yo frisaba los treinta, el viejo Pierre fue reclamado por el otro mundo. Lo
enterré sin ayuda bajo las piedras del patio por el que tanto gustara de deambular en vida. Así quedé para meditar en soledad, siendo el único ser humano de la gran fortaleza, y en el total aislamiento mi mente fue dejando de rebelarse contra la maldición que se avecinaba para casi llegar a acariciar ese destino con el que se habían encontrado tantos de mis antepasados.
Pasaba mucho tiempo explorando las torres y los salones ruinosos y abandonados del viejo castillo, que el temor juvenil me había llevado a rehuir y que, al decir del viejo Pierre, no habían sido hollados por ser humano durante casi cuatro siglos. Muchos de los objetos hallados resultaban extraños y espantosos. Mis ojos descubrieron muebles cubiertos por polvo de siglos, desmoronándose en la putridez de largas exposiciones a la humedad.
Telarañas en una profusión nunca antes vista brotaban por doquier, e inmensos murciélagos agitaban sus alas huesudas e inmensas por todos lados en las, por otra parte, vacías tinieblas.
Guardaba el cálculo más cuidadoso de mi edad exacta, aun de los días y horas, ya que
cada oscilación del péndulo del gran reloj de la biblioteca desgranaba una pizca más de mi condenada existencia. Al final estuve cerca del momento tanto tiempo contemplado con aprensión. Dado que la mayoría de mis antepasados fueron abatidos poco después de llegar a la edad exacta que tenía el conde Henri al morir, yo aguardaba en cualquier instante la llegada de una muerte desconocida. En qué extraña forma me alcanzaría la maldición, eso no sabía decirlo; pero estaba decidido a que, al menos, no me encontrara atemorizado o pasivo.
Con renovado vigor, me apliqué al examen del viejo castillo y cuanto contenía.
El suceso culminante de mi vida tuvo lugar durante una de mis exploraciones más
largas en la parte abandonada del castillo, a menos de una semana de la fatídica hora que yo sabía había de marcar el límite final a mi estancia en la tierra, más allá de la cual yo no tenía siquiera atisbos de esperanza de conservar el hálito. Había empleado la mejor parte de la mañana yendo arriba y abajo por las escaleras medio en ruinas, en uno de los más castigados de los antiguos torreones. En el transcurso de la tarde me dediqué a los niveles inferiores, bajando a lo que parecía ser un calabozo medieval o quizás un polvorín subterráneo, más bajo. Mientras deambulaba lentamente por los pasadizos llenos de incrustaciones al pie de la última escalera, el suelo se tornó sumamente húmedo y pronto, a la luz de mi trémula antorcha, descubrí que un muro sólido, manchado por el agua, impedía mi avance.
Girándome para volver sobre mis pasos, fui a poner los ojos sobre una pequeña trampilla con anillo, directamente bajo mis pies. Deteniéndome, logré alzarla con dificultad, descubriendo una negra abertura de la que brotaban tóxicas humaredas que hicieron chisporrotear mi antorcha, a cuyo titubeante resplandor vislumbré una escalera de piedra. Tan pronto como la antorcha, que yo había abatido hacia las repelentes profundidades, ardió libre y firmemente, emprendí el descenso. Los peldaños eran muchos y llevaban a un angosto pasadizo de piedra que supuse muy por debajo del nivel del suelo. Este túnel resultó de gran longitud y finalizaba en una masiva puerta de roble, rezumante con la humedad del lugar, que resistió firmemente cualquier intento mío de abrirla. Cesando tras un tiempo en mis esfuerzos, me había vuelto un trecho hacia la escalera, cuando sufrí de repente una de las impresiones más profundas y enloquecedoras que pueda concebir la mente humana. Sin previo aviso, escuché crujir la pesada puerta a mis espaldas, girando lentamente sobre sus oxidados goznes. Mis inmediatas sensaciones no son susceptibles de análisis. Encontrarme en un lugar tan completamente abandonado como yo creía que era el viejo castillo, ante la prueba de la existencia de un hombre o un espíritu, provocó a mi mente un horror de lo más agudo que pueda imaginarse. Cuando al fin me volví y encaré la fuente del sonido, mis ojos debieron desorbitarse ante lo que veían. En un antiguo marco gótico se encontraba una figura humana.
Era un hombre vestido con un casquete y una larga túnica medieval de color oscuro. Sus largos cabellos y frondosa barba eran de un negro intenso y terrible, de increíble profusión.
Su frente, más alta de lo normal; sus mejillas, consumidas, llenas de arrugas; y sus manos largas, semejantes a garras y nudosas, eran de una mortal y marmórea blancura como nunca antes viera en un hombre. Su figura, enjuta hasta asemejarla a un esqueleto, estaba extrañamente cargada de hombros y casi perdida dentro de los voluminosos pliegues de su peculiar vestimenta. Pero lo más extraño de todo eran sus ojos, cavernas gemelas de negrura abisal, profundas en saber, pero inhumanas en su maldad. Ahora se clavaban en mí, lacerando mi alma con su odio, manteniéndome sujeto al sitio. Pon fin, la figura habló con una voz retumbante que me hizo estremecer debido a su honda impiedad e implícita malevolencia. El lenguaje empleado en su discurso era el decadente latín usado por los menos eruditos durante la Edad Media, y pude entenderlo gracias a mis prolongadas investigaciones en los tratados de los viejos alquimistas y demonólogos. Esa aparición hablaba de la maldición suspendida sobre mi casa, anunciando mi próximo fin, e hizo hincapié en el crimen cometido por mi antepasado contra el viejo Michel Mauvais, recreándose en la venganza de Charles le Sorcier.
Relató cómo el joven Charles había escapado al amparo de la noche, volviendo al cabo de los años para matar al heredero Godfrey con una flecha, en la época en que éste alcanzó la edad que tuviera su padre al ser asesinado; cómo había vuelto en secreto al lugar, estableciéndose ignorado en la abandonada estancia subterránea, la misma en cuyo umbral se recortaba ahora el odioso narrador. Cómo había apresado a Robert, hijo de Godfrey, en un campo, forzándolo a ingerir veneno y dejándolo morir a la edad de treinta y dos, manteniendo así la loca profecía de su vengativa maldición. Entonces me dejó imaginar cuál era la solución de la mayor de las incógnitas: cómo la maldición había continuado desde el momento en que, según las leyes de la naturaleza, Charles le Sorcier hubiera debido morir, ya que el hombre se perdió en digresiones, hablándome sobre los profundos estudios de alquimia de los dos magos, padre e hijo, y explayándose sobre la búsqueda de Charles le Sorcier del elixir que podría garantizarle el goce de vida y juventud eternas.
Por un instante su entusiasmo pareció desplazar de aquellos ojos terribles el odio
mostrado en un principio, pero bruscamente volvió el diabólico resplandor y, con un
estremecedor sonido que recordaba el siseo de una serpiente, alzó una redoma de cristal con evidente intención de acabar con mi vida, tal como hiciera Charles le Sorcier seiscientos años antes con mi antepasado. Llevado por algún protector instinto de autodefensa, luché contra el encanto que me había tenido inmóvil hasta ese momento, y arrojé mi antorcha, ahora moribunda, contra el ser que amenazaba mi vida. Escuché cómo la ampolla se rompía de forma inocua contra las piedras del pasadizo mientras la túnica del extraño personaje se incendiaba, alumbrando la horrible escena con un resplandor fantasmal. El grito de espanto y de maldad impotente que lanzó el frustado asesino resultó demasiado para mis nervios, ya estremecidos, y caí desmayado al suelo fangoso.
Cuando por fin recobré el conocimiento, todo estaba espantosamente a oscuras y,
recordando lo ocurrido, temblé ante la idea de tener que soportar aún más; pero fue la curiosidad lo que acabó imponiéndose. ¿Quién, me preguntaba, era este malvado personaje, y cómo había llegado al interior del castillo? ¿Por qué podía querer vengar la muerte del pobre Michel Mauvais y cómo se había transmitido la maldición durante el gran número de siglos pasados desde la época de Charles le Sorcier? El peso del espanto, sufrido durante años, desapareció de mis hombros, ya que sabía que aquel a quien había abatido era lo que hacía peligrosa la maldición, y, viéndome ahora libre, ardía en deseos de saber más del ser siniestro que había perseguido durante siglos a mi linaje, y que había convertido mi propia juventud en una interminable pesadilla. Dispuesto a seguir explorando, me tanteé los bolsillos en busca de eslabón y pedernal, y encendí la antorcha de repuesto. Enseguida, la luz renacida reveló el cuerpo retorcido y achicharrado del misterioso extraño. Esos ojos espantosos estaban ahora cerrados. Desasosegado por la visión, me giré y accedí a la estancia que había al otro lado de la puerta gótica. Allí encontré lo que parecía ser el laboratorio de un alquimista. En una esquina se encontraba una inmensa pila de reluciente metal amarillo que centelleaba de forma portentosa a la luz de la antorcha. Debía de tratarse de oro, pero no me detuve a cerciorarme, ya que estaba afectado de forma extraña por la experiencia sufrida. Al fondo de la estancia había una abertura que conducía a uno de los muchos barrancos abiertos en la oscura ladera boscosa. Lleno de asombro, aunque sabedor ahora de cómo había logrado ese hombre llegar al castillo, me volví. Intenté pasar con el rostro vuelto junto a los restos de aquel extraño, pero, al acercarme, creí oírle exhalar débiles sonidos, como si la vida no hubiera escapado por completo de él. Horrorizado, me incliné para examinar la figura acurrucada y abrasada del suelo. Entonces esos horribles ojos, mas oscuros que la cara quemada donde se albergaban, se abrieron para mostrar una expresión imposible de identificar. Los labios agrietados intentaron articular palabras que yo no acababa de entender. Una vez capté el nombre de Charles le Sorcier y en otra ocasión pensé que las palabras «años» y «maldición» brotaban de esa boca retorcida. A pesar de todo, no fui capaz de encontrar un significado a su habla entrecortada.
Ante mi evidente ignorancia, los ojos como pozos relampaguearon una vez más
malévolamente en mi contra, hasta el punto de que, inerme como veía a mi enemigo, me sentí estremecer al observarlo.
Súbitamente, aquel miserable, animado por un último rescoldo de energía, alzó su
espantosa cabeza del suelo húmedo y hundido. Entonces, recuerdo que, estando yo paralizado por el miedo, recuperó la voz y con aliento agonizante vociferó las palabras que en adelante
habrían de perseguirme durante todos los días y las noches de mi vida.
—¡Necio! —gritaba—. ¿No puedes adivinar mi secreto? ¿No tienes bastante cerebro
como para reconocer la voluntad que durante seis largos siglos ha perpetuado la espantosa
maldición sobre los tuyos? ¿No te he hablado del gran elixir de la eterna juventud? ¿No sabes
quién desveló el secreto de la alquimia? ¡Pues fui yo! ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo que he vivido durante
seiscientos años para perpetuar mi venganza, PORQUE YO SOY CHARLES LE
SORCIER!

ERLATHDRONION por LORD DUNSANY



El que fuera Sultán en un lugar tan remoto de Oriente que sus dominios fueron
considerados fabulosos en Babilonia, cuyo nombre es hoy prototipo de lejanía en las
calles de Bagdad, cuya excelencia invocan por su nombre viajeros barbados a la caída
de la tarde con el fin de convocar oyentes a su recitación de cuentos, mientras se eleva
el humo del tabaco, suenan los dados y las tabernas rebosan de gente, estableció
también su mandato en esa misma ciudad y dijo: "Que sean conducidos hasta aquí
todos los sabios que puedan comparecer ante mí y regocijar mi corazón con su
sabiduría".
Los hombres se apresuraron y los clarines sonaron, y así fue como se presentaron al
sultán todos sus sabios. Y muchos fueron declarados no aptos. Mas de todos los que
fueron capaces de decir cosas aceptables, después de ser llamados Los Afortunados,
uno dijo que al sur de la Tierra había un País –coronado de loto, añadió– donde era
verano cuando nosotros estamos en invierno y viceversa.
Y cuando el Sultán de aquellas remotas tierras supo que el Creador de Todo había
ideado una estratagema tan sumamente de su gusto, su júbilo no conoció fronteras. De
pronto habló y dijo (eso fue en esencia lo que dijo) que sobre esa frontera o límite que separa el norte del sur se construiría un palacio en cuyos salones del ala norte sería verano, mientras que en los del ala sur sería invierno; así que él se trasladaría de unos salones a otros según su estado de ánimo: se reiría del verano por la mañana y pasaría el mediodía entre la nieve. De modo que mandaron llamar a los poetas del Sultán y les ordenaron que hablasen de aquella ciudad, previendo su esplendor lejos hacia el sur y en tiempos futuros, y algunos de ellos fueron considerados afortunados. Y entre todos los que fueron considerados afortunados y fueron coronados de flores, ninguno consiguió con más facilidad la sonrisa del Sultán (de la que dependía que los días fueran largos) que el que, imaginándose la ciudad, habló así de ella:
–Durante siete años y siete días, ¡oh, Puntal del Cielo!, tus constructores edificarán tu palacio, que no estará ni en el norte ni en el sur, en el que ni el verano ni el invierno será dueño exclusivo de las horas. Lo veo blanco, tan extenso como una ciudad, tan hermoso como una mujer, auténtica maravilla del mundo, con muchas ventanas, desdelas que al ocaso tus princesas mirarán al exterior. Sí, percibo la dicha en sus balcones dorados y escucho el rumor que desciende de las galerías y el arrullo de las palomas en sus aleros esculpidos. ¡Oh, Puntal del Cielo!, esa ciudad tan hermosa deberían construirla tus antiguos señores, los hijos del sol, para que todos los hombres admiren su poder incluso hoy, y no sólo los poetas, cuya imaginación la ve tan alejada hacia el sur y en tiempos futuros.
"¡Oh, Rey de los Años!, la ciudad debería estar situada en el centro de esa línea que
divide equitativamente el norte del sur y separa las estaciones como si fuera una
pantalla. Cuando en el ala norte sea verano, tus centinelas vestidos de seda pasearán
por deslumbrantes murallas, mientras tus lanceros cubiertos de pieles circularán por el ala sur. Mas al mediodía del día central del año, tu chambelán descenderá de su
elevada posición y entrará en el salón del centro, y tras él bajarán hombres con
trompetas, y él proferirá un gran grito al mediodía, y los hombres harán sonar las
trompetas, y los lanceros cubiertos de pieles marcharán hacia el norte y tus centinelas vestidos de seda ocuparán su lugar en el sur, y el verano abandonará el norte y se irá al sur, y las golondrinas levantarán el vuelo y le seguirán. Y únicamente no habrá cambio en tus salones interiores, pues están situados sobre esa línea que separa las estaciones y divide el norte del sur.
"Y en los jardines siempre será primavera, pues la primavera permanece siempre al
margen del verano; y el otoño también teñirá siempre tus jardines, pues siempre
resplandece al borde del invierno, y esos jardines permanecerán aparte entre el
invierno y el verano. Y habrá orquídeas en tu jardín, también, con toda su carga de
otoño en las ramas y todas las flores de la primavera.
"Sí, percibo ese palacio, ya que podemos imaginar las cosas venideras; veo su blanco
muro resplandeciente a la deslumbrante luz del solsticio de verano, y los lagartos
tumbados inmóviles al sol, y los hombres dormidos al mediodía, y las mariposas
revoloteando alrededor, y las aves de radiante plumaje persiguiendo maravillosas
polillas, y a lo lejos en la selva las grandes orquídeas, y los insectos iridiscentes
danzando en torno a la luz. Veo el muro por el otro lado: la nieve se ha amontonado en las almenas, los carámbanos las han orlado de barbas de hielo, un violento viento que sopla desde parajes solitarios y clama a los helados campos, ha enviado los
ventisqueros por encima de los contrafuertes. Los que se asoman a las ventanas de
ese ala de tu palacio ven a los gansos silvestres volando bajo, y a todas las aves
invernales pasando veloces en bandadas atenazadas por el implacable viento, y las
nubes de encima son negras, ya que allí están en el solsticio de invierno. Mientras
tanto, en tus otros salones las fuentes tintinean, cayendo sobre mármol bajo el sol
abrasador del verano.
"Así será tu palacio, ¡oh, Rey de los Años!, y su nombre será Erlathdronion, Prodigio de la Tierra; y tu sabiduría ordenará a tus arquitectos que lo construyan inmediatamente,
ya que podemos ver lo que hasta ahora únicamente veían los poetas, y esta profecía
se cumplirá.
Y cuando el poeta se detuvo, el Sultán habló y dijo, mientras los demás escuchaban
con la cabeza vuelta:
–No será necesario que mis constructores edifiquen ese palacio, Erlathdronion,
Prodigio de la Tierra, pues al oírte a ti hemos saboreado ya sus placeres.
Y el poeta se fue de su Presencia y soñó otra cosa.

SIMULACROS por JULIO CORTAZAR



Somos una familia rara. En este país donde las cosas se hacen por obligación o fanfarronería, nos gustan las ocupaciones libres, las tareas porque sí, los simulacros que no sirven para nada.
Tenemos un defecto: nos falta originalidad. Casi todo lo que decidimos hacer está inspirado —digamos francamente, copiado— de modelos célebres. Si alguna novedad aportamos es siempre inevitable: los anacronismos o las sorpresas, los escándalos. Mi tío el mayor dice que somos como las copias en papel carbónico, idénticas al original salvo que otro color, otro papel, otra finalidad. Mi hermana la tercera se compara con el ruiseñor mecánico de Andersen; su romanticismo llega a la náusea.
Somos muchos y vivimos en la calle Humboldt.
Hacemos cosas, pero contarlo es difícil porque falta lo más importante, la ansiedad y la expectativa de estar haciendo las cosas, las sorpresas tanto más importantes que los resultados, los fracasos en que toda la familia cae al suelo como un castillo de naipes y durante días enteros no se oyen más que deploraciones y carcajadas. Contar lo que hacemos es apenas una manera de rellenar los huecos inevitables, porque a veces estamos pobres o presos o enfermos, a veces se muere alguno o (me duele mencionarlo) alguno traiciona, renuncia, o entra en la Dirección Impositiva. Pero no hay que deducir de esto que nos va mal o que somos melancólicos. Vivimos en el barrio de Pacífico, y hacemos cosas cada vez que podemos. Somos muchos que tienen ideas y ganas de llevarlas a la práctica. Por ejemplo, el patíbulo, hasta hoy nadie se ha puesto de acuerdo sobre el origen de la idea, mi hermana la quinta afirma que fue de uno de mis primos carnales, que son muy filósofos, pero mi tío el mayor sostiene que se le ocurrió a él después de leer una novela de capa y espada. En el fondo nos importa poco, lo único que vale es hacer cosas, y por eso las cuento casi sin ganas, nada más que para no sentir tan de cerca la lluvia de esta tarde vacía.
La casa tiene jardín delantero, cosa rara en la calle Humboldt. No es más grande que un patio, pero está tres escalones más alto que la vereda, lo que le da un vistoso aspecto de plataforma, emplazamiento ideal para un patíbulo. Como la verja es de mampostería y de fierro, se puede trabajar sin que los transeúntes estén por así decirlo metidos en casa; pueden apostarse en la verja y quedarse horas, pero eso no nos molesta. «Empezaremos con la luna llena», mandó mi padre. De día íbamos a buscar maderas y fierros a los corralones de la avenida Juan B. Justo, pero mis hermanas se quedaban en la sala practicando el aullido de los lobos, después que mi tía la menor sostuvo que los patíbulos atraen a los lobos y los incitan a aullar a la luna. Por cuenta de mis primos corría la provisión de clavos y herramientas; mi tío el mayor dibujaba los planos, discutía con mi madre y mi tío segundo la variedad y calidad de los instrumentos de suplicio. Recuerdo el final de la discusión: se decidieron adustamente por una plataforma bastante alta, sobre la cual se alzarían una horca y una rueda, con un espacio libre destinado a dar tormento o decapitar según los casos. A mi tío el mayor le parecía mucho más pobre y mezquino que su idea original, pero las dimensiones del jardín delantero y el costo de los materiales restringen siempre las ambiciones de la familia.
Empezamos la construcción un domingo por la tarde, después de los ravioles. Aunque nunca nos ha preocupado lo que puedan pensar los vecinos, era evidente que los pocos mirones suponían que íbamos a levantar una o dos piezas para agrandar la casa. El primero en sorprenderse fue don Cresta, el viejito de enfrente, y vino a preguntar para qué instalábamos semejante plataforma. Mis hermanas se reunieron en un rincón del jardín y soltaron algunos aullidos de lobo. Se amontonó bastante gente, pero nosotros seguimos trabajando hasta la noche y dejamos terminada la plataforma y las dos escalerillas (para el sacerdote y el condenado, que no deben subir juntos). El lunes una parte de la familia se fue a sus respectivos empleos y ocupaciones, ya que de algo hay que morir, y los demás empezamos a levantar la horca mientras mi tío el mayor consultaba dibujos antiguos para la rueda. Su idea consistía en colocar la rueda lo más alto posible sobre una pértiga ligeramente irregular, por ejemplo un tronco de álamo bien desbastado. Para complacerlo, mi hermano el segundo y mis primos carnales se fueron con la camioneta a buscar un álamo; entre tanto mi tío el mayor y mi madre encajaban los rayos de la rueda en el cubo, y yo preparaba un suncho de fierro. En esos momentos nos divertíamos enormemente porque se oía martillear en todas partes, mis hermanas aullaban en la sala, los vecinos se amontonaban en la verja cambiando impresiones, y entre el solferino y el malva del atardecer ascendía el perfil de la horca y se veía a mi tío el menor a caballo en el travesaño para fijar el gancho y preparar el nudo corredizo.
A esta altura de las cosas la gente de la calle no podía dejar de darse cuenta de lo que estábamos haciendo, y un coro de protestas y amenazas nos alentó agradablemente a rematar la jornada con la erección de la rueda. Algunos desaforados habían pretendido impedir que mi hermano el segundo y mis primos entraran en casa el magnífico tronco de álamo que traían en la camioneta. Un conato de cinchada fue ganado de punta a punta por la familia en pleno que, tirando disciplinadamente del tronco, lo metió en el jardín junto con una criatura de corta edad prendida de las raíces. Mi padre en persona devolvió la criatura a sus exasperados padres, pasándola cortésmente por la verja, y mientras la atención se concentraba en estas alternativas sentimentales, mi tío el mayor, ayudado por mis primos carnales, calzaba la rueda en un extremo del tronco y procedía a erigirla. La policía llegó en momentos en que la familia, reunida en la plataforma, comentaba favorablemente el buen aspecto del patíbulo. Sólo mi hermana la tercera permanecía cerca de la puerta, y le tocó dialogar con el subcomisario en persona; no le fue difícil convencerlo de que trabajábamos dentro de nuestra propiedad, en una obra que sólo el uso podía revestir de un carácter anticonstitucional, y que las murmuraciones del vecindario eran hijas del odio y fruto de la envidia. La caída de la noche nos salvó de otras pérdidas de tiempo.
A la luz de una lámpara de carburo cenamos en la plataforma, espiados por un centenar de vecinos rencorosos; jamás el lechón adobado nos pareció más exquisito, y más negro y dulce el nebiolo. Una brisa del norte balanceaba suavemente la cuerda de la horca; una o dos veces chirrió la rueda, como si ya los cuervos se hubieran posado para comer. Los mirones empezaron a irse, mascullando vagas amenazas; aferrados a la verja quedaron veinte o treinta que parecían esperar alguna cosa. Después del café apagamos la lámpara para dar paso a la luna que subía por los balaustres de la terraza, mis hermanas aullaron y mis primos y tíos recorrieron lentamente la plataforma, haciendo temblar los fundamentos con sus pasos. En el silencio que siguió, la luna vino a ponerse a la altura del nudo corredizo, y en la rueda pareció tenderse una nube de bordes plateados. Las mirábamos, tan felices que era un gusto, pero los vecinos murmuraban en la verja, como al borde de una decepción. Encendieron cigarrillos y se fueron yendo, unos en piyama y otros más despacio. Quedó la calle, una pitada de vigilante a lo lejos, y el colectivo 108 que pasaba cada tanto; nosotros ya nos habíamos ido a dormir y soñábamos con fiestas, elefantes y vestidos de seda.

QUEJA por GEORGE TRAKL




Sueño y muerte, las águilas aciagas
graznan toda la noche sobre esta cabeza:
la áurea imagen del hombre
englutida por la onda helada
de la eternidad. Contra espantosos riscos
se quiebra el cuerpo purpúreo
y se queja la oscura voz
sobre el mar.
Hermana del tempestuoso desconsuelo,
mira una temerosa barca que se hunde
bajo las estrellas,
en el silencioso rostro de la noche.

CENA 1933



cuando mi padre comía
se le ponían los labios
grasientos
con la comida
y mientras comía
hablaba de lo
buena que era la comida
y de que
la mayoría de la gente
no comía
tan bien
como nosotros.
le gustaba
rebanar
las sobras
del plato
con un trozo de
pan,
mientras hacía
ruidos de aprobación
que más bien parecían
gruñidos
sorbía el
café,
haciendo un ruido
fuerte
de burbujas
y después
dejaba
la taza.
"¿qué hay de postre
gelatina?"
mi madre
la traía
en una fuente grande
y mi padre
la servía
y al caer en el plato
la gelatina producía
un ruido extraño,
casi como
el sonido de un
pedo.
después venía
la crema batida,
a montones
sobre la gelatina.
"¡mmm, gelatina y
crema batida!"
mi padre sorbía de
la cuchara
la gelatina y la crema
batida.
sonaba como si
estuviera entrando en
un túnel
aerodinámico.
después de acabar
aquello
se limpiaba la boca
con una enorme servilleta blanca,
frotando con fuerza
en movimientos
circulares,
la servilleta
casi le ocultaba
toda
la cara
y después de eso
sacaba
los cigarrillos
camel.
encendía uno
con un fósforo de cocina
de madera,
y después dejaba
el fósforo
aún encendido
en un cenicero,
después un sorbo
de café,
volvía a dejar la taza
y daba una buena calada
al camel.
"¡mmm, que buena
estaba la comida!".
poco después
en mi cuarto,
tumbado en la cama
a oscuras,
lo que había
comido
y lo que había
visto
conseguían
ponerme
enfermo.
lo único
bueno
era
escuchar
los grillos
afuera.
afuera
en otro mundo
en el que yo
no vivía.-

jueves, diciembre 08, 2011

DEAD CAN DANCE - BLACK SUN




Dead Can Dance: Black Sun
_________________________

MURDER!
Man of Fire!
MURDER!
I've seen the eyes of living Death.
It's descending, survival,
the great mass lay-a-awaiting
embalmed, prayerful,
dying in fear of pain!
All sense of FREEDOM gone!
Black Sun...
in a white world...
Like having a black son
in a white world.
I have a son!
His name is Ethan
It's his birthright...
beyond the strange light.
Give me 69 years
and a season in this hell
there's all sex and death
as far as eyes can tell.
Like Prometheus we are bound
chained to this rock
of a brave new world
our god forsaken lost.
And I have a fear,
it's all we ever needed to know.
So, worlds end and the seas run cold!
Give me 69 years
and the season in this hell
there's all sex and death
in Mother Nature's plans.
Like Prometheus, we are bound
chained to this rock
of a brave new world
our god, forsaken, lost.




ASESINATO!
Hombre de Fuego!
ASESINATO!
He visto los ojos de la muerte en vida.
Es descendente, la supervivencia,
la gran mayoría laicos-a-a la espera
embalsamado, de oración,
muriendo en el miedo al dolor!
Todo el sentido de libertad se ha ido!
Sol Negro ...
en un mundo blanco ...
Como tener un hijo negro
en un mundo blanco.
Tengo un hijo!
Su nombre es Ethan
Es su derecho de nacimiento ...
más allá de la extraña luz.
Dame 69 años
y una temporada en el infierno
no todo es sexo y muerte
por lo que los ojos pueden decir.
Al igual que Prometeo, estamos obligados
encadenado a la roca
de un mundo feliz
nuestro dios abandonado perdido.
Y tengo un miedo,
es todo lo que necesitas saber.
Por lo tanto, el fin del mundo y los mares hará en frío!
Dame 69 años
y la temporada en el infierno
no es todo sexo y la muerte
en los planes de la Madre Naturaleza.
Al igual que Prometeo, estamos obligados
encadenado a la roca
de un mundo feliz
nuestro dios, abandonado, perdido.

sábado, diciembre 03, 2011

RELEER A ESPINOZA BARDI por EDUARDO J. FARIAS ALDERETE




Al encontrarme con NECROSPECTIVA I , fue un golpe a los sentidos, casi como el que recibí hace treinta años con Edgar Allan Poe y hace veintitrés con Lovecraft. Trece con Lord Dunsany. Cuando el lector es seducido con las imágenes, la tarea de la lectura , pasa de un pasatiempo a una pasión. Sobre todo cuando el autor en la honestidad de su obra te exige uno cuota de imaginación en este mundo bombardeado de imágenes fáciles, efectistas, embriagadoras y en que la velocidad domestica a la mente con éxito impresionante. En la narrativa de Espinoza Bardi no encontramos eso, en la serie, la primera Necrospectiva es una lectura y relectura íntima a nuestros temores , un terror sugerente , incisivo a ratos mordaz con el espíritu del lector , cauto o incauto .

Con NECROSPECTIVA II , vamos al exterior, una serie de figuras siembran en nosotros, lectores, un terror, un asedio permanente a nuestras emociones, las figuras siniestras pueblan esta obra, cuestionándonos nuestros principios, en el sentido de experimentar escenas de las cuales nos sentimos extrañamente participes, a veces nos violenta y a veces nos asquea : entregándonos una lección de hasta dónde llegan las bajas pasiones y hasta dónde se limitan nuestras pesadillas.

Los críticos y los doctos podrían criticar desde el efectismo (necesario en este género), hasta el afincarse una fama gratuita con personajes abyectos de este mundo que todos compartimos, pero desde este mismo punto , puedo aventurar desde mi juicio que la utilización bien forjada se aparta de estas críticas para mostrarnos un trabajo sólido con o sin retroalimentación del lector, me explico, para mí la lectura es un juego , desde la lectura de La Comedia Humana de Balzac, hasta Pacha Pulai de Hugo Silva, se exige un juego de imágenes , la reencarnación de los personajes con alguien de la realidad cotidiana y porqué no, la de nosotros mismos desde el protagonista o el antagonista hasta un personaje terciario… acá no sucede, esta obra te exige una inteligencia capaz de sobreponerte a tus sentimientos y ser testigo de escenas que despiertan el morbo y aquí Espinoza Bardi tiene un innato talento.

LA MALDICIÓN DE LOS WHATELEYS, es un mero pero importante acto de reverencia a una de las importantes, talentosas influencias del género terror, un maestro no reconocido en su momento por la crítica y el mundo: Howard Phillips Lovecraft que quizás los años treinta del siglo anterior no fue reconocido en su real medida, este sincero homenaje nos muestra un estilo híbrido en el autor en comento, en que de la mano con el autor afamado origina una comunión perfecta para darle un lustre propio.

A aquellos que disfrutamos de la lectura de estos tres libros, esperamos una cuarta obra con tintes de maestría, una exigencia natural a alguien que ya lanzó una invitación al universo oscuro y profundo de nuestros instintos, de nuestros temores inconfesables un logro que pocos autores pueden anotarse a sus acervos. Una lectura y relectura recomendable.

miércoles, noviembre 30, 2011

DADAISMO POLITICO por CESAR VALLEJO



(El caso Garibaldi)
París, noviembre de 1926
NO ESTABAN en error quienes en 1920 creían que
el dadaísmo literario respondía a un profundo
estado de alma de toda la humanidad contem-
poránea. Jacques Rivière fue el primero en reco-
nocer al movimiento dadaista su verdadero carác-
ter histórico. André Gide hizo otro tanto. Y, a
medida que los años han pasado, las gentes van
convenciéndose, poco a poco, de que, en efecto,
el dadaísmo contiene y expresa todo un momen-
to de la vida de los hombres.
¿Qué decían y hacían los dadaístas de 1920?
Los dadaístas decían y hacían literatura, justamen-
te, lo que acaba de decir y hacer Riccioti Garibaldi
en materia política: el caos, lo absurdo, la vorági-
ne, lo contradictorio, lo libérrimo. Tristán Tzara,
jefe del dadaísmo literario, atacaba a todo el mun-
do y se atacaba a sí mismo; alababa a todo el
mundo y a sí mismo; Tzara, en sus conferencias
públicas de París, se ponía de espaldas a la multi-
tud y arengaba a los telones del teatro. Tzara se
ponía en escena de cabeza y hablaba así al abismo,
mientras pateaba a sus propios amigos que le ro-
deaban, creyendo que se había vuelto loco.
—¡Yo no digo nada! —aullaba como los anti-
guos adivinos aterrados—. ¡Yo no quiero nada!
¡Yo lo quiero todo! Vosotros sois unos bellacos,
porque escucháis a otro bellaco como yo. Pero yo
soy un genio y un hombre muy feo, por desgracia.
Alejaos de mí. ¿A qué habéis venido? ¡Fuera de
aquí o llamo a la policía! El señor Antipirina va a
hacer su segundo viaje por el cielo. Todo está bien.
¡Es decir, todo está mal!...
Y Tristán Tzara empezaba a desnudarse en ple-
no público. Las gentes, a su vez, rugían y se formaba
un barullo en que no escaseaban heridos, muebles
rotos, pérdidas y ganancias. El diablo —no, precisa-
mente, el diablo d'avant-guerre de Bernanos— hacía
de las suyas arriba y abajo, adentro y afuera. Un
fuerte olor a zorrillo viejo salía de la sala del teatro.
—¡Pero qué les pasa a estos mocosos! —se
preguntaban las personas mayores— y nadie sabía
responder nada claro. En general, París estaba asus-
tado de los dadaístas e ignoraba que estos demo-
nios representaban simple y llanamente todas las
inquietudes humanas d'après-guerre. Los hombres
de nuestra época, todos, absolutamente todos, son
dadaístas. Todos, a su modo, están locos y atacados
de epilepsia. Esta es la palabra: ¡epilepsia! No es
que el dadaísmo busque nada. Los dadaístas y los
hombres de estos tiempos sólo quieren moverse,
agitarse y patalear, sin motivo y sin objeto. Unica-
mente se quiere la acción, el movimiento atorbe-
llinado, la vida cinemática, es decir, el maelstrom,
con sus mil caballos de fuerza, con su caos, su con-
fusión arrolladora y su falta aparente de lógica, de
razón y de sentido común. Unicamente se quiere
la vida en lo que ella tiene de elemental y simple,
de escueto y animal, sin preocupaciones espiritua-
les, morales ni cerebrales. Es la crisis de toda me-
tafísica, de toda filosofía y aun de toda ciencia. De
este modo, los reyes de la vida serán las razas me-
nos intelectuales, como los negros y más paganos,
en cierto modo, como los yanquis. Es la vuelta al
reinado del cuerpo sobre el espíritu. Es acaso el
alba de otro renacimiento; pero solamente un alba,
plena todavía de tinieblas angustiosas.
Riccioti Garibaldi acaba de probarnos idéntico
barroquismo dadaísta en política, idéntico derroche
de absurdos, contradicciones y agitación endiabla-
da. Garibaldi ha estado de acuerdo con Mussolini,
con los enemigos de Mussolini, con los garibaldis-
tas y con los enemigos del garibaldismo, con los
separatistas catalanes y con Primo de Rivera, con
los comunistas de Rusia, con los ladrones del dia-
mante de Chantilly y con la política francesa que
perseguía a estos ladrones, etcétera. Garibaldi ha
traicionado a todo el mundo y ha marchado de
acuerdo con todo el mundo. Garibaldi, pues, se ha
movido formidablemente. Tristán Tzara, a su lado,
resulta una persona seria y muy formal. París está
ante el caso político de Garibaldi tan desconcerta-
do como en 1920 ante los primeros dadaístas lite-
rarios. El Gobierno francés que está investigando
los hechos de Garibaldi, por haber éste vivido úl-
timamente en Niza, no sabe qué hacer de este
hombre tan inquietante y sobre todo tan moderno,
tan d'après-guerre. Si Garibaldi es repatriado, Mus-
solini mandará fusilarlo y los enemigos del duce
querrán hacer lo mismo. Ante esta contradicción,
que llega de lo trágico a lo ridículo, es muy posible
que las fuerzas se neutralicen y que no le hagan
nada a Garibaldi. Una vez más, como entre los
dadaístas de 1920, la vida habrá triunfado.



El Norte, Trujillo, 25 de diciembre de 1926

IMPROVISACION Y COMPOSICION por MILAN KUNDERA



Durante la redacción del Quijote, Cervantes no se molestó, de paso, en influir en el carácter de su protagonista. La libertad con la que Rabelais, Cervantes, Diderot, Sterne nos hechizan iba unida a la improvisación. El arte de la composición compleja y rigurosa no ha pasado a ser necesidad imperativa hasta la primera mitad del siglo XIX. La forma de la novela tal como nació entonces, con la acción concentrada en un espacio de tiempo muy reducido, en una encrucijada en la que se cruzan varias historias de varios personajes, exigía un plan minuciosamente calculado de acciones y escenas: antes de empezar a escribir, el novelista trazaba y volvía a trazar, pues, el plan de la novela, lo calculaba y volvía a calcularlo, dibujaba y volvía a dibujarlo como jamás se había hecho antes. Basta con hojear las notas que Dostoievski escribió para Los endemoniados: en los siete cuadernos de notas, que en la edición francesa de La Pléiade (Éditions Gallimard, París) ocupan 400 páginas (la novela entera ocupa 750), los motivos están a la busca de los personajes, los personajes a la busca de los motivos, los personajes rivalizan largo tiempo por ocupar el lugar del protagonista; Stavroguin debería de estar casado, pero «¿con quién?», se pregunta Dostoievski e intenta casarlo sucesivamente con tres mujeres, etc. (Paradoja que no es sino aparente: cuanto más se calcula esa máquina de construir, más verdaderos y naturales son los personajes. El prejuicio contra la razón constructora como elemento «no artístico» y que mutila el carácter «vivo» de los personajes no es sino la ingenuidad sentimental de aquellos que nunca han entendido nada del arte.)
El novelista de nuestro siglo, nostálgico del arte de los antiguos maestros de la novela, no puede volver a retomar el hilo allí donde quedó cortado; no puede saltar por encima de la inmensa experiencia del siglo XIX; si quiere alcanzar la desenvuelta libertad de Rabelais o de Sterne, debe reconciliarla con las exigencias de la composición.
Recuerdo mi primera lectura de Jacques el fatalista; encantado con esa riqueza audazmente heteróclita en la que la reflexión se codea con la anécdota, en la que un relato enmarca a otro, encantado con esa libertad de composición que se burla de la regla de la unidad de acción, me preguntaba: Este soberbio desorden ¿se debe acaso a una admirable construcción, calculada con refinamiento, o se debe a la euforia de una pura improvisación? Sin duda alguna, es la improvisación lo que aquí prevalece; pero la pregunta que me hice espontáneamente me llevó a comprender que esta embriagada improvisación encierra en sí misma una prodigiosa posibilidad arquitectónica, la posibilidad de una construcción compleja, rica y que estaría, a la vez, perfectamente medida y premeditada, como estaría necesariamente premeditada incluso la más exuberante fantasía arquitectónica de una catedral. Semejante intención arquitectónica ¿le haría perder a la novela su encanto de libertad? ¿Su carácter de juego? Pero el juego, ¿qué es, de hecho? Todo juego está basado en reglas, y cuanto más severas son las reglas tanto más juego es el juego. Contrariamente al jugador de ajedrez, el artista inventa él mismo sus propias reglas para sí mismo; improvisando sin reglas es pues tan libre como inventándose su propio sistema de reglas.
Reconciliar la libertad de Rabelais o de Diderot con las exigencias de la composición le plantea, no obstante, al novelista de nuestro siglo otros problemas que los que preocuparon a Balzac o Dostoievski. Ejemplo: el tercer libro de Los sonámbulos de Broch, que es un torrente «polifónico» compuesto de cinco «voces», cinco líneas enteramente independientes: estas líneas no están unidas ni por una acción común ni por los propios personajes y tienen cada una un carácter formal totalmente distinto (A-novela, B-reportaje, C-cuento, D-poesía, E-ensayo). En los ochenta y ocho capítulos del libro, estas cinco líneas alternan en este extraño orden: A-A-A-B-A-B-A-C-A-A-D-E-C-A-B-D-C-D-A-E-A-A-B-E-C-A-D-B-B-A-E-A-A-E-A-B-D-C-B-B-D-A-B-E-A-A-B-A-D-A-C-B-D-A-E-B-A-D-A-B-D-E-A-C-A-D-D-B-A-A-C-D-E-B-A-B-D-B-A-B-A-A-D-A-A-D-D-E.
¿Qué ha llevado a Broch a elegir precisamente este orden y no otro? ¿Qué le ha llevado a tomar en el capítulo cuarto precisamente la línea B y no la C o la D? No la
lógica de los personajes o de la acción, pues no hay acción común a estas cinco líneas. Le guiaron otros criterios: el encanto debido a la sorprendente proximidad de las distintas formas (verso, narración, aforismos, meditaciones filosóficas); el contraste de las distintas emociones que impregnan los distintos capítulos; la diversidad en la longitud de los capítulos; en fin, el desarrollo de las cuestiones existenciales mismas que se reflejan en las cinco líneas como en cinco espejos. A falta de algo mejor, califiquemos estos criterios de musicales, y concluyamos: el siglo XIX elaboró el arte de la composición, pero es el nuestro el que ha aportado, a ese arte, la musicalidad.
Los versos satánicos están construidos sobre tres líneas más o menos independientes: A: las vías de Saladin Chamcha y Gibreel Farishta, dos indios de hoy que viven entre Bombay y Londres; B: la historia coránica que trata de la génesis del Islam; C: la marcha mar a través de los aldeanos hacia La Meca, mar que creen atravesar en seco y en el que se ahogan.
Las tres líneas se retoman sucesivamente en las nueve partes según el siguiente orden: A-B-A-C-A-B-A-C-A (por cierto: en música, semejante orden se llama rondó: el tema principal vuelve regularmente alternando con algunos temas secundarios).
He aquí el ritmo del conjunto (menciono entre paréntesis el número, aproximado, de páginas de la edición francesa): A (100) B (40) A (80) C (40) A (120) B (40) A (70) C (40) A (40). Comprobamos que las partes B y C tienen todas la misma longitud, lo cual otorga al conjunto una regularidad rítmica.
La línea A ocupa cinco séptimos, la B un séptimo, la C un séptimo del espacio de la novela. De esta relación cuantitativa resulta la posición dominante de la letra A: el centro de gravedad de la novela se sitúa en el destino contemporáneo de Farishta y Chamcha.
No obstante, incluso si B y C son líneas subordinadas, es en ellas donde se concentra el desafío estético de la novela, ya que gracias precisamente a estas dos partes pudo Rushdie captar el problema fundamental de todas las novelas (el de la identidad de un individuo, de un personaje) de una manera nueva que supera las convenciones de la novela psicológica: las personalidades de Chamcha o de Farishta son inasibles mediante una descripción detallada de sus estados de ánimo; su misterio reside en la cohabitación de dos civilizaciones en el interior de su psique, la india y la europea; reside en sus raíces, de las que se arrancaron pero que, no obstante, permanecen vivas en ellos. ¿En qué lugar se rompieron estas raíces y hasta dónde hay que llegar si se quiere tocar la llaga? La mirada hacia el interior «del pozo del pasado» no es un comentario fuera de lugar, esta mirada tiene por blanco el meollo de la cuestión: el desgarro existencial de los dos protagonistas.
Al igual que Jacob es incomprensible sin Abraham (quien, según Mann, vivió siglos antes que aquél) pues no es sino su «imitación y continuación», Gibreel Farishta es incomprensible sin el arcángel Gibreel, sin Mahound (Mahoma), incomprensible incluso sin ese Islam teocrático de Jomeini o de esa joven fanatizada que conduce a los aldeanos hacia La Meca, o más bien hacia la muerte. Todos ellos son sus propias posibilidades que dormitan en él y a ellas debe reclamar su propia individualidad. No hay, en esta novela, cuestión importante alguna que pueda examinarse sin una mirada hacia el interior del pozo del pasado. ¿Qué es bueno y qué es malo? ¿Quién es el diablo para el otro, Chamcha para Farishta o éste para aquél? ¿Es el diablo o el ángel el que inspira la peregrinación de los aldeanos? ¿Es su hundimiento en las aguas un lamentable naufragio o el glorioso viaje hacia el Paraíso? ¿Quién lo dirá, quién lo sabrá? ¿Y si esta inasibilidad del bien y del mal fuera el tormento vivido por los fundadores de las religiones? Las terribles palabras de la desesperación, esa inaudita frase blasfema de Cristo, «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», ¿no resuena acaso en el alma de cualquier cristiano? En la duda de Mahound preguntándose quién le inspiró los versos, Dios o el diablo, ¿acaso no hay, oculta, la incertidumbre sobre la que se asienta la existencia misma del hombre?

martes, noviembre 29, 2011

ES OLVIDO por NICANOR PARRA



Juro que no recuerdo ni su nombre,
Mas moriré llamándola Maria,
No por simple capricho de poeta:
Por su aspecto de plaza de provincia.
¡Tiempos aquellos!, yo un espantapájaros,
Ella una joven pálida y sombría.
Al volver una tarde del Liceo
Supe de la su muerte inmerecida,
Nueva que me causó tal desengaño
Que derramé una lágrima al oirla.
Una lágrima, si, ¡quién lo creyera!
Y eso que soy persona de energía.
Si he de conceder crédito a lo dicho
Por la gente que trajo la noticia
Debo creer, sin vacilar un punto,
Que murió con mi nombre en las pupilas,
Hecho que me sorprende, porque nunca
Fue para mi otra cosa que una amiga.
Nunca tuve con ella más que simples
Relaciones de estricta cortesía,
Nada más que palabras y palabras
Y una que otra mención de golondrinas.
La conocí en mi pueblo (de mi pueblo
Solo queda un puñado de cenizas),
Pero jamás vi en ella otro destino
Que el de una joven triste y pensativa.
Tanto fue así que hasta llegué a tratarla
Con el Celeste nombre de Maria,
Circunstancia que prueba claramente
La exactitud central de mi doctrina.
Puede ser que una vez la haya besado,
¡ Quién es el que no besa a sus amigas!
Pero tened presente que lo hice
Sin darme cuenta bien de lo que hacia.
No negaré, eso si, que me gustaba
Su inmaterial y vaga compañía
Que era como el espíritu sereno
Que a las flores domésticas anima.
Yo no puedo ocultar de ningún modo
La importancia que tuvo su sonrisa
Ni desvirtuar el favorable influjo
Que hasta en las mismas piedras ejercía.
Agreguemos, aun, que de la noche
Fueron sus ojos fuente fidedigna.
Mas, a pesar de todo, es necesario
Que comprendan que yo no la queria
Sino con ese vago sentimiento
Con que a un pariente enfermo se designa
Sin embargo sucede, sin embargo,
Lo que a esta fecha aún me maravilla,
Ese inaudito y singular ejemplo
De morir con mi nombre en las pupilas,
Ella, múltiple rosa inmaculada,
Ella que era una lámpara legítima.
Tiene razón, mucha razón, la gente
Que se pasa quejando noche y día
De que el mundo traidor en que vivimos
Vale menos que rueda detenida:
Mucho más honorable es una tumba,
Vale mas una hoja enmohecida.
Nada es verdad, aquí nada perdura,
Ni el color del cristal con que se mira.
Hoy es un dia azul de primavera,
Creo que moriré de poesia,
De esa famosa joven melancólica
No recuerdo ni el nombre que tenía
Sólo sé que pasó por este mundo
Corno una paloma fugitiva:
La olvidé sin quererlo, lentamente,
Como todas las cosas de la vida.

GRAN MARCHA HEROICA por PABLO DE ROKHA




Avanza tu carro de llantos y entra a la historia entrechocándose.
Arriba, un atrevimiento de águilas, abajo, el pecho del pueblo y en la línea definitiva, entre los altos y anchos candelabros de la Humanidad, y las trompetas que braman como vacas,
entre naranjos y duraznos y manzanos que, como caballos, relinchan, entre barcos y espadas, rifles y banderas en flor, al paso de parada negro y fundamental de los héroes, tú y tu ataúd de acero.
La multitud descomunal y subterránea, abate en oleaje su ímpetu de serpiente y ataca su fantasma y su palabra, como un toro la estrella ensangrentada.
Caemos de rodillas en el gran crepúsculo universal, y lloran las sirenas de todos los
barcos del mundo, como perritas sin alojamiento; se acabó la comida en los establos
contemporáneos y el último buey se destapa los sesos, gritando; el bofetón del huracán, partiendo los terciopelos del Oriente, araña el ocaso y le desgarra el corazón a puñaladas,
cuando el fusil imperial de la burguesía pare un lirio de pólvora y se suicida.
Al quillay litoral le desgarran la pana los relámpagos de las montañas, y tremendamente
da quejidos de potrillo recién nacido en el estercolero, porque su conciencia vegetal naufraga en el aroma a sangre.
Canto de estatuas, grito de coronas, llanto de corazas y bahías, y el discurso funeral de los cipreses que persiguen eternamente lo amarillo, te rodean; nosotros, entre lenguas de perro y lágrimas elementales, no somos sino sólo fantasmas en vigencia; lo heroico, lo definitivo, la
ley oscura de la materia en la cual todas las cosas se levantan y se derrumban con el único fin de engendrar padecimiento, emerge de ti, porque de ti, porque tú eres la realidad categórica; y cuando los pollitos nuevos del mar a cuya orilla enorme te criaste, pían al asesinato general del ocaso, los huesos de Tamerlán echan grandes llamas; escucho el funeral de Beethoven ejecutado por setecientos maestros de orquesta, frenar la tempestad, sujetándola, como el
desnudo adolescente los caballos rojos de Fidias y el cielo está negro lo mismo que mi corazón; las espadas anchas, las anchas espadas que abrieron los surcos profundos que no cavaron los arados, las espadas embanderadas de historia, se te someten y te lamen como el perro del mendigo; cuadrigas y centurias, haciendo estallar el sol sonoro, al golpear la tierra
hinchada con el eslabón de la herradura, levantan polvaredas de migración y el bramido de las lanzas es acusatorio y terrible debajo de la lluvia oscura como la mala intención o un cobarde;
adentro de las campanas choca la luciérnaga rota con su farol a la espalda, llorando; huyendo del incendio general, leones y chacales se arrojan a la mar ignota y las serpientes repletas de furor se rompen los colmillos en las antiguas lanzas; un gran caballo azul se suicida; borrachos
de sol y parición en generaciones del Dios pánico y dionysíaco, los sacerdos-escarabajos están
gritando la maternidad aterradora en miel de pinares y resinas de gran potencial alcohólico, que
debaten entre ramajes la violencia tremenda de la naturaleza; el Clarín del Señor de los Ejércitos empuña la espuela de oro de la gran alarma y los soldados.
Cargado por nosotros, marcha el féretro como una rosa negra o un pabellón caído, con
espanto aterrador de fusilamiento; rajados a hachazos los pellines encadenados al huracán aúllan; tú eres lo único definitivo, hundida en tu belleza de pretéritos y de crepúsculos totales,
caída en todo lo solo, herida por el resplandor de la eternidad deslumbradora, mientras errados, nos arrinconamos adentro de nuestras viejas negras chaquetas de perros.
Por el camino real que va a la nada marcharé (caballo de invierno), en las milenarias
edades; hoy, mi espada está quebrada, como el mascarón de proa del barco que se estrelló
contra lo infinito y soy el animal abandonado en la soledad del bramadero; perteneces al granero humano, tétrico de matanza en matanza, y te robaron de mis besos terribles; braman
las campanas pateando la atmósfera histórica en la cual se degüellan hasta las dulces violetas que son como copitas de vino inmortal; la tinaja de las provincias echa un ancho llanto de parrones descomunales, gritando desde el origen.
Arde tu alma grande y deslumbradora como un fusil en botón y a la persona muerta la
secunda la ciudadanía universal otorgándole la vida épica como a una guitarra el sonido; como un solo animal, acumular la eternidad, triste y furioso a tus orillas, es mi ocupación de suicida; como ola de sombra, el comercio-puñal de la literatura nos ladra al alma cansada y los
cuatreros, los cuchilleros, los aventureros y el gran escorpión de la bohemia nos destinan su sonrisa de degolladores, echada en sus ojos de cerdo.
Sobre el instante, la polvareda familiar gravita y empuña el pabellón de los antiguos
clanes; tu eres el escudo popular de los de Rokha: tronchados, desorientados, conmigo a la cabeza de la carreta grande, tirada por dos inmensos toros muertos, hijos e hijas, nietos y nietas, yernos y nueras dan la batalla contra la mixtificación tenebrosa y estupenda de los viejos payasos convertidos en asesinos; a miel envenenada hiede el ambiente o a calumnia y
perro; los chacales se ríen furiosamente y tremendamente arañan la casa sola como sombra en el arrabal del mundo, allá en donde remuelen el pelele y la maldición, tierra de escupos y
demagogia, llena de lenguas quemadas; porque mi desesperación se retuerce las manos como
un reo que enfrenta los inquisidores, a cuya espalda chilla, furiosa la Reacción, como negra
perra vieja en celo; andando por abajo, los degenerados nos aceitan y nos embarran el camino,
a fin de que el cegado por las lágrimas dé el resbalón mortal y definitivo del que se desploma
en el mar rabioso que solloza echando espuma y se derrumbe horriblemente.
Juramos pelear hasta derrotar al enemigo enmascarado en el enemigo del pueblo, al
calumniador y al difamador con ojo pequeño de ofidio y las setenta lenguas ajenas de los
testigos falsos, a la rana-pulpo-sapo del sabotaje; juramos solemnemente cortarnos y
comernos la lengua antes de lanzarle al olvido; juramos los látigos de la venganza, porque es
mentira la misericordia y no tememos atacar la eternidad frente a frente, ensangrentados como
pabellones.
Tranco a tranco en el pantano del horror, vi destruir a la naturaleza en ti el esquema total de lo bello y lo bueno; como un niño loco, el espanto se ensañó en tu figura incomparable, que
no volverá a lograr nunca jamás la línea de la Humanidad, y caíste asesinada y pisoteada por lo infinito, tú, que representabas lo infinito en la vida humana, y el sol de "Dios" en la gran tiniebla del hombre; caías, pero caía contigo el significado de lo humano, y en este instante
todas las cosas están sin sentido, gritando, boca abajo, solas, y es fea la tierra; como a aquel infeliz cualquiera a quien le revuelven la puñalada en el corazón, el perro idiota de la literatura,
vestido de obispo o caracol, levanta la pata y orina mi tragedia de macho, porque como todo lo
hermoso, todo lo vertical, todo lo heroico se hundió contigo en el abismo, yo soy el viudo terrible, y acaso la bestia arcaica sublimándose en el intelectual acusatorio que da lenguaje a las tinieblas; como la naturaleza es descomunal y sólo lo monstruoso le incumbe íntegramente,
su injusticia fue tenebrosa con tu régimen floral de copa y el destino te cavó de horror como a una montaña de fuego; sin embargo, como soy humano, no acepto tu muerte, no creo en tu muerte, no entiendo tu muerte y el andrajo de mi corazón se retuerce salvajemente y se
avalanza contra la muralla inmortal, contra la muralla desesperada, contra la muralla
ensangrentada, contra la muralla despedazada, que se incendia entre las montañas y sudando y bramando y sangrando, me revuelco como un toro con tu nombre sagrado entre los dientes, mordido como el puñal rojo del pirata; a la espalda aúllan las desorbitadas máscaras gruñendo
entre complejos de buitre aventurero y trajes vacíos, en los que respiran las épocas
demagógicas.
Entre los grandes peñascos apuñalados por el sol, sudando como soldados de antaño,
roídos por inmenso musgo crepuscular y lágrimas de antiguas botellas, tú y la paloma torcaz de los desiertos lloran; mar afuera, en el corazón de flor de las mojadas islas oceánicas, en las
que la eternidad se agarra como entraña de animal vacuno a la soledad de la materia y el gemido de los orígenes gravita en la gran placenta del agua, tú das la majestad al huracán por cuyos látigos ruge la muerte su secreto total, tremendo; encima de los carros de topacio del crepúsculo, tirados por siete caballos amarillos, cruzados de llamas como Jehová, tú eres el
balido azul de los corderos; aquí, a la orilla de tu sepulcro que ruge, terrible, en su condición de
miel de abejas y de pólvora, haciendo estallar el huracán sobre los viejos túmulos que tu vencidad obliga a relampaguear, tú empuñas una gran trompeta de oro, tal como se empuña
una gran bandera de fuego y convocas a asamblea general de muertos, a fin de arrojar la eternidad contra la eternidad, como dos peñascos; emerges de entre toneles, como la voz de
las vasijas, y la gran humedad del pretérito, que huele a fruta madura y a caoba matrimonial,
enarbola su pabellón en el corazón de las bodegas, cuando yo recuerdo tu virginidad
resplandeciente...
Condiciona sus muchedumbres la mar-océano del Sur y tu multitud le responde
terriblemente; yo estoy sentado a la orilla del que tanto amabas mar, y la oceanidad da la
tónica al gigante dolor que requiere inmensidades para manifestarse y el lenguaje de la masa
humana o la montaña incendiándose; remece sus instintos la inmensa bestia oceánica y el crepúsculo ensangrienta la bandera de los navíos y el cañón funeral del puerto; el mar y yo bramamos, el mar, el mar, y crujen los huesos tremendos de Chile, cuando con mi caballo nos
bañamos solos en la gran soledad del mar y el mar prolonga mi relincho con su bramido por todas las costas, desde las tierras protervas de Babilonia al Mediterráneo celestial de las tuyas glicinas y a los sangrientos mares vikingos, o arrastra mi voz tronchada y sangrienta como un
capitel roto y mi lenguaje de campanario que se derrumba en la gran campana del mar, con tu
recuerdo gimiendo adentro; rememoro nuestro matrimonio provincial-marino y la carrera
desenfrenada, desnudos, sobre la arena y el sol; es la mar soberbia, la mar oscura, la mar grandiosa en la cual gravita el estupor horizontal de humanidad que azota los vientres de las madres y relumbran las panoplias huracanadas de los viejos guerreros de hierro, que
ascienden y descienden por las arboladuras como un tigre a una antigua catedral caída; lagrimones de acordeones, de leones y fantasmas dan al pirata el relumbrón de los atardeceres y el tajo del rostro atrae el sable crepuscular hacia la figura agigantada; el ron furioso da gritazos y mordiscos de alcohol degollado a la tiniebla aventurera y la pólvora roja es rosa de
llamas rugiendo con perros y espadas entre la matanza histórica, adentro de la cual nosotros
dos rajamos el cuaderno de bitácora sobre el acero acerbo del pecho, que es pluma y rifle,
Luisita; asomándome a la descomunal profundidad heroica, veo lo eterno y tu cara en todo lo
hondo; naufragios y guitarras y el lamento del destierro en los archipiélagos sociales del Tirreno
y el Egeo, se revuelve a la bencina cosmopolita de los grandes Imperios de hoy, con sus navíos y sus aviones sembrando la sangre en los mares: pero el tam-tam de los tambores ensangrentados me desgarra el cerebro; sin embargo, hay dulzuras maravillosas, y te vuelvo a encontrar en esta gran agua salada por el origen y el olor animal del mundo, con tu melena de
sirena clásica y tu pie marino de conchaperla y aventura.
Braman las águilas del amor eterno en nosotros...
El huracán del amor nos arrasó antaño, y ahora tu belleza de plenilunio con duraznos,
como llorando en la grandeza aterradora, contiene todo el pasado del ser humano; truenan las
grandes vacas tristes del amanecer y tú rajas la mañana con tu actitud, que es un puñal quebrado; fuiste "mi dulce tormento" y ahora, Winétt, como el Arca de la Alianza o como Dionysos, medio a medio de los estuarios mediterráneos y el de los sargazos mar, entre el régimen del laurel y el dolorido asfodelo diluido en la colina acumulada de los héroes, hacia la cual apunta el océano su fusilería y desde la que emergen los pinos solarios, tú, lo mismo
exacto que a una gran diosa antigua de Asia, la eternidad bravía te circunda; galopan los cuatro caballos del Apocalipsis, se derrumban las murallas de Jericó al son de las trompetas que ladran como alas en la degollación y el Sinaí embiste como el toro egipcio, cuando tu paso
de tórtola hiende los asfaltos ensangrentados de la poesía, gran poetisa-Continente; y las generaciones de todos los pobres, entre todos los pobres del mundo, te levantan bajo los palios llagados del sudor popular en el instante en que tu voz se distiende, creciendo y multiplicándose como el oleaje de los grandes mares desconocidos, a cuya ribera los hombres
crearon los dioses barbudos del agro y los sentaron y los clavaron en las regiones acuarias, que eran el llanto de fuego de los volcanes; como fuiste tremendamente dulce, graciosamente fuerte, pequeñamente grande con lo oscuro y descomunal del genio en un régimen de corolas,
el hijo del pueblo te entiende; tenías la divina atracción del átomo, que, al estallar, incendia la tierra, por eso, adentro del silencio mundial, yo escucho exactamente a la multitud romana o
babilónica, arreada y gobernada a latigazos, a las muchedumbres grecolatinas que poblaron
Marsella de gentes que huelen a ajo, a prostitución, a guitarra, a conspiración, a sardina y a cuchilla, a tabaco y a sol mojado y caliente como sobaco, a presidio, a miseria, a heroicidad, a flojera o a tristeza, al vikingo ladrón, guerrero, viril y sublime en gran hombría y a los beduinos
enfurecidos por el hambre y los desiertos del simoum, áspero y trágico, y te adoro como a una antigua y oscura diosa en la cual los pueblos guerreros practicaban la idolatría de lo femenino definitivo y terrible; forrado en cueros de fuego, montado un caballo de asfalto, yo voy adentro
de la multitud, como una maldición en el cañón del revólver.
Románico de cúpulas y óperas el atardecer de los amantes desventurados me encubre, y
cae una paloma negra, Luisita-azúcar.
Soplan las ráfagas del dolor su chicotazo vagabundo y la angustia se clava rugiendo, en fijación tremenda, como un ojo enorme que quemase, como una gran araña, como un trueno con el reflejo hacia adentro y la quijada de Caín en el hocico; es entonces cuando arde el
colchón con sudor oscuro de légamo, cuando la noche afila su cuchilla sin resplandor, cuando el volcán destripa a la montaña y se parte el vientre terrible, que arroja un caldo de llamas horrendo y definitivo, cuando lloran todas las cosas un llanto demencial y lluvioso, cuando el paisaje, que es la corbata de la naturaleza, se raja el corazón de avena y pan y se repleta de
leones; sin embargo, medio a medio de la catástrofe, se me reconstituye el ser a objeto de que
el padecimiento se encarne más adentro y la llaga, quemada por el horror, se agrande; con tu ataúd al hombro, resuenan mis trancos en la soledad del siglo, en la cual gravita el cadáver de Stalin, que es enorme y cubre el Oriente en mil leguas reales a la redonda, encima de un carro
gigante que arrastran doscientos millones de obreros; semejante a una inmensa cosechadora de granjeros, la máquina viuda de los panteones degüella las cabezas negras y la Humanidad brama como vaca en el matadero; yo arrastro la porquería maldita de la vida como la pierna tronchada un idiota y espero el veneno del envenenador, la solitaria puñalada literaria por la
espalda, en el minuto crucial de los crepúsculos, el balazo del hermano en la literatura, como quien aguarda que le llegue un cheque en blanco desde la otra vida; me da vergüenza ser un
ser humano desde que te vi agonizar defendiéndote, perseguida y acosada por la Eternidad
como una dulce garza por una gran perra sarnosa; como con asco de existir, duermo como perro solo encima de una gran piedra tremenda, que bramara en el desierto, hablo con espanto de cortarme la lengua con la cuchilla de la palabra y quisiera que un dolor físico enorme me situase a tu altura, medio a medio de este gigante y negro desfile de horror del cual estalla mi
cabeza incendiándose como antigua famosa posada de vagabundos; no deseo el sol sino
llorando y la noche maldita con la tempestad en el vientre; por degüellos y asesinatos camino, y
ando en campos de batalla, estoy mordido por buitres de negrura, y es de pólvora y de
lágrimas, Luisita-Amor, el gran canasto de violetas, con el cual me allego a tu sepulcro humildemente; a mi desesperación se le divisa la cacha del arma de fuego, Luisita-Amor, cuyos grandes frutos caen...
Eramos Filemón y Baltis de Frigia y el grito conyugal del mundo, pero se desgarró una
gran cadena en la historia y yo cruzo gritando a la siga del mí mismo que se fue contigo para siempre nunca, esta gran sonata fúnebre de héroes caídos
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