jueves, enero 20, 2011

A HELEN por EDGAR ALLAN POE




Sólo la vi una vez, hace unos años;
no diré cuántos, mas no fueron muchos.
Fue una noche de julio; de la luna
llena —que como tu alma se elevaba
abriéndose un camino por el cielo—,
un velo luminoso descendía
quedo, caliente y soñoliento, sobre
los levantados rostros de mil rosas
que crecían en un jardín de ensueño
por donde el aire andaba de puntillas;
caía sobre el rostro de esas rosas
que, a cambio de esta luz de amor, cedían
su alma olorosa en una muerte estática;
caía sobre el rostro de esas rosas
que en el jardín morían sonriendo,
encantadas por ti, por tu presencia.
Ataviada de blanco, reclinada

te vi entre las violetas, y la luna
caía sobre el rostro de las rosas
y sobre el tuyo, alzado a la tristeza.
En la noche de julio, ¿fue el destino,
el destino (también dolor se llama)
quien me hizo detener ante la puerta
aspirando el aroma de las rosas?
Todo el odiado mundo reposaba,
menos tú y yo. Detúveme mirando,
y todo se esfumó súbitamente.
(Recordad que el jardín era encantado.)
Huyó el brillo perlino de la luna,
y dejaron de verse los senderos,
las flores y los árboles dolientes;
y murió la fragancia de las rosas
entre los brazos de la brisa amante.
Menos tú, todo, todo había expirado;
menos la luz divina de tus ojos,
menos tu alma en tus alzados ojos.
Solamente a ellos vi, todo mi mundo;
sólo a ellos durante varias horas,
hasta que se ocultó por fin la luna.
¡Qué alentadora historia yo creía
leer en sus esferas celestiales!
|Qué dolor y a la vez qué alta esperanza!
|Qué quieto y silencioso mar de orgullo!
¡Qué atrevida ambición! Mas, ¡qué insond
honda capacidad para el amor!
Mas al fin se ocultó la amada Diana
en un lecho de nubes tormentosas;
v lu le deslizaste entre los árboles,
lejos, pero quedáronse tus ojos.
No quisieron marcharse; aún no se han
Alumbraron mi senda solitaria;
no me dejaron, como mi esperan/a.

A través de los años, son mi guía.
Mis servidores son, y yo su esclavo.
Encender y alumbrar es su destino; mi deber,
ser salvado por su lumbre,
purificado por su luego eléctrico,
santificado por su elíseo fuego.
De belleza, que es fe, llenan mi alma.
Me postro ante esos astros
de los cielos en las tristes vigilias de mi noche,
y al meridiano resplandor del día
aún los contemplo; dos centelleantes,
dulces Venus, al sol inextinguibles.

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