viernes, marzo 18, 2011

SANCHO ROJAS, CAPITÁN DEL SUR, DEFINE LOS ACTOS MÁGICOS por PABLO DE ROKHA




Todos están muertos, entre las sardinas y el sebo y las palomas y el
vino inmortal de los barrios, les corre un río enorme, desde los ojos a la boca, errante, y lloran, por el último botón de los viejos chalecos, la bandera descolorida y el dios de las botellas y las monedas, solos.

Por muñones sangrientos, por fantasmas acometido,

acorralado, acuchillado, acogotado, asesinado, pisoteado, eliminado, despedazado, con el bastón y el infierno del cerebro, ¡oh! infeliz,

mordido por asnos irreligiosos y aventureros, sin cabeza, entre su gran musculatura, y besos de muerto florecidos de espantosos caracoles.

Tu país naufragó, y tu vasija de llanto y tu columna,

vas a esperar sentado la fundación del mundo Sancho Rojas, y el derrumbe de

todas las tinieblas, el instante de acometerte furiosamente.

Talca, rodeada de piedra, de un clan de angustia y piedra, rodeada de

amarillo y de espanto, rodeada de horroroso, pelos y huesos de antepasado que está de espaldas, comiéndose una cadena rota, cucharas y dentistas y maletas y bultos de loco y cinturones, espantables, que
persiguen a antiguas ranas de esplendor, angustioso sol con hierro clamando, y dentadura de vidrio de siglos, espantajos de esqueleto jubilado y mariscos, que vivían en pies de náufragos, y

pálidos hombres de hambre, fragante a horror genital y águilas, soledad a inmortalidad, tan moribunda, el metal y el orín del amor, que es tiempo y corona de mitos...

¿Qué terrible traje de familia, y su macabra y desnuda lección de horror, y qué piojo subversivo y pesimista, lleno de lenguas de fuego, remontando l.i

historia, a caballo en su desesperación, mientras la lluvia saluda, enarbolando su último adiós,
desde las negras bodegas, en donde las costumbres le cosen una gran mortaja de naranjos tronchados y violetas al sol!...

Ruinoso amor deshecho, en el cual estaban las colegialas desnudas,

levantándose los vestidos con tallitos de heliotropo, y había un cigarrillo apagado, en el pecho de un muerto, que tenía raíces de tigre degollado,

más atrás, una gran pieza de conventillo, con la laguna del Señor adentro, con

altos caballos y buitres furiosos asaltando a una muchacha, a la orilla de la provincia, lá mujer abierta

y circulada de toros y choclos de sangre, con rojos óleos, medio a medio de los cuernos,

de los cuales el grande y negro era yo, antaño, encadenado, con mi cinturón de animales, en aquel ramaje esplendoroso, rojo de potros y yeguas, pastando oro con ópalos, en aquel territorio del firmamento verde,

y, adentro de aquellos tiempos de fusil,

el joven salvaje y provinciano, y su chaleco de piedra, y su terror y su puñal y su

pasión, buscando su hembra, tú la niña nacida en un temporal de bayonetas.

Sí, temerario Sancho, sí, arbitrario comedor de entrañas y guitarras de esmeralda,

moriste, Sancho Rojas, y caminas, muerto, de aquel paisaje gigante, de cuero de

lagar de hierro de ciudad, cuadrada y furiosa, muerto, entre todos los tuyos, que humean en la eternidad, arañándose, muerto, entre los espejos muertos, la maletas muertas, los pellejos muertos, muerto y muerto, definitivamente.

De ti emerge la soledad, levantándose por encima de las montañas, la
soledad que es un sudario raído y piojento; contigo se hunde el orbe antiguo y su cuchillo de puta de patíbulo, acosado de héroes degollados, en la noche de la muerte, y, que aun gritarán, con la lengua afuera, por los siglos de los siglos, arrastrando las tripas cortadas,

y tu bramido feroz posee la realidad espantosa de lo que no existe; el terror te corroe y, mientras hay una sandía sin camisa, allí, en donde relincharon las mandíbulas, y un escorpión en el hueco del sexo, tu esqueleto
golpea las tinieblas ..... la gran hacha que heredaste de tus antepasados
cabrones

levantando el «polvo de los siglos», la puerta helada de la humedad, en donde reside y adquiere significado lo que no existió nunca, el saco de llanto de los adioses; tu animal se baña en la garganta de todas las palabras,

tus trancos tenaces rajan las tablas de la obscuridad , abriendo su potrero

tremendo, a todas las bestias de lo absoluto, de Oriente a Poniente, y la unanimidad rodea tu presencia fuerte; la carcajada de la mañana americana perfuma tus látigos, bañados en aceite de pescado.

comes cerdos y banderas y ranas y botellas y piojos,

o un gran buey decente, que parece obispo o notario y capón de faisán o pavo

maricón o ganso, o santo, o pato, o gallino con alcohol de prostituta; el atardecer del romanticismo te ofrece cien mujeres en una carreta blanca.

Deslumbrador y terrible, arrasador de las cabezas de los difuntos, Sancho Rojas, los murciélagos de tu aldea tienen bramidos de espadas antiguas,

en las polvorosas panoplias; tu voz galopa, a horcajadas, sobre un león muerto,

y eres un soldado de plata y piedra, con ojos vacíos, que posee un canasto de calaveras,

colgado a la majestad del esqueleto, brillando

en la antigüedad horrorosa, en la cual apaga la vela de los siglos un fantasma con su espada,

que relampaguea entre azucenas extranjeras;

muchacho de provincias, tremendamente crecido de acacias y puñales,

en ti se levanta el clamor de los muertos,

con la gran lágrima estrangulada en la garganta.

Todos van solos, y el alacrán les patea la cabeza;

una hermosa vaca de ébano pare en la fosa común un niño de vidrio que se pone

a llorar horrorosamente, y se pone a bramar como un cerro, con lengua inmensa,

en el instante en que lame el ave descabezada el farol del mundo y su humo oliente;

sí, forzados, encadenados, presidiarios del dolor, terrosos,

nos vamos nosotros a nosotros, tremendamente acometiendo, mordiéndonos,

hiriéndonos, comiéndonos las visceras crudas; y es el alcohol del corazón, esta gran bandera de barro, que patalea en las vihuelas;

entre caras de luto y sexos muertos, flecos de perro, quesos necios, Ah! palanca desamparada, llorando
las inmensas yeguas sufren junto a los brutos,

suspiran los catres toda la historia, y los braseros y las tinajas se estremecen de

sollozos, contra la luna vacía de hogaño, grita el polvo a la espalda, el sol se derrumba, desesperado, en las botellas, y la voz de Dios aparece debajo de los guardapolvos, la voz de Dios, que es un

ataúd degollado; a cincuenta leguas de mi, todo lo mismo,

criatura de cabellera, que es un país lejapo, un país de piel de viñedo muy

precioso y universal, un país con tantos pájaros como cánticos, sólo tú, como saliendo de adentro de aquello, que me define; pero, tejados y ganados, todo lo remoto que tienen las costumbres, todo lo remoto,

todo lo remoto, que es la voluntad de este presente tan pretérito; volantín de amor, en mundo de lluvia, cantando los cantos mojados y desplumados de Pelarco;

se destiñe el mar, y el canto de los naufragios emerge,

absoluto, unilateral, espantoso, manejando su tonada de esqueletos.

Desde tu muerte, un águila, yo mismo mordiendo tu cadáver, bramo, porque tu nombre, Sancho Rojas, enarbolado lo llevaron los abogados, los astrónomos, los pederastas, los fotógrafos, los boticarios, los policías y los jueces, los onanistas y los reyes, los vagabundos, los presidiarios, las marineros, los presidentes, los poetas, los sacerdotes, y los marra nos amancebados del régimen, los viejos putos lesos que comen dioses, así tenía que matarte, porque tenía que matarte, y te maté, para que rugiese,

eternamente, Pablo de Rokha; muerto, ¡oh! muchacho de hierro, atardeció tu parentela de petates y tías de guindado, de totora, de pigüelo y onomástico, y el velón de pasión, siempre a la orilla de los cementerios, tú y tus borracheras, con poncho hediondo y tu causeo de difuntos, en el Maule, tu montura de pellejo de fantasma, en la cual iba la cuchilla desesperada del Inquisidor Loyola, echando infierno por las narices.

Como ella fluía esa columna de sol, que poseen las mujeres de ojos negros,

y una gran lluvia obscura le caía desde la cabellera, sobre el azúcar del pie y su campana de oro,

tú, pequeño macho talquino, te suicidaste en mi corazón, terriblemente; ¡ol amigo crepuscular, ¡oh! hermano furioso, tremendo, maldito entre los

hombres y los héroes,
cómo tu sueño te asesinó con su volumen,

ahora que tiene figura de catafalco todo lo humano y estalla todo lo pasado.

Contra ti sollozo, acariciando mi aeroplano doméstico, con látigos santos

de sal quemada y dolorosa, te culpo de existir, como el ataúd a su madre,

me corto y me como la lengua, en tres grandes mitades de hechicería y sacrificio espantoso;

eres mi sombra, maldito, y lo que adentro de ella se canta, eternamente, horriblemente, la desbarrajada voz de todos los siglos derrumbándose, con sonido, y el grito del muerto inútil, que arde.

Extrapotente animal de Dios, te crecieron las edades desaparecidas en la

cuchillada del cerebro un tiburón de alquitrán, ardiendo, meneaba su cabeza de comerciante en ataúdes, enterrado en el barro santo de lo prehistórico, que en ti ladraba,

y grandes helechos blandían un garrote de piedra, moviendo la cola y rugiendo; una gran manada de monos criabas en los sobacos, alimentándolos con vino

ardido y grandes rifles verdes, ¡oh! provinciano estrafalario, tu catre de puñales y murciélagos navega a velas desplegadas, por las vías públicas del siglo timoneado por tu cadáver.

Relumbra en ti la magia sagrada del chuncho de vidrio, y la momia que

besa al antiguo dios, vendido como esclavo, la magia de las espadas en las panoplias ensangrentadas, y las palabras del moribundo,

la magia de la herradura de la lotería, cuando un gato de soldado se levanta desde la lámpara matemática, prediciendo lo pasado o resucitando el Apocalipsis, en sirio-caldeo; cantaban las arañas del carbón en tu vihuela,

olor a siglos y a edad gutural de catástrofes, circulaba tus pantalones, de

aceite bramante y arruinado, y un bienestar amarillo, los patíbulos físicos de tus ilusiones cubría.

Truenos y rayos estallaban en tu pecho de perro,

y aún recoges toda la fuerza dispersa en los fenómenos de la naturaleza, cruzados los brazos sobre el abdomen, en donde murió la paloma; pero ya nunca más cantarás, ensangrentándote el pellejo de emoción y poesía.
como cuando estabas tú asesinado por ti mismo.

e ibas cruzando las murallas, en las que el tiempo puso a orear la cabellera. Sancho Rojas, matador de Sancho Rojas, ¡oh! epicúreo,

¡oh! sol, ¡oh! marrano enamorado de las alcantarillas o del pie de las jóvenes diosas,

que tienen un racimo de uvas en el vientre;

estás y no estás, y tu sombra terrible cruza, creando y aleteando, en la obscuridad de los átomos,

aterrorizando los cementerios, los despoblados, los conventillos, las leguas difuntas,

espantando, tronchando, arruinando los tejados, en donde escribe el alacrán su canto a la grandeza del Señor de los Ejércitos.

El caballo de madera bebió todo el vino del mundo,

y un pájaro boreal, la soledad del año picotea o azota y humilla con su sable, la mujer desnuda, sin embargo de estar desnuda, está helada; una enorme hoja de otoño pone su huevo de oro, y llora, porque le mataron todos los hijos;

don Ignacio , don Celedonio, don Jacinto, don Juan Zamora,

ya no van a tomar chicha bendita, con charqui asado, en la pianola de

María Rosalba, cuando los paraguas parecen banderas de naufragio, porque todos están sin boca, callados y podridos en el estómago del pretérito.

Es inútil bramar con la lengua afuera, como una maleta, con la lengua afuera, como una carreta, que le aúlla al atardecer, ahorcando en las montañas,

porque no sacamos nada con cortarnos la cabeza y tirársela a los leones. Hay una claridad mágica y enigmática,

porque estamos adentro de un vidrio, y el tiempo está parado, frente a frente a

nosotros, leyendo su libro cerrado, y es la hora que no empezó ni terminó jamás en el mundo; de repente, desaparece el sentido de la naturaleza y todo está en presente, y

está en terrible inactualidad, estallando su dinamita; el león del horror se asoma a la misma orilla del universo, todo lo que somos, lo que seremos, lo que fuimos, se nos presenta, horriblemente, tremendamente, con pavor velludo, desmuelado, horrendo, astronómico, y el vacío, abriendo el hocico, ladra, amenazándonos,

desde el origen de la edad, el caos rugiente, y el principio de todas las cosas;

un callejón con una vela en la punía,

y, en la punta, un dios asesinado nos ataca furiosamente, moviendo la cola y las orejas de la cola;

lo problemático naufragó, emerge el destino con los brazos cortados, tropezando en su muleta, tropezando entre el paisaje de horcas y cuervos, que se insultan mutuamente, tropezando en la muerte, que viene rugiendo,

en el olor sexual del lenguaje, su relámpago y su bramido de océano,

la vida se ha parado en la vida, a definir la vida, y lo perecedero, porque lloran

todas las frutas, la caída del sol, y moriremos en funerarios lagares;

Sancho Rojas va solo y muerto, por la eternidad, caminando con la cabeza entre los dientes;

desgarro los ijares de mi caballo de piedra, con las rodajas incendiadas, pero lo sujeto frente al agujero tremendo del infierno,

en el cual bufa un culebrón, en cuya frente lleva escrito: «todas las cosas tienen

la cara en la luz y la espalda en la sombra»; cuatrocientos presidiarios amarillos tocan «La Marcha Fúnebre», de Chopin, en el crepúsculo,

y la soledad truena en la tarde, vestida de solemne negro de muerto, con

banderas de pellejo de señora viuda en las pupilas; todo es como todo y todo, indescriptible, colosal, tremendo, funeral, con gestos siniestros de perro, a cuyas orejas converge un escuadrón de piojos;

va la estampa del primer hombre, con un dios atravesado en las mandíbulas,

arrastrando a la primera mujer desnuda, horrorizado, huyendo del primer incendio en el primer día de la madera; el sol es un joven idiota, guiado por un anciano;

truenan las cavernas, pobladas de hilachas de fantasmas, porque las penetró lo

sagrado y el terror de lo sagrado horroroso, y un atardecer gutural troncha el lenguaje;

sí, el tiempo es redondo y agusanado, gran leyenda con fuego adentro de las palomas;

no hay posibilidad alguna en aquella noche bravia;

el bienestar de la legumbre y la marquesa de caoba de poema, desaparecieron, entre los muertos imperios...

Arañando las rendijas de la aldea, cantan las diucas clásicas de las

trasnochadas y las remoliendas las diucas y las putas y el alcohol negro, de muerto de pueblo, los vocablos parchados de dolor, usados como corcho loco, el desabrimiento
funeral de la provincia, un bastón paternal maldiciendo el esqueleto del bisabuelo, aquí, demostrándonos el atardecer,

([ue somos lo errado y lo melancólico, la forma raída, las telarañas del paraguas

del murciélago, que fue juez en aquel invierno, sangre triste, besos viejos, hombre chegre, que ruge, terrible, a la sombra (lilas últimas bayonetas de dios, a cabezazos con el destino, agonizando.

Estallan las fogatas y las callampas, en el Sinaí de los ídolos,

mis zapatos beben la sangre de los degollados antepasados, enyugados al vino

genital de los sacrificios, tórridamente, y en la ceniza lloran las castañas;

a resina sacrificada, el pantalón de mayo huele, y a tinaja, que posee pechos de niña, polvo de mundos, el finado anochecer levanta,

sobre el cogote del sol herido, baila un gran cardenal idólatra la danza

macabra del adiós de los difuntos, y el mar, vestido de sombrío, ejecuta "La Sintonía Heroica".

Proclama el fin del mundo un viento de cuero, con ojos helados y lúgumbres, (¡ue

pasa, gritando el hambre de todos los pueblos, mordiéndose los costillares obreros, con su látigo de patrón animal, enllantado

de cristianismo, y las criaturas degolladas buscan la cabeza en los cuarteles, por el pan y la libertad peleando, entre los sembrados desventurados, contra

lugares y trigales, mientras la gran figura roja, bramando, alza su jarra de vino, y la derrama siglo a siglo, sobre la humanidad, tendida, de espaldas, con la boca abierta...

los cuatro caballos dirigen la palabra a la multitud-

Medio a medio de la eternidad, ladra un perro crucificado, y una niña muerta le hace cosquilla en las verijas con su ramita de sociedad... Hay una culebra de oro enroscándose a mis rodillas,

porque mi paleto de Clase-Media, se va hundiendo en los precipicios

infinitos, que se rascan la pobreza en los extramuros, con una gran cuchara de alambre azul...

¡Hacia la tumba caminamos, con la muerte adentro de la boca!... Por los desiertos, sí, con los atados de dios a la espalda;
¡y un día seremos horrorosamente barridos de la memoria de los hombres!...

He ahí, entonces, cómo el monstruo de corcho se come los retratos... Y asalta las casas, la soledad, apuntando su carabina sobre las despavoridas familias...

Cuando los borrachos aran los barrios con los colmillos...

Soy los últimos saldos del apellido polvoriento y la vieja tienda abandonada en la aldea.

el atroz diploma del muerto y su azahar espantoso,

el espantoso catre de bronce, manoseado en los embargos de la casa vacía, y el

rifle y el álbum y el sable funeral de «los venidos a menos», el coronel, polvoroso y derruido, entre sillas de Viena, reumáticas, el terrible piano, tan negro de óperas, en el cual falleció la señorita tuberculosa, que escupía poesía,

el honor de las familias alimentadas con antiguos huesos de jubilación y deudas, la violeta de la miseria, que crece debajo de los antepasados, echándose versos

de tiempo en la carita, el bastón del siútico, cuando suena a canilla de tinterillo moribundo, el novio de la niña antigua, florida en su caja de sardinas, en la cual hay una

maleta de viaje, lo pretérito del petróleo subterráneo o del funeral glorioso...

Tu pantalón sobrenatural, Sancho Rojas,

la vida mágica de tu pelo de ciego, en el cual brillaban las cadenas del corazón

egipcio o hebreo, y se suicidaban las águilas, tu ataúd amarillo

empuña en mi padecer su escorpión rojo y negro, atravesando el mar

atravesando el desierto sacerdotal de la Mesopotamia.

Sin embargo, la primera canción de ojos negros y ternura de moneda desaparecida,

terciopelo entre sandías y manzanas, botella de recuerdos, sobre recuerdos,

deshojándose, como el entierro de una cigarra, arde en veinte leones, canta gran desnuda aquí, fijando

los naranjos maravillosos de la juventud que se desploma, haciendo enorme estruendo;

sí, como corriendo adentro de un aro de plata,

arrancándose del atardecer, que exprime su dentadura de calavera, cutre sonatas podridas,
rasga su sonrisa, olorosa a cama conyugal;

su pecho huele a estrella, como la primera vez que la desnudé, como la primera

invocación a la inmortalidad, que entonan las recién casadas,

y, en este derrumbe de huesos y guitarras y familias y vinos tenaces, como el

funeral del mundo, su cabeza de ceniza eminente recuerda la negrura de antaño, el adolescente grito de niña, que se desnuda entre naranjas y lagunas.

Murió la Chepita, el rucio Caroca, la Lupercia, murió el conductor Andrade,

murió el cura Gómez, el compadre Labra, el Chucho Pérez y don Juan de Dios

Alvarado, murió mi padre y murió mi madre, murió el quinto de nuestros hijos Tomás, y todos los abuelos, y si reuniéramos los esqueletos y los quemáramos, aparecería una gran cara helada, que sería yo mismo.

El elemento milenario y la agresividad horrorosa de la víbora y la máscara creciendo en los murciélagos despavoridos de los sarcófagos, y su voz de vidrios y mitos, la magia macabra, que irradia el sexo de los números,

el siete y el trece de la abracadabra, la hechicera de las yerbas de las ruinas

y los sepulcros, y el sol crucificado en la uña de la Gran Bestia, el resplandor hipnótico de la sangre sagrada de los ópalos, la piedra sangrienta de esclavitud, de las Pirámides, mordiendo los dos sexos abiertos de la Esfinge, que tiene una gran garra en el hocico y un eunuco preñado en el vientre, el hachazo de lo santo, bramando en los manicomios y los cementerios, o en el dios antropófago de la Custodia, a quien devora el sacerdote, los ojos rojos de los zapatos abandonados en el copretérito de las polvorosas borracheras provincianas, y su cardumen de océanos de petróleos, que enarbola la bandera de la ausencia hipotética, esa araña negra del horóscopo, que ruge debajo del catre, como el cachorro de una vaca de piedra, y la domesticidad inmortal del huaco de pinacoteca, que es un viejo dios emputecido, el tonto de palo santo, que aúlla en pelotas, en el estómago del astrónomo, del teósofo, del astrólogo, del alquimista y del curandero, o de la vieja ramera, ya cabrona, echando azufre sagrado sobre la comunidad sangrienta, desnuda y de rodillas, el brebaje clandestino y religioso, que la bruja se extrae de la vulva con la cuchara de un dolmen arcaico,
el hogar furioso del falsificador de monedas, del jefe de tribu gitana, del hipnotizador y del capitán de asesinos, con su arboleda de puñales y ladrones, sin taparrabo, a la impiedad de la noche tremenda, el acordeón azul y feliz del anormal, que apuñalea con las ideas, el alcohol de terror y clamor inmortal, y la luna partida del esquizofrénico, que

está con la horrenda cabeza abierta, gritando, el perro cerdo del neurótico, el asno chancho del histérico, con los demonios cohabitando,

el íncubo del místico, que posee una gran cadena de corcho, con la cual amarra de la jeta de la lengua a los súcubos, para que no se copulen al ArzobispodeAlejandría, los piojos divinos y enfurecidos de la santa, preñada por el sapo gordo y coco del convento,

la oblicuidad permanente del invertido, y el atardecer que le llamea el culo, como cuando la empleada está secando los platos de loza, (masturbadores-homosexuales, tirando los carros de dios sobre la historia, santos, héroes, genios, delirantes -paranoicos-anormales- héroes, hirviendo en sangre, mugrientos, y en divinidad , y mierda santa crucificados), el espejo negro del infierno, medio a medio del medio a medio del siglo once,

rugiendo los milenios, el silbido de alucinación de la cobra sagrada y el maricón divino de Ceylán, y los triángulos trágicos del mexicano , los círculos del boliviano, la llamarada blanco y negro del araucano amarillo, el hierático, el caliente, el dramático hipo de cópula de «La Pantera Siria», la atracción trascendental del precipicio, que comienza en lo infinito y termina

en los ojos de los muertos anónimos, la botella y la baraja, horadando la noche capada,
el escorpión de los adúlteros, que es el animal de las letrinas y los pantanos y las lagunas desamparadas, y tiene un ojo en un pecho, que parece tubo o gusano, la cara maldita del gran poeta, que escupe sol y naranjas maduras, la universalidad del crimen del astro del triste atardecer, en el que se ahorcó el último de los leones, y el culto de los prepucios, la gran copa hinchada de sangre, el degüello del Cordero en el Sacrificio de la Santa Misa, el índice de la viuda tremenda, cuyos pechos son como sembrados de balas, la polilla de las verijas del Espíritu Santo, cuando más santo más parecido a una bacinica o una poesía, o a un dios-sol asesino, arando los escombros de lo arcaico,

los pingajos de los retratos de los antepasados, eructando sus comistrajos sentimentales,

la antigua voz de los caballos, asesinados por el Arcángel de las inmensas
batallas, y el animal esotérico de las iglesias, la canción trizada y maldita de los masturbadores sagrados, la ojera neutra de la pollera del sodomita, y el culebrón de alcanfor negro del

pederasta, investigando lo absoluto, y la unidad, en sus traseros, las cinco ciudades, llorando las cinco mujeres, violadas por setenta degenerados, los moluscos petrificados y viciosos, amándose a tres millones de años de la

existencia, entre olor de siglos y mundos que se desgancharon, anocheciendo, la risa sombría de la silla, y el espectro de cerebro, que se sienta en ella,

todo lo macabro, que contiene el pellejo tenebroso del brasero tremendo, sobre

el petate de las abuelas, frente al águila de plata, la fijación patética del coleccionista de alpargatas o de cabelleras de soldado, la joroba, la sal maldita, la sotana, los pergaminos y los crucifijos apolillados

de las viejas prostitutas muertas y los idiotas, la droga de la meica peluda y el gallo negro del Esculapio de Sócrates, el espanto del marrano del Carnaval y los sábados, asesinados, entre dos

palos quebrados, en cruz, por un gusano, la baba trágica del iluminado, que descubre lo divino en la epilepsia, buscando el uno del uno,

el tic funeral de los gallos de los pueblos absurdos, cuando braman, a mediano che, que se están ahogando en la eternidad, y están desnudos y podridos en el fondo de las épocas, el vestón del abogado, el bastón del presidiario, los dos con ojo vaciados y horrorizados,

la ollita en donde, eternamente, come el muerto de las razas primarias, y cuya gran figura va a recordar un dios con los testículos hinchados de sagrado vino, y el pene hirviente, como la ostra de la diosa, a todo lo alto y lo ancho de la divinidad, enarbolado, entre sahumerios y cocimientos, el terror-horror con que aúlla el ensangrentado altar-totem-tabú del druida, al cual consuela la mar sagrada y humana de adentro del sepulcro que llora, el alarido de la edad sin edad de la humanidad, en todos los peldaños, que cubre el traje de cocodrilo, de adivinador, de mamarracho, de sepulturero sacerdotal del gran artista y, adentro del cual hay una paloma, debajo de un chacal, que tiene catorce leguas en contorno, y aulla, como un tiburón internacional, sacándole la lengua a una marrana de oro, lo obscuro, lo enigmático, lo absurdo, raíz de lo lógico, ser terrible del sei pensante, que, desde el origen, viene con la cabeza desenvainada, gritando así, en la Santísima Trinidad, tremendamente sangrienta y arcaica, como en el triángulo mágico ile la Masonería, atorado por los

Clísanos sagrados,

nos escupe, nos aterra, nos inhibe, acorralándonos, acuchillándonos, solos, a una
velocidad roja, como de imagen tremendamente ahorcada, precipitándonos, entre nuestros propios huesos, de aterrado caballo enganchado a un sepulcro, que corre y corre y corre y corre y corre hacia y contra la suciedad iluminada, en la cual naufraga la existencia humana.

La triste camisa del siútico, en la cual vuela una gran botella negra, y el piojo ilegal del onomástico, con un vals de casa de huéspedes y un compadre en la barba, y el sable terrible del General jubilado, que apunta a un pantalón zurcido, las románticas heráldicas, meadas por las tremendas tempestades antiguas, los Gómez, los González, los Pérez, los Díaz, en aquellos coches arrastrados por

abogados de aldea, el bastón del horror de los trescientos acompañamientos locales.

Sí, desde el vientre de la violeta de barrio, aúlla un chacal muerto, la desaparición de todas las cosas, y todos nos cubrimos de coronas usadas, de leones de museo y oleografía, pues es el instante en que a la muchacha con la cual nos casamos le sale tiempo

del pelo...

Adiós, el cielo negro, yerto y fenomenal, cúbrese de cadáveres relampagueantes,

y el gran fantasma golpea las puertas abiertas de los sepulcros,

con un palo de polvo a cuya cabeza ruge un escorpión decapitado, y arriba,

en lo alto del pasado y el porvenir, se derrumba

un pétalo de eternidad, desenganchando toda la montaña de los siglos

Sancho Rojas, Capitán del Sur...

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