miércoles, agosto 17, 2011

EL CANTO DE AMOR DE J. ALFRED PRUFROCK por T.S. ELIOT



Vámonos, pues, tú y yo,
cuando el atardecer se tiende sobre el cielo como un paciente anestesiado sobre una mesa; vámonos por algunas medio desiertas cal es, cuchicheantes retiros
de inquietas noches en hoteluchos de una noche, y restaurantes de aserrín con conchas de ostras: calles que se prolongan como disputas fastidiosas de intención insidiosa
que te van conduciendo hasta alguna pregunta aplastante. .
Oh, no preguntes “¿Cuál?”
Vamos a hacer nuestra visita.
En el cuarto, las mujeres van y vienen
hablando de Miguel Ángel.
La neblina amarilla que se restriega el lomo contra el cristal de las ventanas,
la neblina amarilla que se frota el hocico contra el cristal de las ventanas,
pasó la lengua por los rincones de la tarde, paró en los charcos que quedan en los desagües, se echó en la espalda el hollín que cae de las chimeneas, resbaló en la terraza, dio un repentino salto, y viendo que era una suave noche de octubre, se enroscó alrededor de la casa y se quedó dormida.
Y, en verdad, ya habrá tiempo
para el humo amarillo que se desliza por la calle restregándose el lomo contra el cristal de las ventanas.
Ya habrá tiempo, ya habrá tiempo
para alistar una cara que dar a las caras que encuentres; ya habrá tiempo para asesinar y para crear, y tiempo para todos los trabajos y los días de las manos que alzan y botan una pregunta sobre tu plato; tiempo para ti y tiempo para mí,
y tiempo todavía para cien indecisiones,
y cien visiones y revisiones
antes de que se tome té y tostada.
En el cuarto, las mujeres van y vienen
hablando de Miguel Ángel.
Y, en verdad, ya habrá tiempo
para pensar “¿Me atrevo?” y “¿Me atrevo?”
Tiempo para volverse y bajar la escalera
con un círculo calvo en medio de mi pelo.
(Dirán: “¡Qué escaso tiene el pelo!”)
Mi saco matinal, mi cuello alzado con firmeza hacia la barba,
mi corbata rica y modesta, pero sujeta con sencillo alfiler.
(Dirán: “¡Qué flacos tiene los brazos y las piernas!”)
¿Me atrevo
a perturbar el Universo?
En un minuto hay tiempo
para resoluciones y revisiones que otro minuto volteará al revés.
Porque ya todas las he conocido, todas las he conocido, he conocido las noches, mañanas, tardes,
he medido mi vida con cucharillas cafeteras; ya conozco las voces que mueren con un moribundo descenso
en la música que viene de algún cuarto más lejos.
¿Cómo podría, entonces, presumir?
Y ya he conocido los ojos, todos los he conocido, los ojos que te fijan en una sola fórmula,
y cuando estoy ya formulado, aleteando en mi alfiler, cuando estoy ya clavado y me retuerzo en la pared,
¿cómo, entonces, comenzar
a escupir las colillas de mis días y mis modos?
¿Y cómo, entonces, presumir?
Y ya he conocido los brazos, todos los he conocido, brazos con brazaletes, y blancos y desnudos.
(¡Pero, a la luz, desmerecidos por leve vello bruno!)
¿ Es el perfume de un vestido
lo que así me hace divagar?
Brazos que yacen sobre una mesa o que se envuelven en algún chal.
¿Debiera, entonces, presumir?
¿Y cómo, entonces, comenzar?
¿He de decir que he andado, anocheciendo, por angostas cal ejuelas,
y visto el humo que se eleva de las pipas de tipos solitarios que, en mangas de camisa, fuman en sus ventanas?
Yo debiera haber sido un par de ásperas zarpas escotil ando en pisos de silenciosos mares.
Y la tarde, la noche, ¡duerme tan apacible!
Por largos dedos alisada.
dormida. . cansada. . o perecea,
tendida sobre el suelo, aquí, junto a ti y yo.
¿Podría yo, después del té, los queques, los helados, tener la fuerza de forzar el momento hasta su crisis?
Pero por más que he llorado y ayunado llorado y orado, por más que he visto mi cabeza (ya un poco calva) traída sobre una bandeja,
no soy profeta, ni hay asunto mayor;
he visto mi momento de grandeza vacilar consumiéndose, y he visto el eterno Andarín jalarme el saco y, burlón, sonreírme,
y, en dos palabras, tuve miedo.
¿Y hubiera valido la pena, después de todo, después de las copas, la mermelada, el té, entre la porcelana, entre la charla entre tú y yo, haber cortado el asunto con los dientes sonriendo, haber exprimido el Universo hasta hacerlo una bola, y dejarlo rodar hasta alguna pregunta aplastante, y decir : “Yo soy Lázaro, resucitado de entre los muertos, vuelto a decírtelo todo, todo te lo diré”?, si una, acomodándose una almohada a la cabeza, dijera: “No era eso, ni mucho menos, lo que quería. No es eso, ¿no?”
¿Y hubiera valido la pena, después de todo, hubiera valido realmente la pena,
después de las puestas de sol, y las entradas con jardín, y cal es regadas;
después de las novelas, después de las tazas de té, después de las faldas que se arrastran por el piso y de eso y tanto más?
¡Es imposible decir precisamente lo que quiero decir!
Pero como si una linterna mágica proyectara los nervios
en calco sobre una pantalla:
hubiera valido la pena
si una, acomodándose una almohada o quitándose un mantón,
y dirigiéndose a la ventana, dijera:
“No es eso, no;
no era eso, ni mucho menos, lo que quería.”
¡No! Yo no soy el príncipe Hamlet, ni nací para serlo.
Soy un lord asistente, uno que sirve
para llenar un paso, iniciar una escena,
aconsejar al príncipe; sin duda, un fácil instrumento, deferente, contento de servir,
político, cauto y meticuloso;
lleno de mucho seso, pero un poquito obtuso; a veces, en verdad, casi ridículo;
casi, a veces, el necio.
Envejezco. . Envejezco. .
Tendré que andar con los fondil os arrugados.
¿Me haré el partido atrás? ¿Me atreveré a comerme algún durazno?
Usaré pantalones de franela y pasearé sobre la costa.
He oído a las sirenas cantar, la una a la otra.
No creo yo que a mí me cantarán.
Ya las vi cabalgar en las olas mar adentro, peinando los blancos cabel os de las olas sopladas para atrás,
cuando el soplo del viento bate el agua blanca y negra.
Nos hemos retardado en las cámaras marinas, junto a niñas de mar coronadas de algas rojas y algas pardas, hasta que voces humanas nos despiertan y nos ahogamos.

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