domingo, marzo 11, 2012

RUSIA Y EL VIRUS DE LA LIBERTAD por E. M. CIORAN



A veces pienso que todos los países deberían parecerse a Suiza, complacerse y hundirse,como ella, en la higiene, en la insipidez, en la idolatría de las leyes y el culto al hombre; por otra parte, sólo me interesan las naciones exentas de escrúpulos tanto enpensamientos como en actos, febriles e insaciables, siempre a punto de devorar a lasotras y de devorarse a sí mismas, pisoteando los valores contrarios a su ascenso y a suéxito, reacias a la sensatez, esa llaga de los pueblos viejos cansados de sí mismos y de todo, y como gustosos en su olor a moho.

También es inútil que deteste a los tiranos, pues no dejo de comprobar que constituyen la trama de la historia, y que sin ellos no sería posible concebir ni la idea ni la marcha de un imperio. Superiormente odiosos, de una bestialidad inspirada, los tiranos evocan al hombre llevado a sus extremos, la última exasperación de sus ignominias y de sus méritos. Iván el Terrible, por citar sólo a uno de los más fascinantes, agota los recovecos de la psicología. Igualmente complejo en su demencia y en su política, hizo de su reino y, hasta cierto punto, de su país, un modelo de pesadilla un prototipo de alucinación viva e inagotable, mezcla de Mongolia y de Bizancio, acumulando los defectos y las cualidades de un kan y de un basileo, monstruo de cóleras demoníacas y de sórdida melancolía, dividido entre el gusto por la sangre y el gusto por el arrepentimiento, con una jovialidad enriquecida y coronada por risas burlonas. Tenía la pasión del crimen, y todos, mientras
existimos, la experimentamos, ya sea atentando contra los otros o contra nosotros
mismos. Sólo que en nosotros permanece insatisfecha, de manera que nuestras obras,
cualesquiera que éstas sean provienen de nuestra incapacidad de matar o de matarnos.

No siempre estamos de acuerdo con esto, ya que desconocemos a propósito el
mecanismo íntimo de nuestras debilidades. Si los zares, o los emperadores romanos, me
obsesionan, es porque esas debilidades, veladas en nosotros, aparecen en ellos al
descubierto. Nos revelan, encarnan e ilustran nuestros secretos. Pienso en aquellos que, abocados a una grandiosa degeneración, se encarnizaban en sus parientes y, por miedo a ser amados, los enviaban al suplicio. Por muy poderosos que fueran, no obstante eran infelices, pues no se saciaban gracias al temblor ajeno. ¿Acaso no son la proyección del mal espíritu que nos habita y nos convence de que el ideal sería hacer el vacío a nuestro alrededor? Con tales pensamientos y tales instintos es como se forma un imperio, aunque también coopera en ello ese subsuelo de nuestra conciencia donde se ocultan nuestras más queridas taras.

La ambición de dominar el mundo, surgida de profundidades insospechadas, de un
impulso original, sólo aparece en ciertos individuos y en ciertas épocas, sin relación directa con la calidad de la nación en donde se manifiesta: entre Napoleón y Gengis Kan la diferencia es menor que entre el primero y cualquier político francés de las repúblicas sucesivas. Pero esas profundidades y ese impulso pueden secarse, agotarse.

Carlomagno, Federico II de Hohenstaufen, Carlos V, Bonaparte, Hitler, tuvieron la
tentación, cada uno a su manera, de realizar la idea del imperio universal: fracasaron, con más o menos fortuna. Occidente, donde esa idea no suscita ya más que ironía o malestar, vive ahora en la vergüenza de sus conquistas; pero, curiosamente, en el momento en que se repliega sobre sí mismo es cuando sus fórmulas triunfan y se
propagan; dirigidas contra su poder y su supremacía, encuentran eco fuera de sus
fronteras. Triunfa perdiéndose. Así triunfó Grecia en el dominio del espíritu, cuando dejó de ser una potencia, e incluso una nación; saquearon su filosofa y sus artes, aseguraron el éxito a sus producciones, pero no asimilaron sus talentos. De la misma manera se le tomará todo a Occidente, salvo su genio. La fecundidad de una civilización estriba en la
facultad que tenga para incitar a las otras a que la imiten; en cuanto termina de
deslumbrarlas, se reduce a un conjunto de desechos y de vestigios.
Cuando la idea de imperio abandonó esta parte del mundo, encontró su clima ideal en
Rusia donde, por otra parte, siempre existió, singularmente en el plano espiritual.
Después de la caída de Bizancio, Moscú se convirtió, para la conciencia ortodoxa, en la
tercera Roma, en la heredera del «verdadero» cristianismo, de la verdadera fe. Primer
despertar mesiánico. Para conocer un segundo despertar le hacía falta esperar hasta
nuestros días; pero esta vez se lo debe a la dimisión de Occidente. En el siglo XV
aprovechó un vacío religioso; así, hoy aprovecha un vacío político. Dos grandes ocasiones para hacerse cargo de sus responsabilidades históricas.

Cuando Mohamed II sitió Constantinopla, la cristiandad, dividida como de costumbre y,
además, feliz de haber perdido el recuerdo de las cruzadas, se abstuvo de intervenir. Los sitiados concibieron primero una irritación que, ante la inminencia del desastre, se tornóestupor. Oscilando entre el pánico y una satisfacción secreta, el papa p rometió auxilio, pero lo envió demasiado tarde: ¿para qué apresurarse a causa de unos «cismáticos»? E1 «cisma», no obstante, iba a adquirir fuerza en otra parte. ¿Roma anteponía Moscú a Bizancio? Siempre es preferible un enemigo lejano a uno cercano. Así, en nuestros días, los anglosajones prefirieron, en Europa, la preponderancia rusa a la preponderancia alemana. Y es que Alemania se encontraba demasiado cerca.
Las pretensiones de Rusia de pasar de la primacía vaga a la hegemonía caracterizada
tienen un fundamento. ¿Qué hubiera ocurrido con el mundo occidental si Rusia no
hubiese detenido y absorbido la invasión mongólica? Durante más de dos siglos de
humillaciones y de esclavitud fue excluida de la historia, mientras que en el Oeste las naciones se daban el lujo de destrozarse mutuamente. Si Rusia hubiese estado en
condiciones de desarrollarse sin obstáculos, se hubiera convertido en una potencia de
primer orden desde principios de la era moderna; lo que ahora es, lo hubiese sido en los siglos XVI y XVII. ¿Y Occidente? Quizás hoy sería ortodoxo, y, en Roma, en lugar de la Santa Sede, se pavonearía el Santo Sínodo. Pero los rusos pueden recobrarse. Si, como todo parece presagiarlo, llevan a cabo sus designios, es posible que le den su merecido al Santo Pontífice. Ya sea en nombre del marxismo o de la ortodoxia, los rusos están llamados a arruinar la autoridad y el prestigio de la Iglesia, cuyos objetivos no podrían tolerar sin renunciar al meollo de su misión y de su programa.

Bajo los zares, al identificarla con un instrumento del Anticristo, rezaban contra ella; hoy en día,considerada como un agente satánico de la Reacción, la abruman con invectivas algo más eficaces que sus antiguos anatemas; pronto la hundirán con todo su poder, con toda su fuerza. Y hasta es posible que la desaparición del último sucesor de san Pedro quede, en nuestro siglo, como una curiosidad y a modo de frívolo apocalipsis.

Al divinizar la historia para desacreditar a Dios, el marxismo sólo ha conseguido volver a Dios más extraño y más obsesionante. Todo se puede sofocar en el hombre, salvo la necesidad de absoluto, que sobrevivirá a la destrucción de los templos, e incluso a la desaparición de la religión sobre la tierra. Y como el fondo del pueblo ruso es religioso, este fondo tomará inevitablemente su revancha. Razones de orden histórico contribuirán en gran medida a ello.

Al adoptar la ortodoxia, Rusia manifestó su deseo de separarse de Occidente; era su
manera de definirse desde el principio. Nunca, fuera de los medios aristocráticos, se dejó seducir por los misioneros católicos, los jesuitas por ejemplo. Un cisma no expresa tanto divergencias de doctrina como de voluntad de afirmación étnica: trasluce menos una controversia abstracta que un reflejo nacional. No fue la ridícula cuestión del filioque lo que dividió a la Iglesia: Bizancio quería su autonomía total, y con mayor razón Moscú.

Cismas y herejías son nacionalismos disfrazados. Pero mientras que la Reforma tomó
solamente el aspecto de una disputa familiar, de un escándalo en el seno de Occidente, el particularismo ortodoxo, al afectar un carácter más profundo, iba a marcar una división en el mismo mundo occidental. Rechazando el catolicismo Rusia retardaba su evolución, perdía una oportunidad capital de civilizarse rápidamente, y ganaba, a la vez, sustancia y unidad: su estancamiento la haría diferente, otra, y a ello aspiraba, presintiendo, sin duda, que Occidente lamentaría un día la ventaja que le llevaba.

Mientras más fuerte se haga, más conciencia adquirirá de sus raíces, de las que, en
cierta forma, el marxismo la habrá alejado; después de una cura forzada de
universalismo, se rusificará de nuevo en provecho de la ortodoxia. Además, habrá
marcado de tal manera al marxismo, que éste se hallará esclavizado. Cualquier pueblo de envergadura que adopta una ideología extraña a sus tradiciones, la asimila y la
desnaturaliza, la inclina en el sentido de su destino nacional, la falsea a su favor hasta tornarla indiscernible de su propio genio. Posee una óptica propia necesariamente deformante, un defecto de visión que, lejos de desconcertarlo, lo halaga y estimula. Las verdades de las que se envanece, por muy desprovistas de valor objetivo que estén, no son menos vivas, y producen, como tales, ese género de errores que conforman la diversidad del paisaje histórico, entendiéndose bien que el historiador, escéptico por oficio, temperamento y opción, se sitúa de lleno fuera de la Verdad.

Mientras que los pueblos occidentales se desgastaban en su lucha por la libertad, y, más aún, en la libertad adquirida (nada desgasta tanto como la posesión o el abuso de la libertad), el pueblo ruso sufría sin desgastarse dentro de la historia, y como fue eliminado de ella, tuvo por fuerza que sufrir los infalibles sistemas de despotismo que le infligieron:
existencia oscura, vegetativa, que le permitió fortalecerse, acrecentar su energía,
acumular reservas y sacar de su esclavitud el máximo provecho biológico. Le ayudó la
ortodoxia popular, admirablemente articulada para mantenerlo fuera de los
acontecimientos, contrariamente a la ortodoxia oficial, que orientó el poder hacia
objetivos imperialistas. Doble cara de la Iglesia ortodoxa: por una parte trabajaba en el adormecimiento de las masas; por otra, auxiliar de los zares, despertaba en ellos la ambición y hacía posible inmensas conquistas en el nombre de una población pasiva.

Dichosa pasividad que aseguró a los rusos su predominio actual, fruto de su retraso
histórico. Favorables u hostiles, todas las empresas de Europa giran alrededor de ellos, y, al situarlos en el centro de sus intereses y de sus ansiedades, reconocen su dominio virtual. He ahí realizado, casi, uno de sus más antiguos sueños. El que lo hayan logrado bajo los auspicios de una ideología de origen extranjero agrega un suplemento paradójico y picante a su éxito. Lo que en definitiva importa, es que el régimen sea ruso y que esté enteramente dentro de las tradiciones del país. ¿Acaso no es revelador que la Revolución, salida en línea directa de las teorías occidentalistas, se haya orientado cada vez más hacia las ideas de los eslavófilos? Por otra parte, un pueblo no representa tanto una suma de ideas y de teorías como de obsesiones: las de los rusos, de cualquier parte que sean,
aunque no siempre son idénticas, guardan un parentesco. Tchadaev, que no encontraba
ningún mérito a su nación, o Gogol, que la escarneció sin piedad, estaban tan ligados a ella como Dostoievski. El más arrebatado de los nihilistas, Netchaiev, estaba tan
obsesionado por ella como Pobiedenestsev, violento reaccionario procurador del Santo
Sínodo. Sólo esta obsesión cuenta. Lo demás es pose.

Para que Rusia se ajustara a un régimen liberal, tendría que debilitarse
considerablemente, que extenuar su vigor, más aún: tendría que perder su carácter
específico y desnacionalizarse en profundidad. ¿Cómo lo conseguiría con sus recursos
interiores intactos y sus miles de años de autocracia? Y aun suponiendo que lo
consiguiera de golpe, se dislocaría de inmediato. Más de una nación, para conservarse y expandirse, tiene necesidad de una cierta dosis de terror. Incluso Francia sólo pudo enrolarse en la democracia a partir del momento en que sus resortes empezaron a
aflojarse, y en el que, no teniendo ya como objetivo la hegemonía, se aprestaba a
tornarse respetable y sensata. El primer Imperio fue su última locura. Después, abierta a la libertad, habría de asumirla dolorosamente a través de numerosas convulsiones, contrariamente a Inglaterra, que, ejemplo desalentador, se había habituado a ella desde hacía tiempo, sin roces ni peligros, gracias al conformismo y a la esclarecida estupidez de sus habitantes (no ha producido, que yo sepa, ningún anarquista).

A la larga, el tiempo favorece a las naciones encadenadas que, acumulando fuerzas e
ilusiones, viven en el futuro, en la esperanza; pero en libertad, ¿qué se puede esperar?, ¿o en el régimen que la encarna, hecho de disipación, de quietud y de ablandamiento? La democracia, maravilla que no tiene ya nada que ofrecer, es, a la vez, el paraíso y la tumba de un pueblo. La vida sólo tiene sentido gracias a la democracia, pero a la democracia le falta vida... Dicha inmediata, desastre inminente inconsistencia de un régimen al que no se adhiere uno sin enredarse en un dilema torturante.

Mejor provista, afortunadamente de manera distinta, Rusia no tiene por qué plantearse
estos problemas, ya que el poder absoluto es para ella, como ya señalaba Karamzine, «el fundamento mismo de su ser». Aspirar siempre a la libertad sin alcanzarla jamás, ¿acaso no es ésa su gran superioridad sobre el mundo occidental que, ay, ya la consiguió desde hace tiempo? No tiene, por otra parte, ninguna vergüenza de su imperio; por el contrario, sólo piensa en extenderlo. ¿Quién mejor que ella se apresuró a beneficiarse de las adquisiciones de los otros pueblos? La obra de Pedro el Grande, e inclusive la de la Revolución, forman parte de un parasitismo genial. Hasta los horrores del yugo tártaro soportó ingeniosamente.

Si al confinarse en un aislamiento calculado Rusia supo imitar a Occidente, también supo hacerse admirar y seducir los espíritus. Los enciclopedistas se encapricharon con las empresas de Pedro y de Catalina, igual que los herederos del Siglo de las Luces -hablo de los hombres de izquierda- habrían de encapricharse con las de Lenin y Stalin. Este fenómeno aboga en favor de Rusia, pero no en favor de los occidentales, quienes, complicados y asolados en la medida de sus deseos, y buscando el «progreso» en otra parte, fuera de sí mismos y de sus creaciones, se encuentran hoy paradójicamente más cerca de los personajes de Dostoievski que los propios rusos. Aunque cabe aclarar que de esos personajes sólo evocan el aspecto desfalleciente, pues no tienen ni sus extravagancias feroces ni su ira viril: son «poseídos» débiles a fuerza de raciocinios y de escrúpulos, roídos por remordimientos sutiles, por mil cuestionamientos, mártires de la duda, deslumbrados y anulados por sus perplejidades.

Cada civilización cree que su modo de vivir es el único bueno y el único concebible, y que tiene el deber de convertir al mundo a ese modo de vivir, o infligírselo; equivale, para ella, a una soteriología expresa o disfrazada; se trata, de hecho, de un imperialismo elegante que deja de serlo en cuanto va acompañado de la aventura militar. Un imperio no se funda únicamente por capricho. Sometemos a los otros para que nos imiten, para que tomen por modelo nuestras creencias y nuestros hábitos; viene después el imperativo perverso de hacerlos esclavos para contemplar en ellos el esbozo halagador o caricaturesco de uno mismo. Estoy de acuerdo en que existe una jerarquía cualitativa de imperios: los mongoles y los romanos no subyugaron a los pueblos por las mismas razones, y sus conquistas no tuvieron el mismo resultado. No obstante, ambos fueron igualmente expertos al hacer perecer al adversario reduciéndolo a su imagen y semejanza.

Ahora bien, ya sea que las haya provocado o padecido, Rusia no se ha contentado nunca
con desgracias mediocres. Lo mismo ocurrirá en un futuro. Se dejará caer sobre Europa
por fatalidad física, por el automatismo de su masa, por su superabundante y mórbida
vitalidad, tan propicia a la generación de un imperio (en el cual se materializa siempre la megalomanía de una nación), por esa salud tan suya, llena de imprevistos, de horror y de enigmas, destinada al servicio de una idea mesiánica, rudimento y prefiguración de conquistas. Cuando los eslavófilos sostenían que Rusia debía salvar al mundo, empleaban un eufemismo: no se lo salva sin dominarlo. Por lo que respecta a una nación, ésta encuentra su principio de vida en sí misma o en ninguna parte: ¿cómo podría ser salvada por otra? Rusia ha pensado siempre -al secularizar la lengua y la concepción de los eslavófilos- que le incumbe asegurar la salvación del mundo, la de Occidente en primer lugar, frente al cual, por otra parte, nunca ha experimentado un sentimiento claro, sino atracción o repulsión, celos (mezcla de culto secreto y de aversión ostensible) inspirados por el espectáculo de una podredumbre tan envidiable como peligrosa, cuyo contacto hay que buscar, pero mejor aún evitar.

Reacia a definirse y a aceptar límites, cultivando el equívoco en política, en moral y, lo que es más grave, en geografía, sin ninguna de las ingenuidades inherentes a los «civilizados», que se han vuelto opacos a lo real a causa de los excesos de una tradición racionalista, Rusia, sutil tanto por intuición como por experiencia secular del disimulo, quizás históricamente hablando sea un niño, pero de ninguna manera lo es psicológicamente. De ahí su complejidad de adulto con instintos jóvenes y viejos
secretos; de ahí también las contradicciones, llevadas hasta lo grotesco, de sus actitudes.

Cuando se le ocurre profundizar (y lo consigue sin esfuerzo), desfigura el menor hecho, la mínima idea. Se diría que tiene la manía de la gesticulación monumental. Todo es vertiginoso, horrible e inasible en la historia de sus ideas, revolucionarias o de cualquier índole. Es todavía un incorregible aficionado a las utopías; ahora bien, la utopía es lo grotesco en rosa, la necesidad de asociar la felicidad, es decir lo inverosímil, al devenir, y de llevar una visión optimista, aérea, hasta el límite en que se una a su punto de partida: el cinismo que pretendía combatir. En suma, un cuento de hadas monstruoso.

Que Rusia sea capaz de realizar su sueño de un imperio universal, es una eventualidad, pero no una certeza; por el contrario, es obvio que puede conquistar y anexionarse toda Europa, e incluso que lo hará, aunque sólo sea para tranquilizar al resto del mundo... Se satisface con tan poco. ¿Y acaso no es ésa una prueba de modestia, de moderación?: ¡un pedacito de continente! En la espera, lo contempla con el mismo ojo con que los mongoles contemplaron a China y los turcos a Bizancio, con la diferencia, no obstante, de que ya ha asimilado un buen número de valores occidentales, mientras que las hordas tártaras y otomanas no tenían sobre su futura presa más que una superioridad material.

Es sin duda lamentable que Rusia no haya pasado por el Renacimiento: todas sus
desigualdades vienen de ahí. Pero con su capacidad para quemar etapas será, dentro de
un siglo, o menos, tan refinada y vulnerable como lo es Occidente, quien ha alcanzado un nivel de civilización que sólo se sobrepasa descendiendo. Ambición suprema de la
historia: registrar las variaciones de ese nivel. El de Rusia, inferior al de Europa, sólo puede elevarse, y ella con él, o sea que está condenada a la ascensión. Sin embargo, ¿no se arriesga, a fuerza de subir, desbocada como está, a perder el equilibrio, a estallar y a arruinarse? Con sus almas modeladas en las sectas y en las estepas, da una singular impresión de espacio y de encierro, de inmensidad y de sofoco, de norte, en suma; pero de un norte especial, irreductible a nuestros análisis, marcado por un sueño y una esperanza que hacen temblar, por una noche rica en explosiones, por una aurora de la que se guardará memoria. Nada de la transparencia ni de la gratuidad mediterránea en esos hiperbóreos cuyo pasado y presente parecen pertenecer a una duración distinta a la nuestra. Ante la fragilidad y el renombre de Occidente experimentan un malestar, consecuencia de su tardío despertar y de su vigor desocupado: es el complejo de inferioridad del fuerte... Lo vencerán, lo superarán. El único punto luminoso en nuestro futuro es su secreta y crispada nostalgia por un mundo delicado, de encantos disolventes.

Si acceden a él (así se presenta el evidente sentido de su destino), se civilizarán a
expensas de sus instintos, y, perspectiva regocijante, conocerán también el virus de la libertad.

Mientras más se humaniza un imperio, más se desarrollan en él las contradicciones que
lo harán perecer. De actitudes heteróclitas, de estructura heterogénea (al contrario de una nación, realidad orgánica), el imperio necesita para subsistir del principio cohesivo del terror. ¿Que se abre a la tolerancia?: destruirá entonces su unidad y su fuerza, y tal tolerancia actuará como un veneno mortal que él mismo se habrá administrado. Y es que la tolerancia no es únicamente el pseudónimo de la libertad, sino también el del espíritu; y el espíritu, más nefasto aún para los imperios que para los individuos, los corroe, compromete su solidez y acelera su desmoronamiento. También constituye el instrumento que una providencia irónica emplea para golpearlos.

Si nos entretuviéramos, a pesar de lo arbitrario de la tentativa, estableciendo en Europa zonas de vitalidad, comprobaríamos que mientras más nos acercamos al Este, más se agudiza el instinto, y que decrece a medida que nos dirigimos hacia el Oeste. Los rusos no tienen la exclusividad del instinto, aunque las demás naciones que lo poseen
pertenecen, en grados diversos, a la esfera de la influencia soviética. Esas naciones no han dicho aún su última palabra; algunas, como Polonia o Hungría, tuvieron en la historia un papel nada deleznable; otras, como Yugoslavia, Bulgaria y Rumania, habiendo vivido en la sombra, no conocieron más que sobresaltos sin mañana. Pero cualquiera que haya sido su pasado, e independientemente de su nivel de civilización, todas disponen aún de un fondo biológico que en vano buscaríamos en Occidente.

Maltratadas, desheredadas, precipitadas a un martirio anónimo, descuartizadas entre el desamparo y la sedición, quizá conocerán en el futuro una compensación a tantos infortunios, humillaciones e incluso cobardías. El grado de instinto no se aprecia desde el exterior; para medir su intensidad hay que haber recorrido o adivinado esos países, los únicos en el mundo en creer todavía, en su bella ceguera, en los destinos de Occidente. Imaginemos ahora nuestro continente incorporado al imperio ruso, imaginemos después a este imperio, demasiado vasto, debilitándose y desmembrándose con, como corolario, la emancipación de los pueblos: ¿quiénes de entre ellos tomarán la delantera y aportarán a Europa ese incremento de impaciencia y de fuerza sin el cua1 una irremediable parálisis la acecha?

No sabría dudar: son los países que he mencionado. Dada la reputación que tienen, mi
afirmación parece risible. Europa central pase, me dirán, pero, ¿y los Balcanes? No quiero defenderlos, pero tampoco quiero callar sus méritos. Ese gusto por la devastación, por el desorden interior, por un universo semejante a un burdel en llamas, esa perspectiva sardónica sobre cataclismos fracasados o inminentes, esa acritud, ese ocio de insomnes o de asesinos, ¿acaso no son una rica y pesada herencia que beneficia a sus poseedores? Y como además adolecen de un «alma», prueban, por lo mismo, que conservan un resto de salvajismo. Insolentes y desolados, quisieran revolcarse en la gloria cuyo apetito es inseparable de la voluntad de afirmación y de hundimiento, de la propensión hacia un rápido crepúsculo. Si sus palabras son virulentas, sus acentos inhumanos y a veces innobles, es porque mil razones los empujan a vociferar más alto que esos civilizados que han agotado sus gritos. Únicos «primitivos» en Europa, le darán quizás un nuevo impulso; impulso que Europa considerará su última humillación. Y, no obstante, si el sureste fuera sólo horror, ¿por qué cuando uno lo abandona y se encamina hacia esta parte del mundo, se siente como si cayera -admirablemente por cierto- en el vacío?

La vida profunda, la existencia secreta de los pueblos que, teniendo la inmensa ventaja de haber sido hasta ahora relegados por la historia, pudieron capitalizar sueños, esa existencia escondida, abocada a las desdichas de una resurrección, comienza más allá de Viena, extremidad geográfica del doblegamiento occidental. Austria, cuyo desgaste se acerca al límite del símbolo o de lo cómico, prefigura el destino de Alemania. No más desvíos de envergadura entre los germanos, ni más misión ni frenesí, nada que los haga atractivos u odiosos. Bárbaros predestinados, destruyeron el Imperio romano para que Europa pudiera nacer; ellos la hicieron, a ellos les correspondía deshacerla; junto a ellos se tambalea y sufre el rebote de su agotamiento. El dinamismo que aún les queda, ya no posee lo que esconde o justifica toda energía. Abocados a la insignificancia, helvetas en ciernes, fuera para siempre de su habitual desmesura, reducidos a rumiar sus virtudes degradadas y sus vicios disminuidos, con el recurso, como única esperanza, de ser una tribu cualquiera, los germanos son indignos del temor que aún puedan inspirar: creer en ellos o tenerles miedo es hacerles un honor que de ninguna manera merecen. Su fracaso fue providencial para Rusia. De haber tenido éxito, Rusia hubiera sido alejada de sus miras por lo menos un siglo más. Y no podían triunfar pues alcanzaron la cima de su poderío material en el momento en que no tenían nada que proponernos, cuando eran
fuertes, y estaban vacíos. La hora ya había sonado para los otros. «¿Acaso no son los
eslavos antiguos germanos, en relación al mundo que se va?», se preguntaba Herzen
hacia mediados del siglo pasado, el más clarividente y el más desgarrado de los liberales rusos espíritu de interrogantes proféticos, hastiado de su país, decepcionado de Occidente, tan inepto para instalarse en una patria como en un problema, aunque le gustara especular sobre la vida de los pueblos, materia vaga e inagotable, pasatiempo de emigrados. Los pueblos, no obstante, según otro ruso, Soloviev, no son lo que imaginan ser, sino lo que Dios piensa de ellos en la eternidad. Ignoro las opiniones de Dios sobre germanos y eslavos; sin embargo, sé que favoreció a estos últimos, y que es tan inútil felicitarlo como condenarlo.

Hoy está zanjada la pregunta que tantos rusos se planteaban en el siglo pasado sobre su país: «¿Ese coloso ha sido creado para nada?». El coloso tiene un sentido, ¡y qué sentido! Un mapa ideológico revelaría que se extiende más allá de sus límites, que establece sus fronteras donde le viene bien, donde le da la gana, y que su presencia evoca por todas partes, no tanto la idea de una crisis como la de una epidemia, saludable a veces, nociva a menudo, fulgurante siempre.

El Imperio romano fue obra de una ciudad; Inglaterra fundó el suyo para remediar lo
exiguo de su isla; Alemania intentó levantar uno para no ahogarse en un territorio
superpoblado. Fenómeno sin paralelo, Rusia iba a justificar sus designios de expansión en nombre de su inmenso espacio. «Desde el momento en que tengo suficiente, ¿por qué no tener demasiado?», ésa es la paradoja implícita en sus proclamas y en sus silencios. Al convertir lo infinito en categoría política, iba a trastornar el concepto clásico y los marcos tradicionales del imperialismo, y a suscitar a través del mundo una esperanza demasiado grande como para que no degenerara en confusión.

Con sus diez siglos de terrores, de tinieblas y de promesas, era más apta que cualquier otra nación para compaginar con la faceta nocturna del momento histórico que atravesamos. El apocalipsis le sienta de maravilla, está habituada a él y le gusta, se ejercita en él hoy más que nunca, ya que ha cambiado visiblemente de ritmo. «¿Haciadónde te apresuras de esa manera, oh Rusia?», se preguntaba ya Gogol, que había percibido el frenesí que se escondía bajo su aparente inmovilidad. Hoy sabemos hacia dónde corre, sabemos sobre todo que, a imagen de las naciones con destino imperial, está más impaciente por resolver los problemas ajenos que los suyos propios. Es decir que nuestra carrera en el tiempo depende de lo que decidirá o llevará a cabo: tiene entre sus manos nuestro porvenir... Afortunadamente para nosotros, el tiempo no agota nuestra sustancia. Lo indestructible, lo que se encuentra más allá, es concebible: ¿en nosotros?, ¿fuera de nosotros? ¿Cómo saberlo?

En el punto en que las cosas se encuentran sólo merecen interés las cuestiones de estrategia de metafísica, aquellas que nos limitan a la historia y las que nos apartan de ella: la actualidad y el absoluto, los periódicos y los Evangelios... Vislumbro el día en que ya sólo leeremos cables telegráficos y plegarias. Hecho sobresaliente: mientras más nos absorbe lo inmediato, más sentimos
necesidad de llevarle la contra, de forma que, en el interior del mismo instante, vivimos dentro y fuera del mundo. De la misma manera, ante el desfile de los imperios, no nos queda más que buscar un término medio entre la mueca y la serenidad.



1957

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