lunes, octubre 08, 2012

CANTO PRIMERO por ISIDORE DUCASSE CONDE DE LAUTREAMONT



RUEGO al cielo que el lector, animado y momentáneamente tan feroz como lo que lee,
encuentre, sin desorientarse, su camino abrupto y salvaje, a través de las desoladas ciénagas de
estas páginas sombrías y llenas de veneno, pues, a no ser que aporte a su lectura una lógica
rigurosa y una tensión espiritual semejante al menos a su desconfianza, las emanaciones
mortales de este libro impregnarán su alma lo mismo que hace el agua con el azúcar. No es
bueno que todo el mundo lea las páginas que van a seguir; sólo algunos podrán saborear este
fruto amargo sin peligro. En consecuencia, alma tímida, antes de que penetres más en semejantes
landas inexploradas, dirige tus pasos hacia atrás y no hacia adelante, de igual manera
que los ojos de un hijo se apartan respetuosamente de la augusta contemplación del rostro
materno; o, mejor, como durante el invierno, en la lejanía, un ángulo de grullas friolentas y
meditabundas vuela velozmente a través del silencio, con todas las velas desplegadas, hacia un
punto determinado del horizonte, de donde, súbitamente, parte un viento extraño y poderoso,
precursor de la tempestad. La grulla más vieja, formando ella sola la vanguardia, al ver esto
mueve la cabeza, y, consecuentemente, hace restallar también el pico, como una persona
razonable, que no es~á contenta (yo tampoco lo estaría en su lugar), mientras su viejo cuello
desprovisto de plumas, contemporáneo de tres generaciones de grullas, se agita en
ondulaciones coléricas que presagian la tormenta, cada vez más próxima. Después de haber
mirado numerosas veces, con sangre fría, a todos los lados, con ojos que encierran la
experiencia, prudentemente, la primera (pues ella tiene el privilegio de mostrar las plumas de
su cola a las otras grullas, inferiores en inteligencia), con su grito vigilante de melancólico
centinela que hace retroceder al enemigo común, gira con flexibilidad la punta de la figura
geométrica (es tal vez un triángulo, aunque no se vea el tercer lado, lo que forman en el
espacio esas curiosas aves de paso), sea a babor, sea a estribor, como un hábil capitán, y,
maniobrando con alas que no parecen mayores que las de un gorrión, porque no es necia, emprende
así otro camino más seguro y filosófico.
Lector, quizás desees que invoque al odio en el comienzo de esta obra. ¿Quién te dice que no
has de olfatear, sumergido en innumerables voluptuosidades, tanto como quieras, con tus
orgullosas narices, anchas y afiladas, volviéndote de vientre, semejante a un tiburón, en el aire
hermoso y negro, como si comprendieras la importancia de ese acto y la importancia no
menos de tu legitimo apetito, lenta y majestuosamente, las rojas emanaciones? Te aseguro que
los dos deformes agujeros de tu horroroso hocico, oh monstruo, se regocijarán, si te dispones
de antemano a respirar tres mil veces seguidas la conciencia maldita de lo Eterno. Tus narices,
desmesuradamente dilatadas por la inefable satisfacción, por el éxtasis inmóvil, no pedirán
otra cosa al espacio, embalsamado de perfumes e incienso, pues se colmarán de una dicha
completa, como los ángeles que habitan en la magnificencia y la paz de los gratos cielos.
En sólo unas líneas estableceré que Maldoror fue bueno durante los primeros años de su vida
y vivió dichoso; dicho está Luego se apercibió de que hábia nacido perverso: ¡ fatalidad
extraordinaria! Ocultó su carácter como pudo, durante un gran número de años, pero al final, a
causa de esa reconcentración que no le era natural, cada día la sangre le subía a la cabeza,
hasta que no pudiendo soportar más semejante vida, se arrojó resueltamente por la senda del
mal... ¡atmósfera dulce! ¿Quién lo hubiera dicho? Cuando besaba a un niño de rostro rosado
hubiera querido rebañarle las mejillas como con una navaja, y muy a menudo lo hubiera
hecho, si la Justicia, con su largo cortejo de castigos, no lo hubiera impedido cada vez. No era
mentiroso, confesaba la verdad, y se decía cruel. Humanos, ¿habéis oído? ¡ Se atreve a
repetirlo con esta pluma que tiembla! Asi, pues, existe un poder más fuerte que la voluntad...
¡Maldición! ¿Querría la piedra sustraerse a las leyes dela gravedad? Imposible. Imposible, si
el mal quisiera conjugarse con el bien. Es lo que yo decía más arriba.
Aquí hay quienes escriben para conseguir los aplausos de los hombres, por medio de nobles
cualidades del corazón que la imaginación inventa o que ellos puedan tener. ¡ Yo hago servir
mi genio para pintar las delicias de la crueldad! Delicias no pasajeras ni artificiales, sino que,
al comenzar con el hombre, terminarán con él. ¿No puede el genio aliarse con la crueldad en
las resoluciones secretas de la Providencia? ¿O porque se sea cruel se tiene que carecer de
genio? La prueba se verá en mis palabras; vosotros sólo tenéis que escucharme, si queréis...
Perdón, me pareció que los cabellos se me habían erizado, pero no es nada, pues con mi mano
he conseguido colocarlos fácilmente en su primera posición. El que canta no pretende que sus
cavatinas sean algo desconocido, al contrario, se satisface de que los pensamientos altivos y
perversos de su héroe estén en todos los hombres'.
He visto, durante toda mi vida, sin una sola excepción, a los hombres de hombros estrechos
realizar numerosos actos estúpidos, embrutecer a sus semejantes, y pervertir a las almas por
todos los medios. A los motivos de su acción le llaman: la gloria. Viendo esos espectáculos,
he querido reír como los demás; pero eso, extraña imitación, era imposible. Tomé un cuchillo
cuya hoja tenía un filo acerado y me sajé la carne en los sitios donde se unen los labios. Por un
instante creí haber conseguido mi objeto. Contemplé en un espejo la boca maltratada por mi
propia voluntad. ¡Fue un error! La sangre que brotaba abundante de las dos heridas pedía, por
otra parte, distinguir si en verdad era la a de los otros. Pero después de unos instantes de
comparación, vi bien que mi risa no se parecía a la de los humanos, es decir, que yo no
reía. He visto a los hombres de cabeza fea y ojos terribles hundidos en las oscuras órbitas,
superar la dureza de la roca, la rigidez del acero fundido, la crueldad del tiburón, la insolencia
de la juventud, el furor insensato de los criminales, las traiciones del hipócrita, a los
comediantes más extraordinarios, la fuerza de carácter de los sacerdotes, y a los seres más
ocultos al exterior, los más fríos del mundo y del cielo, dejar a los moralistas que descubran su
corazón, y hacer recaer sobre ellos la cólera implacable de las alturas. Los he visto a todos a la
vez, con el puño más robusto dirigido hacia el cielo, como el de un niño ya perverso contra su
madre, probablemente excitados por algún espíritu infernal, con los ojos recargados de un
remordimiento punzante y al mismo tiempo vengativo, en un silencio glacial, sin atreverse a
manifestar las vastas e ingratas meditaciones que encubría su seno -tan llenas estaban de
injusticia ~y horror-, y entristecer así de compasión al Dios misericordioso; otras veces, a cada
momento del día, desde el comienzo de la infancia hasta el fin de la vejez, diseminando
increibles anatemas, que no tenían el sentido común, contra todo lo que respira, contra ellos
mismos y contra la Providencia, prostituir a las mujeres y a los niños, y deshonrar así las
partes del cuerpo consagradas al pudor. Entonces las madres levantan sus aguas, sumergen en
sus abismos los maderos; los huracanes y los temblores de tierra derriban las casas; la peste y
la diversas enfermedades diezman a las familias suplicantes. Pero los hombres no lo perciben.
También los he visto enrojecer o palidecer de vergúenza por su conducta en esta tierra; aunque
raramente. Tempestades hermanas de los huracanes, firmamento azulado cuya belleza no
admito, mar hipócrita, imagen de mi corazón, tierra de seno misterioso, habitantes de las
esferas, universo entero, Dios que los has creado con magnificencia, a ti te invoco:
¡muéstrame a un hombre bueno! Y entonces, que tu gracia decuplique mis fuerzas naturales,
pues ante el espectáculo de ese monstruo, yo puedo morir de asombro: se muere por mucho
menos.
Hay que dejarse crecer las uñas durante quince días. ¡ Oh, qué dulzura entonces arrancar
brutalmente de su lecho a un niño que aún no tiene nada sobre su labio superior, y, con los
ojos muy abiertos, hacer el simulacro de pasar suavemente la mano por la frente, inclinando
hacia atrás sus hermosos cabellos! Después, súbitamente, en el momento en que menos lo
esperá, hundir las largas uñas en su tierno pecho, de manera que no muera, pues si muriera no
podríamos contar más tarde con el aspecto de sus miserias. A continuación se le bebe la
sangre lamiendo las heridas, y durante ese tiempo, que debería durar tanto como la eternidad,
el niño llora. Nada hay tan bueno como su sangre, extraída como acabo de decir, y aún muy
caliente, a no ser sus lágrimas, amargas como la sal. Hombre, ¿nunca has probado tu sangre
cuando al azar te has cortado un dedo? Está muy buena, ¿no es cierto?, pues no tiene ningún
sabor. Además, ¿no recuerdas el día en que, en medio de tus lúbricas reflexiones, llevaste la
mano en forma de hueco sobre tu rostro enfermizo humedecido por lo que resbalaba de tus
ojos, mano que se dirigía luego fatalmente hacia la boca que bebía a largos tragos en esa copa,
trémula como los dientes del alumno que mira de reojo a aquel que nació para oprimirlo, las
lágrimas? Las lágrimas están buenas, ¿no es cierto?, pues tienen el sabor del vinagre. Se diría
las lágrimas de aquella que ama mucho; pero las lágrimas del niño son mejores para el
paladar. El niño no traiciona nunca, no conoce todavía el mal: aquella que ama mucho
traiciona antes o después... lo adivino por analogía, aunque ignoro qué es la amistad o qué es
el amor (y es probable que nunca lo acepte, al menos de parte de la raza humana). Por lo tanto,
y puesto que tu sangre y tus lágrimas no te disgustan, aliméntate, aliméntate con confianza de
las lágrimas y de la sangre del adolescente. Véndale los ojos mientras desgarras su carne
palpitante, y, después de haber oído durante largas horas sus gritos sublimes, semejantes a los
profundos estertores que en una batalla lanzan las gargantas de los heridos agonizantes,
habiéndote apartado como una avalancha, te precipitarás desde la habitación vecina y harás el
simulacro de ir en su ayuda. Le desatarás las manos de nervios y venas hinchadas, devolverás
la vista a sus ojos extraviados, y te pondras a lamer sus lágrimas y su sangre. ¡ Qué verdadero
es entonces el arrepentimiento! La chispa divina que existe entre nosotros, y que tan raramente
se manifiesta, aparece entonces, aunque ¡ demasiado tarde! Cómo se derrama el corazón
cuando puede consolar al inocente a quien se le ha causado daño: «Adolescente que acabas de
sufrir crueles dolores, ¿quién ha podido cometer contigo un crimen que no sé cómo calificar?
¡Desgraciado de ti! ¡Cómo debes sufrir! Si tu madre lo supiera, ella no estaría más cerca de la
muerte, tan aborrecida por los culpables, de lo que yo estoy ahora. ¡Ay! ¿Qué es entonces el
bien y el mal? ¿Es la misma cosa, por medio de la cual testimoniamos con rabia nuestra
impotencia y la pasión de alcanzar el infinito, incluso por los medios más insensatos? ¿O bien
son dos cosas diferentes? Sí... es mejor que sean una misma cosa... pues, sino, ¿en qué me
convertiría el día del Juicio Final? Adolescente, perdóname: el que se halla ante tu rostro
noble y sagrado es el que ha roto tus huesos y desgarrado tu carne, que cuelga de diferentes
lugares de tu cuerpo. ¿Es un delirio de mi razón enferma, un instinto secreto que no depende
de mis razonamientos, semejante al del águila que desgarra a su presa, lo que me ha empujado
a cometer este crimen, y que, sin embargo, me hace sufrir tanto como a mi víctima?
Adolescente, perdóname. Cuando hayamos abandonado esta vida pasajera, quiero que estemos
abrazados por toda la eternidad, que formemos un solo ser, mi boca unida a tu boca. Incluso
de este modo mi castigo no será completo. Entonces tú me desgarrarás, sin detenerte nunca,
con tus dientes y tus uñas a la vez. Adornaré mi cuerpo con guirnaldas perfumadas para este
holocausto expiatorio y los dos sufriremos ~, yo por ser desgarrado, tú por desgarrarme... con
mi boca unida a tu boca. ¡Oh adolescente de cabellos rubios y ojos tan dulces!, ¿harás ahora lo
que te aconseje? Aunque te pese, quiero que lo hagas, y mi conciencia volverá a ser feliz.»
Después de haber hablado así, habrás hecho daño a un ser humano, pero habrás sido amado
por el mismo ser: es la mayor felicidad que pueda concebirse. Más tarde podrás internarlo en
un hospital, pues el tullido no podrá ganarse la vida. Te llamarán bueno, y las coronas de
laurel y las medallas de oro esparcidas sobre la gran tumba ocultarán tus pies desnudos al
rostro anciano. ¡Oh tú, cuyo nombre no quiero escribir en esta página que consagra la santidad
del crimen, se que tu perdón fue inmenso cómo el universo! ¡Pero yo existo todavía!
Yo hice un pacto con la prostitución a fin de sembrar el desorden de las familias. Me acuerdo
de la noche que precedió a esta peligrosa relación. Vi ante mí una tumba. Oí a una luciérnaga,
grande como una casa, que me dijo: «Voy a iluminarte. Lee la inscripción. Esta orden
suprema no procede de mí. » Una vasta luz de color sangre, ante la cual mis mandíbulas
crujieron y mis brazos cayeron inertes, se esparció por el aire hasta el horizonte. Me apoyé
contra un muro en ruinas, pues iba a caerme, y leí: «Aquí yace un adolescente que murió
tuberculoso: ya sabéis por qué. No recéis por él.» Muchos hombres no hubieran tenido el valor
que tuve yo. Mientras tanto, a mis pies vino a tenderse una hermosa mujer desnuda. Con triste
gesto le dije: «Puedes levantarte.» Le tendí la mano con la que el fratricida degüella a su
hermana. La luciérnaga, a mí: «Cuídate tú, el más débil, porque yo soy la más fuerte. Esta se
llama Prostitución». Con lágrimas en los ojos y rabia en el corazón, sentí nacer en mí una
fuerza desconocida. Tomé una piedra grande, tras un gran esfuerzo logré levantarla hasta la
altura de mi pecho, y la sostuve en el hombro con mis brazos. Escalé una montaña hasta la
cima y desde allí aplasté a la luciérnaga. Su cabeza se hundió en el suelo hasta una profundidad
de la talla de un hombre; la piedra rebotó hasta alcanzar la altura de seis iglesias. Fue
a caer en un lago, cuyas aguas descendieron en un instante, formando su remolino un inmenso
cono invertido. La calma se restableció en la superficie, pero la luz de color sangre no brillo
más. «Ay, ay», gritó la hermosa mujer desnuda, «¿qué has hecho?» Yo, a ella: «Te prefiero a
ti, pues tengo piedad de los desgraciados. No tienes la culpa de que la justicia eterna te haya
creado.» Ella, a mi: «Un día, no te digo más, los hombres me harán justicia. Déjame ir a
esconder en el fondo del mar mi infinita tristeza. Sólo tú y los monstruos horribles de estos
negros abismos no me despreciáis. Eres bueno. Adiós, a ti que me has amado.» Yo, a ella:
«¡Adiós! ¡Adiós! ¡Te amaré siempre! Desde ahora, abandono la virtud.» Por eso, oh pueblos,
cuando oís el viento de invierno gemir en el mar y sus orillas, o por encima de las grandes
ciudades que desde hace mucho tiempo llevan luto por mi, o a través de las frías regiones polares,
decís: «No es el espíritu de Dios el que pasa: es sólo el suspiro agudo de la prostitución,
junto con los gemidos graves del montevideano.» Niños, soy yo quien os lo dice. Entonces,
llenos de misericordia, arrodillaos, y que los hombres, más numerosos que los piojos, digan
sus largas plegarias.
Al claro de luna, cerca del mar, en los lugares aislados del campo, vemos, sumergido en
amargas reflexiones, revestir todas las cosas, unas formas amarillas, indecisas, fantásticas. Las
sombras de los árboles, de pronto rápidas, de pronto lentas, corren, van, vienen, con diversas
formas, aplanándose, adhiriéndose a la tierra. En el tiempo en que yo era transportado por las
alas de la juventud, todo eso me hacía soñar, me parecía extraño, pero ahora estoy habituado.
El viento gime a través de las hojas con sus lánguidas notas, y el buho canta su grave endecha
que hace erizar los cabellos de quienes lo escuchan. Entonces los perros, que se han vuelto
furiosos, rompen las cadenas, se escapan de las granjas lejanas, corren de un lado para otro por
el campo, presos de la locura. De pronto se detienen, miran hacia todos los lados con feroz
inquietud, con mirada de fuego, y así como los elefantes, antes de morir, lanzan en el desierto
una última mirada al cielo, elevando desesperadamente su trompa, dejando caer sus orejas
inertes, así los perros dejan caer inertes sus orejas, elevan la cabeza, hinchan su terrible cuello,
y se ponen a ladrar por turno, sea como un niño que grita de hambre, sea como un gato herido
en el vientre encima de un tejado, sea como una mujer que va a parir, sea como un enfermo de
peste moribundo en un hospital, sea como una muchacha que canta un aria sublime, contra las
estrellas al Oeste, contra la luna, contra las montañas que semejan a lo lejos rocas gigantes que
yacen en la oscuridad, contra el aire frío que aspiran a pleno pulmón y que le vuelven el
interior de su nariz rojo y ardiente, contra el silencio de la noche, contra las lechuzas cuyo
vuelo sesgado les roza el hocico, llevando una rata o una rana en el pico, alimento vivo, grato
para las crías, contra las liebres que desaparecen en un abrir y cerrar de ojos, contra el ladrón
que huye al galope de sú caballo después de haber cometido un crimen, contra las serpientes
que al agitar los matorrales hacen que tiemble al piel y rechinen los dientes, contra sus propios
ladridos que a ellos mismos causan miedo, contra los sapos a los que trituran con un golpe
seco de sus quijadas (¿por qué se han alejado del pantano?), contra los árboles cuyas hojas
balanceándose suavemente son otros tantos misterio que ellos no comprenden pero quieren
descubrir con sus ojos fijos e inteligentes, contra las arañas suspendidas de sus largas patas
que trepan por los árboles para salvarse, contra los cuervos que al no encontrar de qué comer
durante la jornada regresan a su refugio con las alas cansadas, contra las rocas de la costa,
contra las luces que aparecen en los mástiles de las naves invisibles, contra el sordo rumor de
las olas, contra los grandes peces que al nadar muestran su dorso negro y luego se hunden en
el abismo, y contra el hombre que los convierte en esclavos. Después de ello se ponen de
nuevo a correr por el campo, saltando con sus patas sangrantes por encima de las fosas, los
caminos, las campiñas, las hierbas y las piedras escarpadas. Se dirían que están atacados por la
rabia y buscan un gran estanque para calmar su sed. Sus prolongados aullidos espantan a la
naturaleza entera. ¡ Desgraciado el viajero que se retrasa! Los amigos de los cementerios se
arrojarán sobre él, lo despedazarán, se lo comerán con su boca chorreante de sangre, pues sus
dientes no están deteriorados. Los animales salvajes no se atreven a acercarse para tomar parte
en el festín de carne, temblando huyen hasta perderse de vista. Después de algunas horas, los
perros, extenuados de correr de un lado para otro, casi muertos, con la lengua fuera de la boca,
se precipitan los unos sobre los otros sin saber lo que hacen, y se destrozan en mil pedazos con
una rapidez increíble. No se comportan así por crueldad. Un día, con los ojos vidriosos, mi
madre me dijo: «Cuando estés en tu cama y oigas los ladridos de los perros en el campo, escóndete
bajo el cobertor, no te burles de lo que hacen: tienen sed insaciable de infinito, como
tú, como yo, como el resto de los seres humanos de rostro pálido y alargado. Incluso te
permito que te pongas delante de la ventana para que contemples ese espectáculo bastante
sublime». Desde entonces respeto el deseo de la muerta. Yo, igual que los perros, siento la
necesidad del infinito... ¡Pero no puedo, no puedo satisfacer esa necesidad! Soy hijo del
hombre y de la mujer, según me han dicho. Y eso me asombra... pues creía ser más. Por otra
parte, ¿qué me importa de dónde vengo? De haber podido depender de mi voluntad, hubiera
querido ser más bien el hijo de la hembra del tiburón, cuya hambre es amiga de las
tempestades, y del tigre, de reconocida crueldad: no sería tan malo. Vosotros, los que me
miráis, alejaos de mí, pues mi aliento exhala un hálito emponzoñado. Nadie ha visto aún las
arrugas verdes de mi frente, ni los huesos que sobresalen de mi rostro descarnado, semejantes
a las espinas de un gran pez o a las rocas que ocultan las orillas del mar o las abruptas
montañas alpinas que tan a menudo recorría cuando tenía sobre mi cabeza cabellos de otro
color. Y cuando vago alrededor de las viviendas de los hombres, durante las noches de
tormenta, con los ojos ardientes, con los cabellos flagelados por los vientos tempestuosos,
aislado como una piedra en medio del camino, cubro mi cara marchita con un trozo de
terciopelo negro como el hollín que colma el interior de las chimeneas: no es necesario que los
ojos sean testigos de la fealdad que el Ser supremo, con una sonrisa de odio poderoso, ha
puesto sobre mí. Cada mañana, cuando el sol se levanta para los demás, esparciendo la alegría
y el calor saludable por toda la naturaleza, mientras ninguno de mis rasgos se mueve, mirando
fijamente el espacio repleto de tinieblas, acurrucado en el fondo de mi amada caverna, con una
desesperación que me embriaga como el vino, hago jirones mi pecho con mis poderosas
manos. Sin embargo, siento que no estoy atacado de rabia. Sin embargo, siento que no soy el
único que sufre. Sin embargo, siento que respiro. Como un condenado que pronto ha de subir
al cadalso y ejercita sus músculos mientras reflexiona en su suerte, de pie, sobre mi lecho de
paja, con los ojos cerrados, giro lentamente mi cuello de derecha a izquierda, de izquierda a
derecha, durante horas enteras, sin caer muerto. De vez en cuando, cuando mi cuello no puede
ya continuar girando en el mismo sentido y se detiene para volver a girar en sentido contrario,
miro súbitamente al horizonte a través de los escasos intersticios hechos por la espesa maleza
que obstruye la entrada: ¡no veo nada! Nada... a no ser los campos que danzan en remolino
con los árboles y las largas bandadas de pájaros que atraviesan los aires. Eso me trastorna la
sangre y el cerebro... ¿Quién, entonces, me golpea con una barra de hierro en la cabeza como
un martillo que golpeara en el yunque?
Me propongo, sin estar emocionado, declamar con poderosa voz la estrofa seria y fría que vais
a oír. Prestad atención a su contenido y evitad la penosa impresión que ella intentará dejar
como una mancha en vuestras turbadas imaginaciones. No creías que yo esté a punto de morir,
pues todavía no soy un esqueleto ni la vejez se ha pegado a mi frente. Descartemos, por lo
tanto, toda idea de comparación con el cisne en el momento en que su existencia huye, y no
veáis ante vosotros más que un monstruo cuyo rostro me hace feliz que no podáis contemplar,
aunque es menos horrible que su alma. Sin embargo no soy un criminal... Pero basta de este
asunto. No hace mucho tiempo volví a ver el mar, pisé el puente de los barcos, y mis recuerdos
son tan vivos como silo hubiera abandonado ayer. No obstante, si podéis, conservad la
misma calma que yo en esta lectura, que ya me arrepiento de ofreceros, y no os sonrojéis ante
el pensamiento de lo que es el corazón humano. ¡Oh pulpo de mirada de seda!, tú, cuya alma
es inseparable de la mía, tú, el más bello de los habitantes del globo terráqueo, que mandas en
un serrallo de cuatrocientas ventosas, tú, en quien se asientan noblemente, como en su
residencia natural, por un común acuerdo, con un lazo indestructible, la dulce virtud
comunicativa y las gracias divinas, ¿por qué no estás conmigo, tu vientre de mercurio contra
mi pecho de aluminio, sentados los dos sobre alguna roca de la orilla, para contemplar ese
espectáculo que adoro?
Viejo océano de olas de cristal, te pareces, en las proporciones, a esas marcas azuladas que se
ven sobre el dorso magullado de los grumetes, eres un inmenso azul aplicado en el cuerpo de
la tierra: me gusta esta comparación. Así, a primera impresión, un soplo prolongado de
tristeza, que se creería el murmullo de tu brisa suave, pasa, dejando inefables huellas, sobre el
alma profundamente conmovida, y, sin que siempre se advierta, evocas el recuerdo de tus
amantes, los duros comienzos del hombre en los cuales tiene conocimiento del dolor, que no
le abandona jamás. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, tu forma armoniosamente esférica, que alegra la cara grave de la geometría, me
recuerda demasiado los ojos pequeños del hombre, similares por su pequeñez a los del jabalí,
y a los de las aves nocturnas por la perfección circular de su contorno. Sin embargo, el hombre
se ha creído hermoso en todos los siglos. Pero yo creo que el hombre sólo cree en su belleza
por amor propio, pues en realidad no es bello y él lo sospecha; si no, ¿por qué mira el rostro
de su semejante con tanto desprecio? ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, eres el símbolo de la identidad: siempre igual a ti mismo. Nunca cambias de
una manera esencial, y, si tus olas están en alguna parte furiosas, más lejos, en alguna otra
zona, se hallan en la más completa calma. No eres como el hombre, que se detiene en la calle
para ver cómo se atenazan por el cuello dos dogos y no se detiene cuando pasa un entierro,
que por la mañana es asequible y por la tarde está de mal humor, que ríe hoy y mañana llora.
¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, no sería nada imposible que escondieras en tu seno futuros de utilidad para el
hombre. Ya le has dado la ballena. No dejas adivinar fácilmente a los ojos ávidos de las
ciencias naturales los mil secretos de tu íntima organización: eres modesto. El hombre se
vanagloria de continuo, y por minucias. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, las diversas especies de peces que alimentas no se han jurado fraternidad entre
sí. Cada especie vive por su lado. Los temperamentos y las conformaciones que varían en cada
una de ella, explican, de una manera satisfactoria, lo que al principio sólo parece una
anomalía. Igual sucede con el hombre, que no tiene los mismos motivos de excusa. Un trozo
de tierra está ocupado por treinta millones de seres humanos, pero ellos se creen obligados a
no mezclarse en la existencia de sus vecinos, fijos como raíces sobre el pedazo de tierra
contiguo. Descendiendo del grande al pequeño, cada hombre vive como un salvaje en su guarida,
y raramente sale de ella para visitar a su semejante, acurrucado igualmente en otra
guarida. La gran familia universal de los hombres es una utopía digna de la lógica más
mediocre. Por otra parte, del espectáculo de tus mamas fecundas se desprende la noción de
ingratitud, pues se piensa en seguida en los numerosos padres, tan ingratos hacia el Creador,
para abandonar el fruto de su miserable unión. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, tu grandeza material sólo es comparable a la medida que uno se hace de la
potencia activa que ha sido necesaria para engendrar la totalidad de tu masa. No se te puede
abarcar de una ojeada. Para contemplarte es preciso que la vista haga girar su telescopio con
movimientos continuos hacia los cuatro puntos del horizonte, de igual modo que un matemático,
a fin de resolver una ecuación algebraica, está obligado a examinar separadamente los
diversos casos posibles, antes de resolver la dificultad. El hombre come sustancias nutritivas,
y hace otros esfuerzos dignos de mejor suerte para dar impresión de grueso. Que se hinche
cuanto quiera esa adorable rana. Quédate tranquilo, nunca igualará tu corpulencia; al menos
eso supongo. ¡Te saludo viejo océano!
Viejo océano, tus aguas son amargas. Tienen exactamente el mismo sabor que la hiel que
destila la crítica sobre las bellas artes, sobre las ciencias, sobre todo. Si alguien tiene genio, se
le hace pasar por un idiota; si algún otro es bello de cuerpo, se le hace un horrible
contrahecho. En verdad, es preciso que el hombre sienta con fuerza su imperfección, cuyas
tres cuartas partes son debidas a sí mismo, para que lo critique de ese modo. ¡Te saludo, viejo
océano!
Viejo océano, los hombres, a pesar de la excelencia de sus métodos, todavía no han
conseguido, ayudados de los procedimientos de investigación de la ciencia, medir la
profundidad vertiginosa de tus abismos, los cuales han reconocido inaccesiblemente las
sondas más largas y pesadas. A los peces... les está permitido: no a los hombres. A menudo
me he preguntado qué será más fácil de reconocer: la profundidad del océano o la profundidad
del corazón humano. Con frecuencia, con la mano, de pie sobre los barcos, mientras la luna se
balanceaba entre los mástiles de forma irregular, me he sorprendido, haciendo abstracción de
todo lo que no fuera el objeto que perseguía, esforzándome por resolver ese difícil problema.
Si, ¿cuál es más profundo, más impenetrable de los dos; el océano o el corazón humano? Si
treinta años de experiencia de la vida pueden, hasta cierto punto, inclinar la balanza hacia una
u otra de esas soluciones, me estará permitido decir que, pese a la profundidad del océano, no
podrá colocarse al ras, en cuanto a la comparación sobre dicha propiedad, con la profundidad
del corazón humano. He estado en relación con hombres que han sido virtuosos. Morían a los
sesenta años y nadie dejaba de exclamar: «Han hecho el bien en este mundo, es decir, han
practicado la caridad: eso es todo, no es nada malo, y cualquiera puede hacer otro tanto».
¿Quién comprenderá por qué dos amantes que se idolatraban la víspera, por una palabra mal
interpretada, se separan, uno hacia oriente, otro hacia occidente, con los aguijones del odio, de
la venganza, del amor y de los remordimientos, y no se vuelven a ver más, cada uno
embozado en su solitaria soberbia? Es un milagro que se renueva cada día y que por ello no es
menos milagroso. ¿Quién comprenderá por qué se saborean, no sólo las desgracias generales
de los semejantes, sino también las particulares de los amigos más queridos, aunque se está
afligido al mismo tiempo? Un ejemplo incontestable para cerrar la serie: el hombre dice
hipócritamente sí y piensa no. Por eso los jabatos de la humanidad tienen tanta confianza los
unos en los otros y no son egoístas. Le queda a la sicología muchos progresos que hacer. ¡Te
saludo, viejo océano!
Viejo océano, tu poder es tan grande que los hombres lo han sabido a sus expensas. Y por
mucho que utilicen todos los recursos de su genio... serán incapaces de dominarte. Han
encontrado su maestro. Digo que han encontrado algo más fuerte que ellos. Algo que tiene
nombre. Ese nombre es: ¡el océano! El miedo que le inspiras es tal, que te respetan. A pesar de
ello, haces danzar sus más pesadas máquinas con gracia, elegancia y facilidad. Les haces
realizar saltos gimnásticos hasta el cielo y admirables inmersiones hasta el fondo de tus
dominios que un saltimbanqui envidiaría. Bienaventurados aquellos a quienes no envuelves
definitivamente entre tus pliegues burbujeantes para ir a ver, sin ferrocarril, en tus entrañas
acuáticas, cómo lo pasan los peces, y sobre todo, cómo lo pasan ellos mismos. El hombre
dice:
«Soy más inteligente que el océano». Es posible, es incluso muy cierto, pero el océano le
causa más temor a él que él al océano: es algo que no es necesario comprobar. Ese patriarca
observador, contemporáneo de las primeras épocas de nuestro globo suspendido, sonríe
piadoso cuando asiste a los combates navales de las naciones. He ahí un centenar de leviatanes
que han salido de las manos de la humanidad. Las órdenes enfáticas de los superiores, los
gritos de los heridos, los cañonazos, es el ruido realizado a propósito para aniquilar algunos
segundos. Parece que el drama ha terminado y que el océano se lo ha metido todo en su vientre.
La boca es formidable. ¡Qué grande debe ser hacia abajo, en dirección a lo desconocido!
Para coronar al fin la estúpida comedia, que carece de todo interés, se ve, en medio de los
aires, alguna cigúeña retrasada por el cansancio, que se pone a gritar, sin detener la
envergadura de su vuelo: «¡Vaya!... ¡la encuentro mal! Allá abajo había algunos puntos
negros; he cerrado los ojos y han desaparecido». ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, oh gran célibe, cuando recorres la solemne soledad de tus reinos flemáticos, te
enorgulleces, con razón, de tu magnificencia nativa y de los justos elogios que me apresuro a
dedicarte. Mecido voluptuosamente por los suaves efluvios de tu lentitud majestuosa, que es el
más grandioso de los atributos con que el soberano poder te ha gratificado, en medio de un
sombrío misterio, tú haces rodar por toda tu sublime superficie tus incomparables olas, con el
sentimiento sereno de tu poder eterno. Ellas se persiguen paralelamente, separadas por cortos
intervalos. Apenas una disminuye, otra, creciendo, va a su encuentro, acompañada del rumor
melancólico de la espuma que se deshace para advertirnos de que todo es espuma. (Así, los
seres humanos, esas olas vivientes, mueren uno tras otro, de una manera monótona, sin dejar
siquiera un ruido de espuma). El ave de paso reposa, confiada sobre ellas, y se abandona a sus
movimientos llenos de gracia arrogante, hasta que los huesos de sus alas han recobrado el
vigor preciso como para continuar la aérea peregrinación. Quisiera que la majestad humana
sólo fuera la encarnación del reflejo de la tuya. Pido demasiado, y ese deseo sincero te
glorifica. Tu grandeza moral, imagen del infinito, es inmensa como la reflexión del filósofo,
como el amor de la mujer, como la belleza divina del ave, como la meditación del poeta. Eres
más bello que la noche. Respóndeme, océano, ¿quieres ser mi hermano? Agítate con
impetuosidad... más... todavía más, si quieres que te compare con la venganza de Dios; alarga
tus garras lívidas y fráguate un camino en tu propio seno... está bien. Haz que rueden tus olas
espantosas, horrible océano sólo por mi comprendido y ante el que caigo prosternado de rodillas.
La majestad de los hombres es prestada; no se impone: tú, sí. Oh, cuando avanzas, con la
cresta alta y terrible, rodeado por tus repliegues tortuosos como por un cortejo, magnético y
salvaje, haciendo rodar tus olas unas sobre otras con la conciencia de lo que eres, mientras
lanzas desde las profundidades de tu pecho, como abrumado por un remordimiento intenso
que no puedo descubrir, ese sordo bramido perpetuo que los hombres tanto temen, incluso
cuando te contemplan, estando seguros, temblorosos desde la orilla, y entonces veo que no
tengo el insigne derecho de llamarme tu igual. Por eso, en presencia de tu superioridad, te daría
todo mi amor (y nadie conoce la cantidad de amor que contienen mis aspiraciones hacia lo
bello), si no me hicieses dolorosamente pensar en mis semejantes, que forma contigo el más
irónico contraste, la antítesis más grotesca que jamás se haya visto en la creación: no puedo
amarte, te detesto. ¿Por qué vuelvo a ti, por milésima vez, hacia brazos amigos, que se abren
para acariciar mi frente ardiente, cuya fiebre siento desaparecer sólo a tu contacto? No
conozco tu oculto destino, pero todo lo que te concierne me interesa. Dime entonces si eres la
morada del príncipe de las tinieblas. Dímelo... dímelo, océano (a mí sólo, para no entristecer a
aquellos que no han conocido sino las ilusiones), y si el soplo de Satán crea las tempestades
que levantan tus aguas saladas hasta las nubes. Es preciso que me lo digas porque me alegraría
saber que el infierno está tan cerca del hombre. Quiero que esta sea la última estrofa de mi
invocación. Por lo tanto, una sola vez más, quiero saludarte y darte mi adiós. Viejo océano, de
olas de cristal... Mis ojos se humedecen de abundantes lágrimas, y no tengo fuerzas para
seguir, pues siento que ha llegado el momento de volver con los hombres de aspecto brutal;
pero... ¡ánimo! Hagamos un gran esfuerzo y cumplamos, con el sentimiento del deber, nuestro
destino sobre esta tierra. ¡Te saludo, viejo océano!
No me verán, en mi hora última (escribo esto en mi lecho de muerto), rodeado de curas.
Quiero morir, mecido por las olas del mar tempestuoso, o de pie sobre la montaña... no con los
ojos hacia lo alto: sé que mi aniquilamiento será completo. Por otra parte, no puedo esperar
ninguna gracia. ¿Quién abre la puerta de mi cámara mortuoria? Había dicho que nadie entrara.
Quienquiera que seas, aléjate; pero si crees percibir alguna señal de dolor o de miedo en mi
rostro de hiena (uso esta comparación aunque la hiena sea más hermosa que yo, y más
agradable a la vista), desengáñate: que se aproxime. Estamos en una noche de invierno,
cuando los elementos chocan entre sí por todas partes, y el hombre tiene miedo, y el
adolescente medita algún crimen contra uno de sus amigos, si es como fui yo en mi juventud.
Que el viento, cuyos lastimosos silbidos entristecen a la humanidad, desde que el viento y la
humanidad existen, momentos antes de la última agonía, me transporté sobre la osamenta de
sus alas a través del mundo, impaciente por mi muerte. Todavía gozaré en secreto de los
numerosos ejemplos de la maldad humana (sin ver visto, a un hermano le gusta ver los actos
de sus hermanos). El águila, el cuervo, el inmortal pelícano, el pato salvaje, la grulla viajera,
despiertos, tiritando de frío, me verán pasar, espectro horrible y satisfecho, entre el resplandor
de los relámpagos. Ellos no sabrán lo que eso significa. En la tierra, la víbora, el ojo abultado
del sapo, el tigre, el elefante, y en el mar, la ballena, el tiburón, el pez martillo, la raya
informe, el diente de la foca polar, se preguntaran qué significa esta derogación de la ley de la
naturaleza. El hombre, temblando, pegará su frente a la tierra en medio de sus gemidos. «Sí,
os supero a todos por mi innata crueldad, una crueldad cuya desaparición no he dependido de
mí. ¿Es este el motivo por el que os mostráis prosternados ante mí7 ¿O es porque me veis
recorrer, nuevo fenómeno, como un cometa aterrador, el espacio ensangrentado? (Cae una
lluvia de sangre desde mi vasto cuerpo, semejante a una nube negruzca que empuja ante sí al
huracán). No temáis, niños, no quiero maldeciros. El mal que me habéis hecho es demasiado
grande, y demasiado grande el mal que yo os hice, para que fuera voluntario. Vosotros habéis
seguido por vuestro camino y yo por el mio, semejantes los dos, los dos perversos.
Necesariamente tuvimos que encontrarnos en esta similitud de carácter: el choque resultante
nos ha sido recipocramente fatal». Entonces, los hombres volverán poco a poco a levantar la
cabeza, recobrarán el valor para ver a quien de esta manera habla, alargando su cuello como el
caracol. De pronto, su rostro ardiente, descompuesto, mostrando las más terribles pasiones,
hará tales muecas que los lobos se asustarán. Se pondrán de pie al mismo tiempo, como
impulsados por un inmenso resorte. ¡Qué imprecaciones! ¡Qué desgarradoras voces! Me han
reconocido. He aquí que los animales de la tierra se reunen con los hombres y hacen oír sus
extraños clamores. Basta de odio recíproco; los dos odios se han vuelto contra el enemigo común:
yo; se reconcilian por un asentimiento universal. Vientos que me sostenéis, elevadme
más alto; temo a la perfidia. Sí, desaparezcamos poco a poco de sus ojos, una vez más testigos
de las consecuencias de las pasiones, completamente satisfechos... Te agradezco, oh rinolofo,
que me hayas despertado con el movimiento de tus alas, tú que tienes la nariz coronada por
una cresta en forma de herradura: me doy cuenta de que, en efecto, no era, desgraciadamente,
más que una enfermedad pasajera, y siento, con disgusto, que renazco a la vida. Algunos dicen
que te aproximaste a mí para chuparme la poca sangre que me queda en el cuerpo: ¿por qué no
es realidad esta hipótesis?
Una familia rodea un lámpara colocada sobre la mesa : -Hijo mío, dame las tijeras que están
sobre esa silla.
-No están, madre.
-Ve a buscarlas entonces a la otra habitación. ¿Te acuerdas de aquella época, dulce sueño, en
que hacíamos votos para tener un hijo, en el cual renaceríamos de nuevo, y que sería el sostén
de nuestra vejez?
-Me acuerdo, y Dios nos lo ha otorgado. No podemos quejarnos de nuestra suerte en este
mundo. Cada día bendecimos a la Providencia por sus beneficios. Nuestro Eduardo posee
todas las virtudes de su madre.
-Y las cualidades viriles de su padre.
-Toma las tijeras, madre, al fin las he encontrado.

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