domingo, marzo 31, 2013

LA PRADERA por RAY BRADBURY



1
- George, me gustaría que le echaras un ojo al cuarto de jugar de los
niños.
—¿Qué le pasa?
—No lo sé.
—Pues bien, ¿y entonces?
—Sólo quiero que le eches un ojeada, o que llames a un psicólogo
para que se la eche él.
—¿Y qué necesidad tiene un cuarto de jugar de un psicólogo?
—Lo sabes perfectamente —su mujer se detuvo en el centro de la
cocina y contempló uno de los fogones, que en ese momento estaba
hirviendo sopa para cuatro personas—. Sólo es que ese cuarto ahora es
diferente de como era antes.
—Muy bien, echémosle un vistazo.
Atravesaron el vestíbulo de su lujosa casa insonorizada cuya
instalación les había costado treinta mil dólares, una casa que los vestía y
los alimentaba y los mecía para que se durmieran, y tocaba música y
cantaba y era buena con ellos. Su aproximación activó un interruptor en
alguna parte y la luz de la habitación de los niños parpadeó cuando llegaron
a tres metros de ella. Simultáneamente, en el vestíbulo, las luces se
apagaron con un automatismo suave.
—Bien —dijo George Hadley.
Se detuvieron en el suelo acolchado del cuarto de jugar de los
niños. Tenía doce metros de ancho por diez de largo; además había costado
tanto como la mitad del resto de la casa. “Pero nada es demasiado bueno
para nuestros hijos”, había dicho George.
La habitación estaba en silencio y tan desierta como un claro de la
selva un caluroso mediodía. Las paredes eran lisas y bidimensionales. En
ese momento, mientras George y Lydia Hadley se encontraban quietos en
el centro de la habitación, las paredes se pusieron a zumbar y a retroceder
hacia una distancia cristalina, o eso parecía, y pronto apareció un sabana
africana en tres dimensiones; por todas partes, en colores que reproducían
hasta el último guijarro y brizna de paja. Por encima de ellos, el techo se
convirtió en un cielo profundo con un ardiente sol amarillo.
George Hadley notó que la frente le empezaba a sudar.
—Vamos a quitarnos del sol —dijo—. Resulta demasiado real. Pero
no veo que pase nada extraño.
—Espera un momento y verás dijo su mujer.
Los ocultos olorificadores empezaron a emitir un viento
aromatizado en dirección a las dos personas del centro de la achicharrante
sabana africana. El intenso olor a paja, el aroma fresco de la charca oculta,
el penetrante olor a moho de los animales, el olor a polvo en el aire
ardiente. Y ahora los sonidos: el trote de las patas de lejanos antílopes en la
hierba, el aleteo de los buitres. Una sombra recorrió el cielo y vaciló sobre
la sudorosa cara que miraba hacia arriba de George Hadley.
—Unos bichos asquerosos —le oyó decir a su mujer.
—Los buitres.
—¿Ves? allí están los leones, a lo lejos, en aquella dirección. Ahora
se dirigen a la charca. Han estado comiendo —dijo Lydia—. No sé el qué.
—Algún animal —George Hadley alzó la mano para defender sus
entrecerrados ojos de la luz ardiente—. Una cebra o una cría de jirafa, a lo
mejor.
—¿Estás seguro? —la voz de su mujer sonó especialmente tensa.
- - No, ya es un poco tarde para estar seguro —dijo él, divertido—.
Allí lo único que puedo distinguir son unos huesos descarnados, y a los
buitres dispuestos a caer sobre lo que queda.
—¿Has oído ese grito? —preguntó ella.
—No.
—¡Hace un momento!
—Lo siento, pero no.
Los leones se acercaban. Y George Hadley volvió a sentirse lleno
de admiración hacia el genio mecánico que había concebido aquella
habitación. Un milagro de la eficacia que vendían por un precio
ridículamente bajo. Todas las casas deberían tener algo así. Claro, de vez
en cuando te asustaba con su exactitud clínica, hacía que te sobresaltases y
te producía un estremecimiento, pero qué divertido era para todos en la
mayoría de las ocasiones; y no sólo para su hijo y su hija, sino para él
mismo cuando sentía que daba un paseo por un país lejano, y después
cambiaba rápidamente de escenario. Bien, ¡pues allí estaba!
Y allí estaban los leones, a unos metros de distancia, tan reales, tan
febril y sobrecogedoramente reales que casi notabas su piel áspera en la
mano, la boca se te quedaba llena del polvoriento olor a tapicería de sus
pieles calientes, y su color amarillo permanecía dentro de tus ojos como el
amarillo de los leones y de la hierba en verano, y el sonido de los
enmarañados pulmones de los leones respirando en el silencioso calor del
mediodía, y el olor a carne en el aliento, sus bocas goteando.
Los leones se quedaron mirando a George y Lydia Hadley con sus
aterradores ojos verde - amarillentos.
—¡Cuidado! —gritó Lydia.
Los leones venían corriendo hacia ellos.
Lydia se dio la vuelta y echó a correr. George se lanzó tras ella.
Fuera, en el vestíbulo, después de cerrar de un portazo, él se reía y ella
lloraba y los dos se detuvieron horrorizados ante la reacción del otro.
- ¡George!
- ¡Lydia! ¡Oh, mi querida, mi dulce, mi pobre Lydia!
- ¡Casi nos atrapan!
- Unas paredes, Lydia, acuérdate de ello; unas paredes de cristal, es
lo único que son. Claro, parecen reales, lo reconozco... África en tu salón,
pero sólo es una película en color multidimensional de acción especial,
supersensitiva, y una cinta cinematográfica mental detrás de las paredes de
cristal. Sólo son olorificadores y acústica, Lydia. Toma mi pañuelo.
- Estoy asustada - Lydia se le acercó, pego su cuerpo al de él y lloró
sin parar -. ¿Has visto? ¿Lo has notado? Es demasiado real.
- Vamos a ver, Lydia...
- Tienes que decirles a Wendy y Peter que no lean nada más sobre
África.
—Claro que sí... Claro que sí —le dio unos golpecitos con la mano.
—¿Lo prometes?
—Desde luego.
—Y mantén cerrada con llave esa habitación durante unos días
hasta que consiga que se me calmen los nervios.
—Ya sabes lo difícil que resulta Peter con eso. Cuando le castigué
hace un mes a tener unas horas cerrada con llave esa habitación..., ¡menuda
rabieta cogió! Y Wendy lo mismo. Viven para esa habitación.
—Hay que cerrarla con llave, eso es todo lo que hay que hacer.
—Muy bien —de mala gana, George Hadley cerró con llave la
enorme puerta—. Has estado trabajando intensamente. Necesitas un
descanso.
—No lo sé... No lo sé —dijo ella, sonándose la nariz y sentándose
en una butaca que inmediatamente empezó a mecerse para tranquilizarla—.
A lo mejor tengo pocas cosas que hacer. Puede que tenga demasiado
tiempo para pensar. ¿Por qué no cerramos la casa durante unos cuantos días
y nos vamos de vacaciones?
—¿Te refieres a que vas a tener que freír tú los huevos?
—Sí —Lydia asintió con la cabeza.
—¿Y zurzirme los calcetines?
—Sí —un frenético asentimiento, y unos ojos que se humedecían.
—¿Y barrer la casa?
—¡Sí, sí... , claro que sí!
—Pero yo creía que por eso habíamos comprado esta casa, para que
no tuviéramos que hacer ninguna de esas cosas.
—Justamente es eso. No siento como si ésta fuera mi casa. Ahora la
casa es la esposa y la madre y la niñera. ¿Cómo podría competir yo con una
sabana africana? ¿Es que puedo bañar a los niños y restregarles de modo
tan eficiente o rápido como el baño que restriega automáticamente? Es
imposible. Y no sólo me pasa a mí. También a ti. Últimamente has estado
terriblemente nervioso.
—Supongo que porque he fumado en exceso.
—Tienes aspecto de que tampoco tú sabes qué hacer contigo mismo
en esta casa. Fumas un poco más por la mañana y bebes un poco más por la
tarde y necesitas unos cuantos sedantes más por la noche. También estás
empezando a sentirte innecesario.
—¿Y no lo soy? —hizo una pausa y trató de notar lo que de verdad
sentía interiormente.
—¡Oh, George! —Lydia lanzo una mirada más allá de él, a la
puerta del cuarto de jugar de los niños—. Esos leones no pueden salir de
ahí, ¿verdad que no pueden?
Él miró la puerta y vio que temblaba como si algo hubiera saltado
contra ella por el otro lado.
- Claro que no —dijo.
2
Cenaron solos porque Wendy y Peter estaban en un carnaval
plástico en el otro extremo de la ciudad y habían televisado a casa para
decir que se iban a retrasar, que empezaran a cenar. Con que George
Hadley se sentó abstraído viendo que la mesa del comedor producía platos
calientes de comida desde su interior mecánico.
—Nos olvidamos del ketchup —dijo.
—Lo siento —dijo un vocecita del interior de la mesa, y apareció el
ketchup.
En cuanto a la habitación, pensó George Hadley, a sus hijos no les
haría ningún daño que estuviera cerrada con llave durante un tiempo. Un
exceso de algo a nadie le sienta nunca bien. Y quedaba claro que los chicos
habían pasado un tiempo excesivo en África. Aquel sol. Todavía lo notaba
en el cuello como una garra caliente. Y los leones. Y el olor a sangre. Era
notable el modo en que aquella habitación captaba las emanaciones
telepáticas de las mentes de los niños y creaba una vida que colmaba todos
sus deseos. Los niños pensaban en leones, y aparecían leones. Los niños
pensaban en cebras, y aparecían cebras. Sol... sol. Jirafas... jirafas. Muerte y
muerte.
Aquello no se iba. Masticó sin saborearla la carne que les había
preparado la mesa. La idea de la muerte. Eran terriblemente jóvenes,
Wendy y Peter, para tener ideas sobre la muerte. No, la verdad, nunca se
era demasiado joven. Uno le deseaba la muerte a otros seres mucho antes
de saber lo que era la muerte. Cuando tenías dos años y andabas disparando
a la gente con pistolas de juguete.
Pero aquello: la extensa y ardiente sabana africana, la espantosa
muerte en las fauces de un león... Y repetido una y otra vez.
—¿Adónde vas?
No respondió a Lydia. Preocupado, dejó que las luces se fueran
encendiendo delante de él y apagando a sus espaldas según caminaba hasta
la puerta del cuarto de jugar de los niños. Pegó la oreja y escuchó. A lo
lejos rugió un león.
Hizo girar la llave y abrió la puerta. Justo antes de entrar, oyó un
chillido lejano. Y luego otro rugido de los leones, que se apagó
rápidamente.
Entró en África. Cuántas veces había abierto aquella puerta durante
el último año encontrándose en el País de las Maravillas, con Alicia y la
Tortuga Artificial, o con Aladino y su lámpara maravillosa, o con Jack
Cabeza de Calabaza del País de Oz, o el doctor Doolittle, o con la vaca
saltando una luna de aspecto muy real —todas las deliciosas
manifestaciones de un mundo simulado—. Había visto muy a menudo a
Pegasos volando por el cielo del techo, o cataratas de fuegos artificiales
auténticos, u oído voces de ángeles cantar. Pero ahora, aquella ardiente
África, aquel horno con la muerte en su calor.
Puede que Lydia tuviera razón. A lo mejor necesitaban unas
pequeñas vacaciones, alejarse de la fantasía que se había vuelto
excesivamente real para unos niños de diez años. Estaba muy bien ejercitar
la propia mente con la gimnasia de la fantasía, pero cuando la activa mente
de un niño establecía un modelo... Ahora le parecía que, a lo lejos, durante
el mes anterior, había oído rugidos de leones y sentido su fuerte olor, que
llegaba incluso hasta la puerta de su estudio. Pero, al estar ocupado, no
había prestado atención.
George Hadley se mantenía quieto y solo en el mar de hierba
africano. Los leones alzaron la vista de su alimento, observándole. El único
defecto de la ilusión era la puerta abierta por la que podía ver a su mujer, al
fondo, pasado el vestíbulo, a oscuras, como cuadro enmarcado, cenando
distraídamente.
—Largo —les dijo a los leones.
No se fueron.
Conocía exactamente el funcionamiento de la habitación. Emitías
tus pensamientos. Y aparecía lo que pensabas.
—Que aparezcan Aladino y su lámpara maravillosa —dijo
chasqueando los dedos.
La sabana siguió allí; los leones siguieron allí.
—¡Venga, habitación! ¡Que aparezca Aladino! —repitió.
No pasó nada. Los leones refunfuñaron dentro de sus pieles
recocidas.
—¡Aladino!
Volvió al comedor.
—Esa estúpida habitación está averiada —dijo—. No quiere
funcionar.
—O...
—¿O qué?
—O no puede funcionar —dijo Lydia—, porque los niños han
pensado en África y leones y muerte tantos días que la habitación es
víctima de la rutina.
—Podría ser.
—O que Peter la haya conectado para que siga siempre así.
—¿Conectado?
—Puede que haya manipulado la maquinaria, tocado algo.
—Peter no conoce la maquinaria.
—Es un chico listo para sus diez años. Su coeficiente de
inteligencia es...
—A pesar de eso...
—Hola, mamá. Hola, papá.
Los niños habían vuelto. Wendy y Peter entraron por la puerta
principal, con las mejillas como caramelos de menta y los ojos como
brillantes piedras de ágata azul. Sus monos de salto despedían un olor a
ozono después de su viaje en helicóptero.
—Llegáis justo a tiempo de cenar —dijeron los padres.
—Nos hemos atiborrado de helado de fresa y de perritos calientes
—dijeron los niños, cogidos de la mano—. Pero nos sentaremos un rato y
miraremos.
—Sí, vamos a hablar de vuestro cuarto de jugar —dijo George
Hadley.
Ambos hermanos parpadearon y luego se miraron uno al otro.
—¿El cuarto de jugar?
—De lo de África y de todo lo demás —dijo el padre con una falsa
jovialidad.
—No te entiendo —dijo Peter.
—Vuestra madre y yo hemos estado viajando por África;
Tomáswift y su león eléctrico — explicó George Hadley.
—En el cuarto no hay nada de África —dijo sencillamente Peter.
- Oh, vamos, Peter. Lo sabemos perfectamente.
- No me acuerdo de nada de África —le comentó Peter a Wendy—.
¿Y tú?
- No.
- Id corriendo a ver y volved a contárnoslo.
La niña obedeció.
- Wendy, ¡vuelve aquí! - dijo George Hadley, pero la niña ya se
había ido. Las luces de la casa la siguieron como una bandada de
luciérnagas. Demasiado tarde, George Hadley se dio cuenta de que había
olvidado cerrar con llave la puerta después de su última inspección.
- Wendy mirará y vendrá a contárnoslo - dijo Peter.
—Ella no me tiene que contar nada. Yo mismo lo he visto.
- Estoy seguro de que te has equivocado, padre.
- No me he equivocado, Peter. Vamos.
Pero Wendy volvía ya.
- No es África - dijo sin aliento.
- Ya lo veremos - comentó George Hadley, y todos cruzaron el
vestíbulo juntos y abrieron la puerta de la habitación.
Había un bosque verde, un río encantador, una montaña púrpura,
cantos de voces agudas, y Rima acechando entre los árboles. Mariposas de
muchos colores volaban, igual que ramos de flores animados, en trono a su
largo pelo. La sabana africana había desaparecido. Los leones habían
desaparecido. Ahora sólo estaba Rima, entonando una canción tan hermosa
que llenaba los ojos de lágrimas.
George Hadley contempló la escena que había cambiado.
- Id a la cama - les dijo a los niños.
Éstos abrieron la boca.
- Ya me habéis oído - dijo su padre.
Salieron a la toma de aire, donde un viento los empujó como a hojas
secas hasta sus dormitorios.
George Hadley anduvo por el sonoro claro y agarró algo que yacía
en un rincón cerca de donde habían estado los leones. Volvió caminando
lentamente hasta su mujer.
—¿Qué es eso? —preguntó ella.
—Una vieja cartera mía —dijo él.
Se la enseñó. Olía a hierba caliente y a león. Había gotas de saliva
en ella: la habían mordido, y tenía manchas de sangre en los dos lados.
Cerró la puerta de la habitación y echó la llave.
En plena noche todavía seguía despierto, y se dio cuenta de que su
mujer lo estaba también.
- ¿Crees que Wendy la habrá cambiado? —preguntó ella, por fin, en
la habitación a oscuras.
- Naturalmente.
- ¿Ha cambiado la sabana africana en un bosque y ha puesto a Rima
allí en lugar de los leones?
- Sí.
- ¿Por qué?
- No lo sé. Pero seguirá cerrada con llave hasta que lo averigüe.
—¿Cómo ha llegado allí tu cartera?
—Yo no sé nada —dijo él—, a no ser que estoy empezando a
lamentar que hayamos comprado esa habitación para los niños. Si los niños
son neuróticos, una habitación como ésa...
—Se suponía que les iba a ayudar a librarse de sus neurosis de un
modo sano.
—Es lo que me estoy empezando a preguntar —George Hadley
clavó la vista en el techo.
—Les hemos dado a los niños todo lo que quieren. Y ésta es nuestra
recompensa... ¡Secretos, desobediencia!
—¿Quién fue el que dijo que los niños son como alfombras a las
que hay que sacudir de vez en cuando? Nunca les levantamos la mano. Son
insoportables..., admitámoslo. Van y vienen según les apetece; nos tratan
como si los hijos fuéramos nosotros. Están echados a perder y nosotros
estamos echados a perder también.
—Llevan comportándose de un modo raro desde que hace unos
meses les prohibiste ir a Nueva York en cohete.
—No son lo suficientemente mayores para ir solos. Se lo expliqué.
—Da igual. Me he fijado que desde entonces se han mostrado
claramente fríos con nosotros.
—Creo que deberíamos hacer que mañana viniera David McClean
para que le echara un ojo a África.
Unos momentos después, oyeron los gritos.
Dos gritos. Dos personas que gritaban en el piso de abajo. Y luego,
rugidos de leones.
—Wendy y Peter no están en sus dormitorios - dijo su mujer.
Siguió tumbado en la cama con el corazón latiéndole con fuerza.
—No - dijo él -. Han entrado en el cuarto de jugar.
—Esos gritos... suenan a conocidos.
—¿De verdad?
—Sí, muchísimo.
Y aunque sus camas se esforzaron a fondo, los dos adultos no
consiguieron sumirse en el sueño durante otra hora más. Un olor a felino
llenaba el aire nocturno.
3
- ¿Padre? —dijo Peter.
- ¿Qué?
Peter se observó los zapatos. Ya no miraba nunca a su padre, ni a su
madre.
—Vas a cerrar con llave la habitación para siempre, ¿verdad?
—Eso depende.
—¿De qué? —soltó Peter.
—De ti y de tu hermana. De que mezcléis África con otras cosas...
Con Suecia, tal vez, o Dinamarca o China...
—Yo creía que teníamos libertad para jugar a lo que quisiéramos.
—La tenéis, con unos límites razonables.
—¿Qué pasa de malo con África, padre?
—Vaya, de modo que ahora admites que has estado haciendo que
aparezca África, ¿es así?
—No quiero que el cuarto de jugar esté cerrado con llave —dijo
fríamente Peter—. Nunca.
—En realidad estamos pensando en pasar un mes fuera de casa.
Libres de esta especie de existencia despreocupada.
—¡Eso sería espantoso! ¿Tendría que atarme los cordones de los
zapatos yo en lugar de dejar que me los ate el atador? ¿Y lavarme los
dientes y peinarme y bañarme?
—Sería divertido un pequeño cambio, ¿no crees?
—No, sería horripilante. No me gustó que quitaras el pintador de
cuadros el mes pasado.
—Es porque quería que aprendieras a pintar por ti mismo, hijo.
—Yo no quiero hacer nada excepto mirar y oír y oler. ¿Qué otra
cosa se puede hacer?
—Muy bien, vete a jugar a África.
—¿Cerrarás la casa pronto?
—Lo estamos pensando.
—Creo que será mejor que no lo penséis más, padre.
—¡No voy a consentir que me amenace mi propio hijo!
—Muy bien —y Peter penetró en el cuarto de jugar.
4
—¿Llego a tiempo? - dijo David McClean.
—¿Quieres desayunar? - preguntó George Hadley.
—Gracias, tomaré algo. ¿Cuál es el problema?
—David, tú eres psicólogo.
—Eso espero.
—Bien, pues entonces échale una mirada al cuarto de jugar de
nuestros hijos. Ya lo viste hace un año cuando viniste por aquí. ¿Entonces
no notaste nada especial en esa habitación?
—No podría decir que lo notara: la violencia habitual, cierta
tendencia hacia una ligera paranoia acá y allá, lo normal en niños que se
sienten perseguidos constantemente por sus padres; pero, bueno, de hecho
nada.
Cruzaron el vestíbulo.
—Cerré la habitación con llave —explico el padre—, y los niños
entraron en ella por la noche. Dejé que estuvieran dentro para que pudieran
formar los modelos y así tú los pudieras ver.
De la habitación salían gritos terribles.
—Ahí lo tienes —dijo George Hadley—. Veamos lo que consigues.
Entraron sin llamar.
—Salid afuera un momento, chicos —dijo George Hadley—. No,
no cambiéis la combinación mental. Dejad las paredes como están.
Con los niños fuera, los dos hombres se quedaron quietos
examinando a los leones agrupados a lo lejos que comían con deleite lo que
habían cazado.
—Me gustaría saber de qué se trata —dijo George Hadley—. A
veces casi lo consigo ver. ¿Crees que si trajese unos prismáticos potentes
y...?
David McClean se rió.
—Difícilmente —se volvió para examinar las cuatro paredes—.
¿Cuánto hace que pasa esto?
—Algo más de un mes.
—La verdad es que no me causa ninguna buena impresión.
—Yo quiero hechos, no impresiones.
—Mira, George querido, un psicólogo nunca ve un hecho en toda
su vida. Sólo presta atención a las impresiones, a cosas vagas. Esto no me
causa buena impresión, te lo repito. Confía en mis corazonadas y mi
intuición. Me huelo las cosas malas. Y ésta es muy mala. Mi consejo es que
desmontes esta maldita cosa y lleves a tus hijos a que me vean todos los
días para someterlos a tratamiento durante un año entero.
- ¿Es tan mala?
- Me temo que sí. Uno de los usos originales de estas habitaciones
era que pudiéramos estudiar los modelos que dejaba la mente del niño en
las paredes, y de ese modo estudiarlos con toda comodidad y ayudar al
niño. En este caso, sin embargo, la habitación se ha convertido en un canal
hacia... ideas destructivas, en lugar de una liberación de ellas.
- ¿Ya has notado esto con anterioridad?
- Lo único que he notado es que has echado a perder a tus hijos más
que la mayoría. Y ahora los has degradado de algún modo. ¿De qué modo?
—No les dejé que fueran a Nueva York.
—¿Y qué más?
—He quitado algunos de los aparatos de la casa y les amenacé, hace
un mes, con cerrar el cuarto de jugar como no hicieran los deberes del
colegio. Lo tuve cerrado unos cuantos días para que aprendieran.
—Vaya, vaya.
—¿Significa algo eso?
—Todo. Donde antes tenían a un Papá Noel, ahora tienen a un ogro.
Los niños prefieren a Papá Noel. Dejaste que esta casa os reemplazara a ti y
a tu mujer en el afecto de vuestros hijos. Esta habitación es su madre y su
padre, y es mucho más importante en sus vidas que sus padres auténticos.
Y ahora vas y la quieres cerrar. No me extraña que aquí haya odio. Se nota
que brota del cielo. Se nota en ese sol. George, tienes que cambiar de vida.
Lo mismo que otros muchos, la has construido en torno a las comodidades.
Mañana te morirías de hambre si en la cocina funcionara algo mal.
Deberías saber cascar un huevo. Sin embargo, desconéctalo todo. Empieza
de nuevo. Llevará tiempo. Pero conseguiremos obtener unos niños buenos
a partir de los malos dentro de un año, espera y verás.
—Pero ¿no será un choque excesivo para los niños cerrar la
habitación bruscamente, para siempre?
—Lo que yo no quiero es que profundicen más en esto, eso es todo.
Los leones estaban terminando su festín rojo.
Los leones se mantenían al borde del claro observando a los dos
hombres.
—Ahora estoy sintiendo que me persiguen —dijo McClean—.
Salgamos de aquí. Nunca me gustaron estas malditas habitaciones. Me
ponen nervioso.
—Los leones no son reales, ¿verdad? —dijo George Hadley—.
Supongo que no habrá ningún modo de...
—¿De qué?
- ... ¡De que se vuelvan reales!
- No, que yo sepa.
- ¿Algún fallo en la maquinaria, una avería o algo?
- No.
Se dirigieron a la puerta.
- No creo que a la habitación le guste que la desconecten - dijo el
padre.
- A nadie le gusta morir... Ni siquiera a una habitación.
- Me pregunto si me odia por querer desconectarla.
- La paranoia abunda por aquí hoy - dijo David McClean -. Puedes
utilizar esto como pista. Mira - se agachó y recogió un pañuelo de cuello
ensangrentado—. ¿Es tuyo?
- No - la cara de George Hadley estaba rígida -. Pertenece a Lydia.
Fueron juntos a la caja de fusibles y quitaron el que desconectaba el
cuarto de jugar.
Los dos niños estaban histéricos. Gritaban y pataleaban y tiraban
cosas. Aullaban y sollozaban y soltaban tacos y daban saltos por encima de
los muebles.
- ¡No le puedes hacer eso al cuarto de jugar, no puedes!
- Vamos a ver, chicos.
Los niños se arrojaron en un sofá, llorando.
- George - dijo Lydia Hadley -, vuelve a conectarla, sólo unos
momentos. No puedes ser tan brusco.
- No.
- No seas tan cruel.
- Lydia, está desconectada y seguirá desconectada. Y toda la
maldita casa morirá dentro de poco. Cuanto más veo el lío que nos ha
originado, más enfermo me pone. Llevamos contemplándonos nuestros
ombligos electrónicos, mecánicos, demasiado tiempo. ¡Dios santo, cuánto
necesitamos una ráfaga de aire puro!
Y se puso a recorrer la casa desconectando los relojes parlantes, los
fogones, la calefacción, los limpiazapatos, los restregadores de cuerpo y las
fregonas y los masajeadores y todos los demás aparatos a los que pudo
echar mano.
La casa estaba llena de cuerpos muertos, o eso parecía. Daba la
sensación de un cementerio mecánico. Tan silenciosa. Ninguna de la oculta
energía de los aparatos zumbaba a la espera de funcionar cuando apretaran
un botón.
- ¡No les dejes hacerlo! - gritó Peter al techo, como si hablara con la
casa, con el cuarto de jugar -. No dejes que mi padre lo mate todo —se
volvió hacia su padre -. ¡Te odio!
- Los insultos no te van a servir de nada.
- ¡Quisiera que estuvieses muerto!
- Ya lo estamos, desde hace mucho. Ahora vamos a empezar a vivir
de verdad. En lugar de que nos manejen y nos den masajes, vamos a vivir.
Wendy todavía seguía llorando y Peter se unió a ella.
- Sólo un momento, sólo un momento, sólo otro momento en el
cuarto de jugar - gritaban.
- Oh, George - dijo la mujer -. No les hará daño.
- Muy bien... muy bien, siempre que se callen. Un minuto, tenedlo
en cuenta, y luego desconectada para siempre.
- Papá, papá, papá - dijeron alegres los chicos, sonriendo con la cara
llena de lágrimas.
- Y luego nos iremos de vacaciones. David McClean volverá dentro
de media hora para ayudarnos a recoger las cosas y llevarnos al aeropuerto.
Me voy a vestir. Conecta la habitación durante un minuto. Lydia, sólo un
minuto, tenlo en cuenta.
Y los tres se pusieron a parlotear mientras él dejaba que el tubo de
aire le aspirara al piso de arriba y empezaba a vestirse por sí mismo. Un
minuto después, apareció Lydia.
- Me sentiré muy contenta cuando nos vayamos —dijo suspirando.
- ¿Los has dejado en el cuarto?
- También yo me quería vestir. Oh, esa espantosa África. ¿Qué le
pueden encontrar?
- Bueno, dentro de cinco minutos o así estaremos camino de Iowa.
Señor, ¿cómo se nos ocurrió tener esta casa? ¿Qué nos impulsó a comprar
una pesadilla?
- El orgullo, el dinero, la estupidez.
- Creo que será mejor que baje antes de que esos chicos vuelvan a
entusiasmarse con esas malditas fieras.
Precisamente entonces oyeron que llamaban los niños.
- Papá, mamá, venid enseguida... ¡enseguida!
Bajaron al otro piso por el tubo de aire y atravesaron corriendo el
vestíbulo. Los niños no estaban a la vista.
- ¿Wendy? ¡Peter!
Corrieron al cuarto de jugar. En la sabana africana no había nadie a
no ser los leones, que los miraban.
- ¿Peter, Wendy?
La puerta se cerro dando un portazo.
- ¡Wendy, Peter!
George Hadley y su mujer dieron la vuelta y corrieron a la puerta.
- ¡Abrid esta puerta! - gritó George Hadley, tratando de hacer girar
el picaporte -. ¡Han cerrado por fuera! ¡Peter! - golpeó la puerta -. ¡Abrid!
Oyó la voz de Peter fuera, pegada a la puerta.
- No les dejéis desconectar la habitación y la casa - estaba diciendo.
George Hadley y su mujer daban golpes en la puerta.
- No seáis absurdos, chicos. Es hora de irse. El señor McClean
llegará en un momento y...
Y entonces oyeron los sonidos.
Los leones los rodeaban por tres lados. Avanzaban por la hierba
amarilla de la sabana, olisqueando y rugiendo.
Los leones.
George Hadley miró a su mujer y los dos se dieron la vuelta y
volvieron a mirar a las fieras que avanzaban lentamente, encogiéndose, con
el rabo tieso.
George Hadley y su mujer gritaron.
Y de repente se dieron cuenta del motivo por el que aquellos gritos
anteriores les habían sonado tan conocidos.
5
- Muy bien, aquí estoy - dijo David McClean a la puerta del cuarto
de jugar -. Oh, hola - miró fijamente a los niños, que estaban sentados en el
centro del claro merendando. Más allá de ellos estaban la charca y la
sabana amarilla; por encima había un sol abrasador. Empezó a sudar—.
¿Dónde están vuestros padres?
Los niños alzaron la vista y sonrieron.
- Oh, estarán aquí enseguida.
- Bien, porque nos tenemos que ir - a lo lejos, McClean distinguió a
los leones peleándose. Luego vio cómo se tranquilizaban y se ponían a
comer en silencio, a la sombra de los árboles.
Lo observó con la mano encima de los ojos entrecerrados.
Ahora los leones habían terminado de comer. Se acercaron a la
charca para beber.
Una sombra parpadeó por encima de la ardiente cara de McClean.
Parpadearon muchas sombras. Los buitres bajaban del cielo abrasador.
- ¿Una taza de té? - preguntó Wendy en medio del silencio.
******************************
El hombre ilustrado se movía en sueños. Se volvía a un lado y a
otro, y con cada movimiento una escena nueva comenzaba a animarse, y le
coloreaba la espalda, el brazo, la muñeca. El hombre ilustrado alzó una
mano sobre la oscura hierba de la noche. Los dedos se abrieron y allí, en su
palma, otra ilustración nació a la vida. El hombre ilustrado se volvió hacia
mí y allí en su pecho había un espacio vacío, negro y estrellado, profundo,
y algo se movía entre esas mismas estrellas, algo que caía en la oscuridad,
que caía, mientras yo lo miraba...

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