miércoles, abril 24, 2013

REMEDIO PARA MELANCOLICOS por RAY BRADBURY




-Busquen ustedes unas sanguijuelas, sángrenla -di­jo el doctor Gimp.
-Si ya no le queda sangre -se quejó la señora Wilkes-. Oh, doctor, ¿qué mal aqueja a nuestra Ca­millia?
-Camillia no se siente bien.
-¿Sí, sí?
El buen doctor frunció el ceño.
-Camillia está decaída.
-¿Qué más, qué más?
-Camillia es la llama trémula de una bujía, y no me equivoco.
-Ah, doctor Gimp -protestó el señor Wilkes-. Se despide diciendo lo que dijimos nosotros cuando us­ted llegó.
-¡No, más, más! Denle estas píldoras al alba, al mediodía y a la puesta de sol. ¡Un remedio soberano!
-Condenación. Camillia está harta de remedios so­beranos.
-Vamos, vamos. Un chelín y me vuelvo escaleras abajo.
-¡Baje pues, y haga subir al Demonio!
El señor Wilkes puso una moneda en la mano del buen doctor.
El médico, jadeando, aspirando rapé, estornudan­do, se lanzó a las bulliciosas calles de Londres, en una húmeda mañana de la primavera de 1762.
El señor y la señora Wilkes se volvieron hacia el lecho donde yacía la dulce Camillia, pálida, delgada, sí, pero no por eso menos hermosa, de inmensos y húmedos ojos lilas, la cabellera un río de oro sobre la almohada.
-Oh -Camillia sollozaba casi-. ¿Qué será de mí? Desde que llegó la primavera, tres semanas atrás, soy un fantasma en el espejo: me doy miedo. Pensar que moriré sin haber cumplido veinte años.
-Niña -dijo la madre-, ¿qué te duele?
-Los brazos, las piernas, el pecho, la cabeza. Cuán­tos doctores, ¿seis? Todos me dieron vuelta como una chuleta en un asador. Basta ya. Por Dios, déjenme morir intacta.
-Qué mal terrible, qué mal misterioso -dijo la madre-. Oh, señor Wilkes, hagamos algo.
-¿Qué? -preguntó el señor Wilkes, enojado-. ¡Ol­vídate del médico, el boticario, el cura, ¡y amén! Me han vaciado el bolsillo. Qué quieres, ¿que corra a la calle y traiga al barrendero?
-Sí -dijo una voz.
Los tres se volvieron, asombrados.
-¡Cómo!
Se habían olvidado totalmente de Jamie, el herma­no menor de Camillia. Asomado a una ventana dis­tante, se escarbaba los dientes, y contemplaba la llo­vizna y el bullicio de la ciudad.
-Hace cuatrocientos años -dijo Jamie. con calma ­se ensayó, y con éxito. No llamemos al barrendero, no, no. Alcen a Camillia, con cama y todo, llévenla abajo y déjenla en la calle, junto a la puerta.
-¿Por  qué? ¿Para qué?
-En una hora desfilan mil personas por la puer­ta. -Los ojos le brincaban a Jamie mientras conta­ba.- En un día, pasan veinte mil personas a la ca­rrera, cojeando o cabalgando. Todos verán a mi hermana enferma, todos le contarán los dientes, le tirarán de las orejas, y todos, todos, sí, ofrecerán un remedio soberano. Y uno de esos remedios puede ser el que ella necesita.
-Ah -dijo el señor Wilkes, perplejo.
-Padre --dijo Jamie sin aliento-. ¿Conociste algu­na vez a un hombre que no creyera ser el autor de la Materia Médica? Este ungüento verde para el ar­dor de garganta, aquella cataplasma de grasa de buey para la gangrena o la hinchazón. Pues bien, ¡hay diez mil boticarios que se nos escapan, toda una sa­biduría que se nos pierde!
-Jamie, hijo, eres increíble.
-¡Cállate! -dijo la señora Wilkes-. Ninguna hija mía será puesta en exhibición en esta ni en ninguna calle. . .
-¡Vamos, mujer! -dijo el señor Wilkes-. Camillia se derrite como un copo de nieve y dudas en sacarla de este cuarto caldeado. Jamie, ¡levanta la cama!
La señora Wilkes se volvió hacia su hija.
-¿Camillia?
-Me da lo mismo morir a la intemperie -dijo Ca­millia- donde la brisa fresca me acariciará los. bucles cuando yo. ..
-¡Tonterías! -dijo el padre-. No te morirás. Ja­mie, ¡arriba! ¡Ajá! ¡Eso es! ¡Quítate del paso, mu­jer! Arriba, hijo, ¡más alto!
-Oh -exclamó débilmente Camillia-. Estoy volan­do, volando...
De pronto, un cielo azul se abrió sobre Londres. La población, sorprendida, se precipitó a la calle, de­seosa de ver, hacer, comprar alguna cosa. Los ciegos cantaban, los perros bailoteaban, los payasos cabrio­laban, los niños dibujaban rayuelas y se arrojaban pelotas como si fuera tiempo de carnaval.
En medio de todo este bullicio, tambaleándose, con las caras encendidas, Jamie y el señor Wilkes traspor­taban a Camillia, que navegaba como una papisa allá arriba, en la cama-berlina, con los ojos cerrados, orando.
-¡Cuidado! -gritó la señora Wilkes-. ¡Ah, está muerta! No. Allí. Bájenla suavemente...
Por fin la cama quedó apoyada contra el frente de la casa, de modo que el río de humanidad que pa­saba por allí pudiese ver a Camillia, una muñeca Bartolemy grande y pálida, puesta al sol como un trofeo.
-Trae pluma, tinta y papel, muchacho -dijo el  padre-. Tomaré nota de los síntomas y de los re­medios. Los estudiaremos a la noche. Ahora...
Pero ya un hombre entre la multitud contempla­ba a Camillia con mirada penetrante.
-¡Está enferma! -dijo.
-Ah -dijo el señor Wilkes, alegremente-. Ya em­pieza. La pluma, hijo. Listo. ¡Adelante, señor!
-No se siente bien. -El hombre frunció el ceño. -Está decaída...
-No se siente bien... Está decaída... -escribió el señor Wilkes, y de pronto se detuvo-. ¿Señor? -Lo miró con desconfianza.- ¿Es usted médico?
-Sí, señor.
-¡Me pareció haber oído esas palabras! Jamie, to­ma mi bastón, ¡échalo de aquí! ¡Fuera, señor, fuera!
Ya el hombre se alejaba blasfemando, terriblemen­te exasperado.
-No se siente bien, y está decaída... ¡bah! -imitó el señor Wilkes, y se detuvo. Pues ahora una mujer, alta y delgada como un espectro recién salido de la tumba, señalaba con un dedo a Camillia Wilkes.
-Vapores -entonó.
-Vapores -escribió el señor Wilkes, satisfecho.
-Fluido pulmonar -canturreó la mujer.
-¡Fluido pulmonar! -escribió el señor Wilkes, ra­diante-. Bueno, esto está mejor.
-Necesita un remedio para la melancolía -dijo la mujer débilmente-. ¿Hay en esta casa. tierra de momias. para hacer una pócima? Las mejores momias son las egipcias, árabes, hirasfatas, libias, todas muy útiles para los trastornos magnéticos. Pregunten por mí, la Gitana, en Flodden Road. Vendo piedra perej­il, incienso macho...
-Flodden Road, piedra perejil... ¡más despacio, mujer!
-Opobálsamo, valeriana póntica...
-¡Aguarda, mujer! ¡Opobálsamo, sí! ¡Que no se va­ya, Jamie!
Pero la mujer se escabulló, nombrando medica­mentos.
Una muchacha de no más de diecisiete años, se acer­có y observó a Camillia Wilkes.
-Está. . .
-¡Un momento! -El señor Wilkes escribía febril­mente.- Trastornos magnéticos, valeriana póntica. ¡Diantre! Bueno, niña, ya. ¿Qué ves en el rostro de mi hija? La miras fijamente, respiras apenas. ¿Bueno?
-Está... -La extraña joven escudriñó profunda­mente los ojos de Camillia y balbuceó:- Sufre de... de...
-¡Dílo de una vez!
-Sufre de... de... ¡oh!
Y la joven, con una última mirada de honda sim­patía, se perdió en la multitud.
-¡Niña tonta!
-No, papá -murmuró Camillia, con los ojos muy abiertos-. Nada tonta. Veía. Sabía. Oh, Jamie, corre a buscarla, ¡díle que te explique!
-¡No, no ofreció nada! En cambio la gitana, ¡mi­ra su lista!
-Ya sé, papá.
Camillia, más pálida que nunca, cerró los ojos.
Alguien carraspeó.
Un carnicero,. de delantal ensangrentado como un campo de batalla, se atusaba el mostacho fiero.
-He visto vacas con esa mirada -dijo-. Las curé con aguardiente y tres huevos frescos. En invierno yo mismo me curo con este elixir...
-¡Mi hija no es una vaca, señor! -El señor Wilkes dejó caer la pluma.- ¡Tampoco es carnicero, y esta­mos en primavera! ¡Apártese, señor! ¡Hay gente que espera!
Y en verdad, ahora una inmensa multitud, atraída por los otros, clamaba queriendo aconsejar una pó­cima favorita, o recomendar un sitio campestre don­de llovía menos y había más sol que en toda Ingla­terra o el Sur de Francia. Ancianos y ancianas, doctos como todos los viejos, se atropellaban unos a otros en una confusión de bastones, en falanges de muletas y de báculos.
-¡Atrás! ¡Atrás! -gritó, alarmada, la señora Wil­kes-. ¡Aplastarán a mi hija como una cereza tierna!
-¡Fuera de aquí!
Jamie tomó los báculos y muletas y los lanzó por encima de la multitud, que se alejó en busca de los miembros perdidos.
-Padre, me desmayo, me desmayo -musitó Ca­millia.
-¡Padre! -exclamó Jamie-. Sólo hay un medio de impedir este tumulto. ¡Cobrarles! ¡Que paguen por opinar sobre esta dolencia!
-Jamie, ¡tú sí que eres mi hijo!  Pronto, mucha­cho, ¡pinta un letrero! ¡Escuchen, señoras y señores! ¡Dos peniques! ¡A la cola, por favor, formen fila! Dos peniques por cada consejo. Muestren el dinero, ¡así! Eso es. Usted, señor. Usted, señora. Y usted, se­ñor. ¡Y ahora la pluma! ¡Comencemos!
El gentío bullía como un mar encrespado. Camillia abrió un ojo y volvió a desmayarse.  

Crepúsculo, las calles casi desiertas, sólo algunos vagabundos. Se oyó un tintineo familiar y los párpa­dos de Camillia temblaron como alas de mariposa.
-¡Trescientos noventa y nueve, cuatrocientos pe­niques!
El señor Wilkes echó en la alforja la última mo­neda de plata.
-¡Listo!
-Tendré un coche fúnebre hermoso y negro -dijo la joven pálida.
-¡Cállate! ¿Quién pudo imaginar, oh familia mía, que tanta gente, doscientos, pagaría por darnos su opinión?
-Sí -dijo la señora Wilkes-. Esposas, maridos, hi­jos, todos hacen oídos sordos, nadie escucha a nadie. Por eso pagan de buen grado a quien los escucha. Pobrecitos, todos creyeron hoy que ellos y sólo ellos conocían la angina, la hidropesía, el muermo, sabían distinguir la baba de la urticaria. Y así hoy somos ricos, y doscientas personas se sienten felices, luego de haber descargado frente a nuestra puerta toda su ciencia médica.
-Cielos, costó trabajo alejarlos. Al fin se fueron, mordisqueando como cachorros.
-Lee la lista, padre -dijo Jamie-. De las doscien­tas medicinas, ¿cuál será la verdadera?
-No importa -murmuró Camillia, suspirando-. Oscurece ya, y esos nombres me revuelven el estóma­go. Quisiera ir arriba.
-Sí, querida. ¡Jamie, ayúdame!
-Por favor -dijo una voz.
Los hombres, que ya se encorvaban, se irguieron para mirar.
El que había hablado era un barrendero de apa­riencia y estatura ordinarias, de cara de hollín, y en medio de la cara dos ojos azules y traslúcidos y la hendedura blanca de una sonrisa de marfil. De las mangas, de los pantalones, cada vez que se movía, o hablaba con voz serena, o gesticulaba, brotaba una nube de polvo.
-No pude llegar antes a causa del gentío -dijo el hombre, que tenía en las manos una gorra sucia-. Iba ya para casa, y decidí venir. ¿He de pagar?
-No, barrendero, no es necesario -dijo Camillia.
-Espera... -protestó el señor Wilkes.
Pero Camillia lo miró dulcemente y el señor Wil­kes calló.
-Gracias, señora. -La sonrisa del barrendero res­plandeció como un rayo de sol en el crepúsculo. -Tengo un solo consejo.
Miraba a Camillia. Camillia lo miraba.
-¿No es hoy la noche de. San Bosco, señor, señora?
-¿Quién lo sabe? ¡Yo no, señor! -dijo el señor Wilkes.
-Yo creo que es la noche de San Bosco, señor. Y además, es noche de plenilunio. Pues bien -prosi­guió el barrendero humildemente, sin poder apartar la mirada de la hermosa joven enferma-, tienen que dejar a la hija de ustedes a la luz de esta luna cre­ciente.
-¡A la intemperie y a la luz de la luna! -excla­mó la señora Wilkes.
-¿No vuelve lunáticos a los hombres? -preguntó Jamie.
-Perdón, señor. -El barrendero hizo una reveren­cia.- Pero la luna llena cura a todos los animales enfermos, ya sean humanos o simples bestias del cam­po. El plenilunio es un color sereno, una caricia re­posada, y modela delicadamente el espíritu, y tam­bién el cuerpo.
-Pero, ¿y si llueve? -dijo la madre, inquieta.
-Lo juro -prosiguió rápidamente el barrendero-. Mi hermana padecía de esta misma desmayada pali­dez. Una noche de primavera la dejamos como una maceta de lirios, a la luz de la luna. Ahora vive en Sussex, verdadero espejo de salud recobrada.
-¡Salud recobrada! ¡Plenilunio! Y no nos costará un solo penique de los cuatrocientos que nos dieron hoy, madre, Jamie, Camillia.         
 -¡No! -dijo la señora Wilkes-. No lo permitiré.
-Madre -dijo Camillia, mirando ansiosamente al barrendero.
El barrendero de cara tiznada contemplaba a Ca­millia, y su sonrisa era como una cimitarra en la os­curidad.
-Madre -dijo Camillia-. Es un presentimiento. La luna me curará, sí, sí.
La madre suspiró.
-Este no es mi día, ni mi noche. Déjame besarte por última vez, entonces. Así.
Y la madre entró en la casa.
El barrendero se alejaba ahora, haciendo corteses reverencias.
-Toda la noche, entonces, recuérdenlo, a la luz de la luna, y que nadie la moleste hasta el alba. Que duerma usted bien, señorita. Sueñe, y sueñe lo mej­or. Buenas noches.
El hollín se desvaneció en el hollín; el hombre desapareció.
El señor Wilkes y Jamie besaron la frente de Ca­millia.
-Padre, Jamie -dijo la joven-. No hay por qué preocuparse.
Camillia quedó sola, mirando fijamente a lo lejos.
Allá, en la oscuridad, parecía que una sonrisa titi­laba, se apagaba, y se encendía otra vez, y luego se perdía en una esquina.
Camillia aguardó a que saliera la luna.

La noche en Londres, voces soñolientas en las ta­bernas, portazos, despedidas de borrachos, tañidos de relojes. Camillia vio una gata que se deslizaba co­mo una mujer envuelta en pieles; vio a una mujer que se deslizaba como una gata, sabias las dos, silen­ciosas, egipcias, oliendo a especias. Cada cuarto de hora llegaba desde la casa una voz:
-¿Estás bien, hija?
-Sí, padre.
-¿Camillia?
-Madre, Jamie, estoy muy bien.
Y al fin:
-Buenas noches.
-Buenas noches.
Se apagaron las últimas luces. La ciudad dormía.
La luna se asomó.
Y a medida que la luna subía, los ojos de Camillia se agrandaban y miraban las alamedas, los patios, las calles, hasta que por fin, a media noche, la luna ilu­minó a Camillia, y la muchacha fue como una figura de mármol sobre una tumba antigua.
Un movimiento en la oscuridad. Camillia aguzó el oído.
Una suave melodía brotaba del aire.
Un hombre esperaba en la calle sombría.
Camillia contuvo el aliento.
El hombre avanzó hacia la luz de la luna, tañen­do suavemente un laúd. Era un hombre bien vestido, de rostro hermoso, y, al menos ahora, solemne.
-Un trovador -dijo en voz alta Camillia.
El hombre, con un dedo sobre los labios, se acercó silenciosamente, y se detuvo pronto junto al lecho.
-¿Qué hace aquí, señor, a estas horas? -preguntó la joven. No sabía por qué, pero no tenía miedo.
-Un amigo me envió a ayudarte.
El hombre rozó las cuerdas del laúd, que cantu­rrearon dulcemente. Era hermoso, en verdad, envuel­to en aquella luz de plata.
-Eso no puede ser -dijo Camillia-. Me dijeron que la luna me curaría.
-Y lo hará, doncella.
-¿Qué canciones canta usted?
-Canciones de noches de primavera, de dolores y males sin nombre. ¿Quieres que nombre tu mal, don­cella?
-Si lo sabe...
-Ante todo, los síntomas: fiebres violentas, fríos súbitos, pulso rápido y luego lento, arranques de có­lera, luego una calma dulcísima, accesos de ebriedad luego de beber agua de pozo, vértigos cuando te to­can así, nada más...
El hombre rozó la muñeca de Camillia, que cayó en un delicioso abandono.
-Depresiones, arrebatos -prosiguió el hombre-. Sueños...
-¡Basta! -exclamó Camillia, fascinada-. Me cono­ce usted al dedillo. Nombre mi mal, ¡ahora!
-Lo haré. -El hombre apoyó los labios en la pal­ma de la mano de Camillia, y la joven se estremeció violentamente.- Tu mal se llama Camillia Wilkes.
-Qué extraño. -Camillia tembló, y en los ojos le brilló un fuego de lilas.- ¿De modo que soy mi propia dolencia? ¡Qué daño me hago! Ahora mismo, sienta mi corazón.
-Lo siento, sí.
-Los brazos, las piernas, arden con el calor del verano.
-Sí. Me queman los dedos.
-Y ahora, al viento nocturno, mire cómo tiemblo, ¡de frío! Me muero, me muero, ¡lo juro!
-No dejaré que te mueras -dijo el hombre en voz baja.
-¿Es usted un doctor, entonces?
-No, soy sólo tu médico, tu médico vulgar y co­mún, como esa otra persona que hoy adivinó tu mal. La muchacha que iba a nombrarlo y se perdió en la multitud.
-Sí. Vi en sus ojos que ella sabía. Pero ahora me castañetean los dientes. Y no tengo manta con que cubrirme.
-Déjame sitio, por favor. Así. Así. Veamos: dos brazos, dos piernas, cabeza y cuerpo. ¡Estoy todo aquí!
-Pero, señor...
-Para sacarte el frío de la noche, claro está.
-Oh, ¡si es como un hogar! Pero señor, señor, ¿no lo conozco? ¿Cómo se llama usted?
La cabeza del hombre se alzó rápidamente y echó una sombra sobre la cabeza de la joven. En el rostro del hombre resplandecían los ojos azules y .cristalinos y la hendidura de marfil de la sonrisa.
-Bueno, Bosco, por supuesto --dijo.
-¿No es ése el nombre de un santo?
-Dentro de una hora me llamarás así, sin duda.
Acercó la cabeza. Y entonces, en el hollín de la sombra, Camillia, llorando de alegría, reconoció al barrendero.
-Oh, ¡el mundo da vueltas! ¡Me siento morir! ¡El remedio, dulce doctor, o todo se habrá perdido!
-El remedio -dijo el hombre-. Y el remedio es este...
En alguna parte, los gallos cantaban. Un zapato, lanzado desde una ventana, pasó por encima de ellos y golpeó una cerca. Después todo fue silencio, y luna…

-Chist...
El alba. El señor y la señora Wilkes bajaron en .puntillas las escaleras y espiaron la calle.             -Muerta de frío, después de una noche terrible, ¡estoy segura!
-¡No, mujer, mira! ¡Vive¡ Tiene rosas en las me­jillas. No, más que rosas. Duraznos, ¡cerezas! Mírala cómo resplandece, ¡toda blanca y rosada! Nuestra dulce Camillia, viva y hermosa, sana una vez más.
Padre y madre se inclinaron junto al lecho de la joven dormida.
-Sonríe, está soñando. ¿Qué dice?
-El remedio -suspiró la joven-, el remedio so­berano.
-¿Cómo, cómo?
La joven volvió a sonreír, en sueños, con una blan­ca sonrisa.
-Un remedio -murmuró-, ¡un remedio para la melancolía!
Camillia abrió los ojos.
-Oh, ¡madre! ¡Padre!
-¡Hija! ¡Niña! ¡Ven arriba!
-No. -Camillia les tomó las manos, tiernamente.-­¿Madre? ¿Padre?
-¿Sí?
-Nadie nos verá. El sol asoma apenas. Por favor, bailemos juntos.
Resistiéndose, celebrando no sabían qué, los padres bailaron.




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