lunes, mayo 13, 2013

LA AVENTURA DE UN MIOPE por ITALO CALVINO



Amilcare Carruga aún era joven, no desprovisto
de recursos, sin exageradas ambiciones materiales o
espirituales; por ende, nada le impedía gozar de la
vida. Sin embargo, se dio cuenta de que desde hacía
algún tiempo, casi imperceptiblemente, su vida le
resultaba insípida. Lo notó en pequeños detalles
como, por ejemplo, el mirar a las mujeres. Antes,
les echaba la mirada encima, con avidez; ahora las
miraba quizá instintivamente, pero pronto le parecía
que éstas pasaban como el viento, sin suscitar
en él ninguna sensación y entonces bajaba los párpados,
con indiferencia. Antes, las ciudades lo
exaltaban —viajaba a menudo, pues se dedicaba al
comercio—; ahora le provocaban fastidio, confusión,
aturdimiento.Viviendo solo, antes le gustaba ir todas
las noches al cine; se divertía con cualquier programa.
Quien va todas las noches al cine es como si
viera una sola película muy larga, en episodios: conoce
a todos los actores, incluso las caricaturas y los
extras, y el poder reconocerlos se vuelve algo divertido.
Pero ahora todas esas caras le parecían desleídas,
chatas, anónimas. Se aburría.
Al fin comprendió. Era miope. El oculista le recetó
un par de anteojos. Su vida cambió desde ese momento,
se convirtió en algo cien veces más rico e interesante
que antes.
El simple hecho de ponerse los lentes era siempre
emocionante. Cuando se hallaba, digamos, en una
parada del tranvía y lo embargaba la tristeza de que
todo, personas y objetos a su alrededor, fuera tan genérico,
banal y desgastado, y él en medio de un
mundo de formas blandas y de colores desvaídos, se
ponía los lentes para leer el número del tranvía que
llegaba, y entonces todo cambiaba. Las cosas más
anodinas, como los postes de luz, se dibujaban entonces
con todos sus minuciosos detalles, con líneas
muy nítidas, y las caras, las caras desconocidas, se llenaban
de pormenores, puntitos de barba, espinillas,
matices expresivos antes insospechados; sabía de qué
tela estaban hechos los trajes y vestidos, adivinaba el
tejido, descubría el desgaste de los bordes.Ver se convertía
en un espectáculo, una diversión; no ver esto o
aquello, sino sólo el hecho de ver.De ese modo Amilcare
Carruga se olvidaba de ver el número de los tranvías,
perdía un tren tras otro, o bien abordaba un tren
equivocado.Veía tal cantidad de cosas, que era como
si ya no viera nada. Hubo de acostumbrarse a ello
poco a poco, aprender desde un principio lo que era
inútil ver y lo que era necesario.
Las mujeres que encontraba en la calle -quienes
se habían reducido a impalpables sombras desafocadas,
las que ahora veía en su exacto juego de oquedades
y protuberancias que producen sus cuerpos al
moverse bajo los vestidos, pudiendo ahora apreciar
la frescura de la piel y el calor contenido de sus miradas-,
volvían a ser no sólo objetos de contemplación,
sino cuerpos que poseía con la mirada.A veces
caminaba sin los lentes (no se los ponía siempre,
para no cansarse inútilmente, sino sólo cuando quería
ver lejos) y veía perfilarse vagamente un vestido
de color vivo frente a él, sobre la acera. Con un gesto
ya automático Amilcare sacaba de la bolsa los lentes
y se los montaba sobre la nariz. Esta indiscriminada
avidez de sensaciones recibía a menudo un castigo:
se trataba de una vieja. Amilcare Carruga se volvió
más cauto. A veces, por el modo de caminar y por
los colores del vestido, alguna mujer le parecía demasiado
modesta o insignificante y no se tomaba la
molestia de ponerse los lentes; pero cuando llegaban
a rozarse e intuía en ella algo que lo atraía sensiblemente,
quién sabe qué, creyendo captar en ese
instante una mirada de ella, una mirada sostenida
que él creía descubrir cuando ella comenzaba a alejarse,
se ponía lentes. Pero ya era tarde; había dado
vuelta en la esquina, abordado el autobús, o estaba
más allá del semáforo, y no hubiera podido reconocerla.
Así,mediante la necesidad de los lentes, poco
a poco iba aprendiendo a vivir.
Pero el mundo más nuevo que le descubrían los
lentes era el de la noche. La ciudad nocturna, envuelta
ya en informes nubes de oscuridad y multicolores
claridades, le revelaba ahora contornos exactos,
relieves, perspectivas; las luces tenían perfiles precisos,
los anuncios de neón, hundidos antes en un resplandor
confuso, ahora escandían sus letras una por
una. Sin embargo, lo bueno de la noche consistía en
que los lentes conservaban a esa hora el margen de
indeterminación que desaparecía durante el día. A
veces, Amilcare Carruga sentía el deseo de ponerse
los lentes, pero se deba cuenta de que ya los llevaba
puestos; la sensación de plenitud no se equiparaba
nunca al de la insatisfacción. La oscuridad era un terreno
sin fondo en el cual jamás se cansaba de escarbar.
Andando por las calles, recorriendo con la
mirada las casas manchadas de ventanas finalmente
cuadradas, alzaba los ojos hacia el cielo estrellado:
descubría que las estrellas no estaban aplastadas en
el fondo del cielo como huevos rotos, sino que eran
punzaduras agudísimas de luz que abrían a su alrededor
infinitas lejanías.
Estas nuevas preocupaciones acerca de la realidad
del mundo externo estaban aparejadas a las de lo
que él mismo era, originadas por el uso de los lentes.
Amilcare Carruga no se daba mucha importancia a
sí mismo, pero -como le ocurre con frecuencia a las
personas más modestas- estaba muy encariñado
con su manera de ser. Sin embargo, el pasaje de la
categoría de los hombres sin lentes a la de los hombres
con lentes, parece cualquier cosa, pero se trata
de un salto muy grande. No hay que olvidar que
cuando se trata de definir a alguien que uno no conoce
bien lo primero que se dice: es“el de los lentes”.
Y así ese detalle accesorio, que quince días
antes era una cosa completamente extraña, se convierte
en nuestro primer atributo, se identifica con
nuestra propia esencia. A Amilcare le molestaba un
poco el hecho de haberse vuelto, de primas a primeras,“
el de los lentes”. Pero lomás grave de todo esto
está en que comience a insinuársenos la duda de
que todo lo que tiene que ver con nosotros es puramente
accidental, posible de transformación, que
uno podría ser completamente distinto y nada importaría;
y he aquí que por esta vía puede uno llegar
a pensar que da lo mismo existir o no existir, y que
la desesperación se halla a un solo paso. Por eso
Amilcare, al escoger la montadura para sus lentes,
optó instintivamente por la más sutil y minimizadora,
nada más que un par de gráciles gafas plateadas
que sujetaran los lentes por la parte superior y
un puentecillo para unirlos sobre el tabique nasal.
Así anduvo contento durante algún tiempo; luego
se dio cuenta de que no era feliz. Si de pronto se veía
en el espejo con los lentes puestos, experimentaba
una viva antipatía por su cara, como si fuera la cara
típica de una categoría de personas que le eran totalmente
extrañas. Eran precisamente esos anteojos
tan discretos y ligeros, casi femeninos, lo que lo
hacía parecer más que nunca“el de los lentes”, uno
que no hubiera hecho otra cosa en su vida que usar
lentes, uno que ni siquiera se da cuenta de que los
usa. Esos lentes entraban a formar parte de su vida,
se amalgamaban con sus facciones, atenuando cualquier
contraste natural entre lo que era su cara —
una cara común, pero de cualquier modo una caray
aquel objeto extraño, un producto de la industria.
No le gustaban; por eso no tardaron en caer al
suelo y romperse. Compró otro par. Esta vez
orientó su elección en sentido opuesto: escogió un
par con montadura de plástico negro, un marco de
dos dedos de ancho, dos placas laterales que partían
de los pómulos como tapojos de caballo y dos pesadas
palancas que le doblaban los lóbulos de las orejas.
Era una especie de antifaz que le tapaba media
cara, pero bajo ese artefacto podía sentirse a sí
mismo: no cabía duda de que él era una cosa y los
anteojos otra muy distinta, completamente separada.
Es claro que sólo ocasionalmente los usaba, y
que, sin anteojos, era un hombre totalmente
distinto.Volvió a sentirse feliz, en la medida que su
naturaleza se lo consentía.
En ese tiempo tuvo que ir aV., a causa de ciertos
negocios.V. era la ciudad natal deAmilcare Carruga,
en la cual había transcurrido toda su juventud.Hacía
diez años que la había dejado, y regresaba a ellamuy
de vez en cuando, en visitas pasajeras y esporádicas.
Todo mundo sabe lo que le sucede a cualquiera que
se aleje de un ambiente en que haya vivido mucho
tiempo; cómo al regresar a éste, después de largos
intervalos de ausencia, se siente desarraigado y le
parece que las aceras, los amigos, las charlas de café
o lo son todo o pierden toda significación; se les frecuenta
día tras día o no es posible ya entrar de nuevo
en ese ambiente, y la idea de revisitarlo después de
mucho tiempo provoca un cierto remordimiento.Así
fue que Amilcare había desechado las ocasiones de
volver a V., puesto que ocasiones no le habían faltado.
En los últimos años, además de la actitud negativa
hacia su ciudad natal y del estado de ánimo
que lo aquejaba últimamente, era víctima de un sentimiento
de desamor y desapego de todas las cosas,
mismo que identificaba con la progresión de sumiopía.
Ahora los lentes le proporcionaban un nuevo
estado de ánimo y no desaprovecharía la oportunidad
de regresar aV.
V. apareció entre sus ojos totalmente distinta a la
de sus viajes anteriores. Pero no por los cambios sufridos:
claro, la ciudad estaba muy cambiada, con
nuevas construcciones por todas partes, tiendas, cafeterías
y cines muy distintos a los de antes, una
nueva juventud totalmente desconocida y el tráfico
mucho mayor. No obstante, todas estas novedades
no hacían más que acentuar y destacar lo viejo, permitiendo
queAmilcare Carruga volviera a ver la ciudad
con los mismos ojos de cuando era un
muchacho, como si la hubiera dejado el día anterior.
Con los lentes veía una infinidad de detalles insignificantes;
por ejemplo, una cierta ventana, un barandal.
Es decir, tenía conciencia de verlos, de
escogerlos entre todos los demás, mientras que
antes solamente los veía. Lo mismo ocurría con las
caras: un voceador, un abogado, fulano, zutano y perengano,
algunos de ellos avejentados.Amilcare Carruga
ya no tenía parientes verdaderos en V.; el
círculo de amigos íntimos se había dispersado. Sin
embargo, contaba con una gran cantidad de conocidos,
lo cual era muy natural en una ciudad tan pequeña
—como lo había sido en los tiempos en que
allí vivía—, en la cual todos se conocían, por lo
menos de vista. La población había aumentado
mucho, pues había llegado hasta allí —como en
todos los centros privilegiados del Septentrión—
una cierta inmigración de meridionales. La mayoría
de las caras que veía Amilcare eran de desconocidos;
pero precisamente por esto sentía la satisfacción de
reconocer a la primera ojeada a los viejos habitantes,
y recordaba anécdotas, relaciones, apodos.
V. era una de esas ciudades provincianas en la
que no había desaparecido la costumbre de pasear
por la noche en la calle principal, cosa que no había
cambiado desde los tiempos juveniles de Amilcare.
Como sucede siempre en estos casos, una de las
aceras estaba invadida por un flujo ininterrumpido
de personas; la otra,menor. En sus tiempos, por una
especie de anticonformismo,Amilcare y sus amigos
paseaban siempre por la acera menos frecuentada, y
desde allí dirigían miradas, saludos y piropos a las
muchachas que caminaban por la acera opuesta.
Ahora se sentía como entonces, incluso con una excitación
mayor, así es que comenzó a pasear por su
vieja acera, viendo a toda la gente que pasaba.Ahora
no le disgustaba hallar personas conocidas, sino que
esto lo divertía sobremanera, y se apresuraba a saludarlas.
Le hubiera gustado detenerse a saludarlas. le
hubiera gustado detenerse para cruzar algunas palabras
con alguien, pero la calle principal deV. estaba
hecha de tal modo —con aquellas aceras tan estrechas,
el apretujamiento de la gente que empujaba
hacia delante y, para colmo, el considerable aumento
del tráfico de vehículos—, que ya no era posible caminar
un poco por el arroyo de la calle y atravesar
por donde se quería. En fin, el paseo se llevaba a cabo
con demasiada prisa o con demasiada lentitud, sin
libertad de movimientos. Amilcare debía seguir la
corriente o remontarla con trabajo y cuando divisaba
una cara conocida apenas si tenía tiempo de dirigir un
rápido saludo antes de que ésta desapareciera, y se
quedaba con la duda de haber sido visto o no.
Vio venir a su encuentro a Corrado Strazza, su
condiscípulo y compañero de billar durantemuchos
años. Amilcare le sonrió y fue a su encuentro agitando
la mano. Corrado Strazza seguía caminando,
viéndolo, pero con una mirada que parecía traspasarlo,
como si Amilcare fuera transparente, y pasó a
su lado sin detenerse. ¿Quizá no lo había reconocido?
Había pasado algún tiempo, es cierto, pero
Amilcare Carruga estaba seguro de no haber cambiado
mucho; se había librado de la pinguosidad y
de la calvicie hasta entonces, y su fisonomía no presentaba
grandes alteraciones. Vio al profesor Cavanna.
Amilcare le dirigió un saludo deferente,
haciendo una ligera inclinación. En un principio, el
profesor bosquejó una especie de saludo, instintivamente,
luego se detuvo y miró a su alrededor, como
si buscara a otra persona. ¡El mismo profesor Cavanna,
famoso fisonomista que era capaz de recordar
nombres, caras y calificaciones trimestrales de
todos los alumnos que había tenido durante su larga
carrera! Finalmente, saludó a Ciccio Corba, el entrenador
del equipo de balompié, quien respondió al
saludo; sin embargo, éste miró inmediatamente
hacia otro lado y se puso a silbar con nerviosismo,
como dándose cuenta de haber interceptado el saludo
de un desconocido, dirigido a sabe Dios quién.
Amilcare comprendió que nadie lo reconocería.
Aquellos lentes, que le hacían visible el resto del
mundo, aquellos lentes con la enorme montadura
negra, lo convertían en algo invisible. ¿Quién habría
pensado que tras esa especie demáscara estabaAmilcare
Carruga, ausente de V. desde hacía muchos
años, al que nadie pensaba encontrar de un momento
a otro? Acababa de formular mentalmente
estas conclusiones cuando apareció IsaMaría Bietti.
Era una amiga, con la cual solía pasear y ver escaparates.
Amilcare se paró frente a ella, con la intención
de decirle:“¡Isa María”, pero las palabras se le
anudaron en la garganta.
Isa María lo apartó, levantando un codo, diciéndole
a la amiga:
—¡Mira cómo se comportan ahora!
Y siguió caminando.
Ni siquiera Isa María lo había reconocido. Comprendió
de improviso que sólo por Isa María Bietti
había regresado, que por causa de ella había alejádose
deV., que por la misma razón había vivido varios
años lejos; que todo, todo lo significaba ella en
su vida, y que ahora, finalmente, la había visto de
nuevo, pero ella no lo reconoció. Tanta era su emoción,
que no reparó en si estaba muy cambiada,
gorda, avejentada; si era tan atractiva como antes.
Sólo pudo ver que se trataba de Isa María Bietti y
que ésta no lo reconoció.
Había llegado al término de la calle del paseo. En
la nevería de la esquina la gente daba vuelta y volvía
sobre sus pasos por la misma acera. Amilcare Carruga
hizo lo mismo. Se quitó los lentes. El mundo
volvió a ser una nube insípida, y él caminaba entre
toda aquella gente parpadeando de continuo, como
extraviado. No es que fuera incapaz de reconocer a
alguien, pues en los puntosmejor iluminados siempre
estaba a punto de reconocer alguna cara, pero
seguía existiendo unmargen de duda en la supuesta
identificación, lo cual, al fin de cuentas, le importaba
muy poco.Alguien saludó; posiblemente lo saludaban
a él, pero no vio bien quién era. Luego lo saludaron
dos tipos, pasando; quiso contestar al saludo,
pero no tenía idea de quiénes eran. Un hombre le
gritó desde la otra acera:
—¡Chao, Carrú!
Por la voz, podía ser un tal Stelvi.Con satisfacción,
Amilcare vio que lo reconocían, que se acordaban de
él. Una satisfacción relativa, porque ni siquiera los
veía o no lograba reconocerlos; eran personas que
se le confundían en la memoria, personas que, en el
fondo, le eran más bien indiferentes:“¡Buenas noches!”,
decía, cuando descubría que alguien lo saludaba
con unmovimiento demano o una inclinación
de cabeza. El que acababa de saludarlo debía ser Bellintusi,
Carreti o tal vez Strazza. De ser Strazza, le
hubiera gustado detenerse a hablar un poco con él.
Pero ya había respondido a su saludo con prisa y,
pensándolo bien, era natural que sus relaciones fueran
solamente así, consistentes en convencionales y
presurosos saludos.
Susmiradas ahora no teníanmás que un solo objetivo:
reencontrar a IsaMaría Bietti. Podía localizarla
a lo lejos, pues llevaba un abrigo rojo. Durante un
trecho Amilcare siguió un abrigo rojo; al pasar a un
lado, vio que no era ella.Mientras tanto, había visto
pasar dos mujeres con abrigo rojo, en sentido contrario.
Ese año estaban de moda los abrigos rojos en
media estación. Poco antes, por ejemplo, había visto
a Gigina la tabaquera con un abrigo semejante. Lo
saludaba ahora unamujer de abrigo rojo, peroAmilcare
respondió con frialdad, porque seguramente se
trataba de la tabaquera. Luego lo asaltó la duda de
que no se tratara de Gigina, ¡sino de IsaMaría Bietti!
¿Cómo era posible confundir a Isa María con Gigina?
Amilcare volvió sobre sus pasos para verificarlo.
Encontró a Gigina, era ella, sin duda. Pero ésta
venía en dirección contraria a la de él, imposible que
hubiera dado la vuelta tan pronto, ¿o por algúnmotivo
no había caminado todo el trecho y había vuelto
sobre sus pasos? Si Isa María lo había saludado y él
había respondido al saludo con tanta frialdad, todo
ese viaje, toda esa espera, todos los años transcurridos
eran inútiles. Amilcare iba y venía por aquellas
aceras, quitándose y poniéndose los lentes, saludando
a todos y recibiendo saludos de nebulosos y
anónimos fantasmas.
En uno de los extremos del paseo la calle de prolongaba
aún y se llegaba pronto a las afueras de la
ciudad.Había una hilera de árboles, una zanja paralela
a ésos y el campo. En sus tiempos, solían allí pasear
del brazo de la novia al caer la noche; quien no
la tenía, llegaba y se sentaba en una banca para oír
el canto de los grillos. Amilcare Carruga prosiguió
por esa calle; la ciudad se extendía ahora un pocomás
allá, pero no tanto. Seguían allí las bancas, la zanja y
los grillos, como antes. Se sentó. De todo aquel paisaje
la noche dejaba solamente en pie unas grandes
franjas de sombra.Allí daba lomismo ponerse o quitarse
los lentes.Amilcare Carruga sabía que la exaltación
originada por los lentes nuevos era tal vez la
última de su vida, una exaltación acabada.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...