viernes, junio 07, 2013

LA AVENTURA DE UN POETA por ITALO CALVINO


Las orillas del islote eran altas, rocosas. Encima crecía la mancha baja y
tupida de la vegetación que resiste la cercanía del mar. En el cielo volaban
las gaviotas. Era una isla pequeña próxima a la costa, desierta, sin cultivar:
en media hora se le podía dar la vuelta en barca y hasta en bote de goma,
como el de los dos que se acercaban, el hombre que remaba tranquilo, la
mujer acostada tomando el sol. Al aproximarse en hombre aguzó la oreja.
—¿Has oído algo? —preguntó ella.
—Silencio —dijo—. Las islas tienen un silencio que se oye.
En realidad todo silencio consiste en la red de menudos ruidos que lo
envuelve: el silencio de la isla se diferenciaba del silencio del tranquilo mar
circundante porque estaba recorrido por murmullos vegetales, cantos de
pájaros o un brusco rumor de alas.
Abajo, al pie de las rocas, el agua, aquel día sin una ola, era de un azul
intenso, límpido, atravesada hasta el fondo por los rayos del sol. En la
escollera se abrían bocas de cavernas, y los dos del bote se acercaban
perezosamente a explorarlas.
Era una costa del sur, poco afectada todavía por el turismo, y los dos
bañistas venían de fuera. Él era un tal Usnelli, poeta bastante conocido;
élla, Delia H., una mujer muy bella.
Delia era una admiradora del sur, apasionada, francamente fanática, y
tendida en el bote hablaba con continuo transporte de todo lo que veía, y
quizá también en cierto tono de polémica porque le parecía que Usnelli,
recién llegado a aquellos lugares, participaba de su entusiasmo menos de lo
debido.
—Espera —decía Usnelli—. Espera.
—¿Espera qué? ¿Quieres algo más hermoso que esto? —decía ella.
Él, desconfiado —por naturaleza y por educación literaria—de las
emociones y las palabras que otros ya habían hecho suyas, habituado más a
descubrir las bellezas escondidas y espúreas que las manifiestas e
indiscutibles, estaba sin embargo con los nervios de punta. La felicidad era
para Usnelli un estado de suspensión, de esos que se han de vivir
conteniendo la respiración. Desde que se había enamorado de Delia veía en
peligro su cautelosa, avara relación con el mundo, pero no quería renunciar
a nada ni de sí mismo ni de la felicidad que se le ofrecía. Ahora estaba
alerta, como si cada grado de perfección que la naturaleza circundante
alcanzaba —un decantarse del azul del agua, una transformación del verde
de la costa en ceniciento, la alerta de un pez que asomaba justo allí donde
era más lisa la superficie del mar—, sólo sirviera para preceder otro grado
más alto, y así sucesivamente, hasta el punto en que la línea invisible del
horizonte se abriera como una ostra revelando de pronto un planeta distinto
o una palabra nueva.
Entraron en una gruta. Al principio era espaciosa, casi un lago interior de
un verde claro, bajo una alta bóveda rocosa. Más adelante se estrechaba en
na oscura galería. Con el remo el hombre hacía girar el bote sobre sí mismo
para gozar de los diversos efectos de la luz. La de afuera, que se metía pr la
grieta irregular de la entrada, deslumbraba con sus colores avivados por el
contraste. Allí el agua irradiaba, y las láminas de luz rebotaban hacia arriba,
contrastando con las blandas sombras que se alargaban desde el fondo.
Reflejos y manchas de luz comunicaban a la roca de las paredes y de la
bóveda la inestabilidad del agua.
—Aquí comprendes a los dioses —dijo la mujer.
—Hum —dijo Usnelli. Estba nervioso. Su mente, habituada a traducir las
sensaciones en palabras, ahora nada, no conseguía formular ni una sola.
Se internaron. El bote dejó atrás un bajío: el dorso de una roca al ras del
agua; ahora flotaba entre los escasos fulgores que aparecían y desaparecían
a cada golpe de remo: el resto era sombra espesa; las palas tocaban de vez
en cuando una pared. Mirando hacia atrás Delia veía el ojo azul del cielo
abierto cuyos contornos cambiaban continuamente.
—¡Un cangrejo! ¡Grande! ¡Allí! —gritó, levantándose.
—"¡...grejo! ¡...iii!" —retumbó el eco.
—¡El eco! —exclamó contenta, y se puso a gritar palabras en las tenebrosas
bóvedas: invocaciones, versos—. ¡Tú también! ¡Grita tu nombre! ¡Pide un
deseo! —le dijo a Usnelli.
—Ooo.. —hizo Usnelli—. Ehiii... Ecooo...
De vez en cuando la barca se arrastraba por el fondo. La oscuridad era más
espesa.
—Tengo miedo. ¡Dios sabe cuántos bichos habrá!
—Todavía se puede pasar.
Usnelli se dio cuenta que avanzaba hacia la oscuridad como un pez de los
abismos que huye de las aguas iluminadas.
—Tengo miedo, volvamos —insistió ella.
También a él, en el fondo, el gusto por lo horrible le era ajeno. Remó hacia
atrás. Al volver al lugar donde la gruta se ensanchaba, el mar se volvió de
cobalto.
—¿Habrá pulpos? —dijo Delia.
—Se verían. Está límpido.
—Entonces voy a nadar.
Se dejó caer desde el bote, se apartó, nadaba en el lago subterráneo, y su
cuerpo parecía unas veces blanco (como si la luz lo despojara de todo color
propio), otras del azul de aquella pantalla de agua.
Usnelli había dejado de remar: seguía conteniendo la respiración. Pare él,
estar enamorado de Delia había sido siempre así, como en el espejo de esa
gruta: haber entrado a un mundo más allá de la palabra. Por lo demás, en
todos sus poemas, jamás había escrito un verso de amor; ni uno.
—Acércate —dijo Delia. Mientras nadaba se había quitado el trapito que le
cubría el pecho; lo arrojó por encima de la borda del bote—. Un momento. —
Se quitó también el otro pedazo de tela sujeto a las caderas y lo pasó a
Usnelli.
Ahora estaba desnuda. La piel más blanca en el pecho y en las caderas casi
no se distinguía, porque todo su cuerpo difundía una claridad azulada, de
medusa. Nadaba de costado, con un movimiento indolente, la cabeza (una
expresión fija y casi irónica de estatua) apenas al ras del agua, y a veces la
curva de un hombro y la línea suave del brazo extendido. El otro brazo, con
movimientos acariciadores, cubría y descubría los pechos altos, tendidos
hacia el vértice. Las piernas apenas batían el agua, sosteniendo el vientre
liso, marcado por el ombligo como una huella leve en la arena, y la estrella
como de un fruto de mar. Los rayos del sol que reverberaban bajo el agua la
rozaban, ya vistiéndola, ya desnudándola del todo.
De la natación pasó a un movimiento que parecía de danza; suspendida en
el agua a media profundidad, sonriéndole, extendía los brazos en una
blanda rotación de los hombros y las muñecas; o bien, con un empujón de
la rodilla hacía asomarse un pie arqueado como un pequeño pez.
Usnelli, en el bote, era todo ojos. Comprendía que lo que ese momento le
ofrecía la vida era algo que no a todos les es dado mirar con los ojos
abiertos, como el corazón más deslumbrador del sol. Y en corazón de ese sol
había silencio. Todo lo que allí había en ese momento no podía traducirse en
ninguna otra cosa, quizá ni siquiera en un recuerdo.
Ahora Delia nadaba de espaldas, emergiendo hacia el sol, en la boca de la
gruta. Avanzaba con un ligero movimiento de brazos hacia el mar abierto y
debajo el agua iba cambiando gradualmente de azul, cada vez más clara y
luminosa.
—¡Cuidado, cúbrete! ¡Se acercan unas barcas, allá fuera!
Delia ya estaba en los escollos, bajo el cielo. Se metió debajo del agua,
extendió el brazo, Usnelli le tendió las exiguas prensas, ella se las sujetó
nadando, volvió a subir al bote. Las barcas que llegaban eran de pescadores.
Usnelli reconoció a algunos del grupo de gente pobre que pasaban la
estación de la pesca en aquella playa, durmiendo al abrigo de unos escollos.
Les salió al encuentro. El hombre que remaba era el joven, taciturno en su
dolor de muelas, la gorra blanca de marinero encajada sobre los ojos
estrechos, remando a tirones como si cada esfuerzo que hacía le sirviera
para sentir menos el dolor; padre de cinco hijos; desesperado. El viejo iba en
la popa; un sombrero mexicano de paja coronaba con una aureola toda
deshilachada la figura flaca, los ojos redondos y muy abiertos, en otro
tiempo quizá por soberbia fanfarrona, ahora por comedia de borrachín, la
boca abierta bajo los bigotes caídos, todavía negros; limpiaba con cuchillo
los mújoles que habían pescado.
—¿Buena pesca? —gritó Delia.
—Lo poco que hay —contestaron—. Es el año.
A Delia le gustaba hablar con los lugareños. A Usnelli, no ("frente a ellos",
decía, "no me siento con la consciencia tranquila", se encogía de hombros y
todo terminaba ahí). Ahora el bote se acostaba a la barca, cuyo barniz
descolorido y surcado de grietas se levantaba en pequeñas escamas, y el
remo atado con una anilla de cáñamo al escalmo gemía cada vez que frotaba
la madera astillada de la borda, y una pequeña y herrumbada ancla de
cuatro puntas se había enganchado bajo la tabla estrecha del asiento en
una de las nasas de mimbre erizadas de algas rojizas, secas quien sabe
hacía cuanto tiempo, y sobre el montón de redes teñidas de tanino y
bordeadas de redondas tajadas de corcho, centelleaban en sus filosas
envolturas de escamas, ya de un gris mortecino, ya de un turquesa
resplandeciente, los peces boqueantes; las branquias todavía palpitaban
mostrando, debajo, un rojo triángulo de sangre.
Usnelli seguía callado, pero esta angustia del mundo humano era lo
contrario de la que le comunicaba poco antes la belleza de la naturaleza: así
como allá le faltaban las palabras, aquí una avalancha de palabras se
precipitaba en su cabeza: palabras para describir cada verruga, cada pelo de
la flaca cara mal afeitada del pescador viejo, cada plateada escama de mújol.
En la orilla había otra barca en seco, volcada, sostenida por caballetes, y de
la sombra salían las plantas de los pies descalzos de unos hombres
dormidos, los que habían estado pescando durante toda la noche; cerca,
una mujer toda vestida de negro, sin cara, ponía una olla sobre un fuego de
algas, del que subía una larga humareda. La orilla en aquella cala era de
guijarros grises; las manchas de colores desteñidos eran los delantales de
los niños que jugaban, los más pequeños vigilados por las hermanas
mayorcitas y regañonas, y los mayores y más despabilados, con cortos
calzones hechos de viejos pantalones de adulto, corrían arriba y abajo entre
los escollos y el agua. Más lejos empezaba a extenderse una orilla de arena
recta, blanca y desierta, que de un lado se perdía en un cañaveral ralo y en
terrenos baldíos. Un joven vestido de fiesta, todo de negro, incluso el
sombrero, con el bastón al hombro y un ato colgando, caminaba junto al
mar a lo largo de la playa, marcando con los clavos de los zapatos la friable
costa de arena: seguramente un campesino o un pastor de un pueblo del
interior que había bajado a la costa para ir a algún mercado y que seguía el
camino pegado al mar buscando el alivio de la brisa. El ferrocarril mostraba
los hilos, el terraplén, los postes, la cerca, después desaparecía en un túnel
y volvía a empezar más adelante, desaparecía, salís nuevamente, como las
puntadas de una costura irregular. Por encima de los guardacantones
blancos y negros de la carretera, asomaban unos olivos bajos; más arriba
las colinas se cubrían de brezo, pastos y matorrales o solamente de piedras.
Un pueblo encastrado en una grieta entre aquellas alturas se alargaba hacia
arriba, las casas una sobre otra, separadas por calles en escalera,
empedradas, hundidas en el medio para que corriera el arroyuelo de
deyecciones de mulo, y en los umbrales de todas las casas había cantidad
de mujeres, viejas o envejecidas, y en los pretiles, sentados en fila, cantidad
de hombres, viejos y jóvenes, todos en camisa blanca, y en medio de las
calles en escalera los niños jugando en el suelo y algún muchachito mayor
tendido a través con la mejilla apoyada en un peldaño, durmiendo allí
porque estaba un poco más fresco que dentro de la casa y olía menos, y
posadas en todas partes y volando nubes de moscas, y en cada muro y en la
orla de papel de periódico que cubría el manto de cada chimenea, el infinito
punteado de excremento de mosca, y a Usnelli le venían a la mente palabras
y más palabras, apretadas, entrelazadas las unas sobre las otras, sin
espacio entre las líneas, hasta que poco a poco era imposible distinguirlas,
eran una maraña de la que iban desapareciendo incluso los menudos ojales
blancos y sólo quedaba el negro, el negro más total, impenetrable,
desesperado como un grito.

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