sábado, agosto 31, 2013

EL GORDO por RAYMOND CARVER


Estoy sentada tomando café y fumando en casa de mi
amiga Rita y se lo estoy contando. Esto es lo que le
cuento.
Es ya tarde en un miércoles lento cuando Herb
sienta al gordo en una mesa de mi sección.
Este gordo es la persona más gorda que he visto,
aunque se ve pulcro y bien vestido. Todo en él es
enorme. Pero lo que mejor recuerdo son sus dedos.
Me doy cuenta por primera vez cuando me detengo
en la mesa cercana a la suya para atender a la pareja
de ancianos. Sus dedos son tres veces más grandes
que los de una persona normal: largos, gruesos, cremosos.
Atiendo mis otras mesas, un grupo de cuatro
hombres de negocios, muy exigentes: otro grupo de
cuatro, tres hombres y una mujer, y esta pareja de
ancianos. Leander le ha servido agua al gordo y, antes
de ir a su mesa, le doy bastante tiempo para que se
decida.
Buenas tardes, le digo, ¿qué le puedo servir?, le digo.
Era grande, de verdad grande, Rita.
Buenas tardes, dice. Hola. Sí, dice. Creo que estamos
listos para ordenar, dice.
Tiene esta forma de hablar... extraña, tú sabes. Y
cada rato produce un pequeño resoplido.
Creo que empezaremos con la ensalada César, dice.
Y después un plato de sopa con pan y mantequilla
extras, si me hace favor. Chuletas de cordero, creo,
dice. Y papa al horno con crema agria. Luego veremos
lo del postre. Muchas gracias, dice, y me entrega
el menú.
Por Dios, Rita, ésos sí que eran dedos.
Me apresuro a llegar a la cocina y le entrego la orden
a Rudy. La toma con una jeta que para qué te cuento.
Ya conoces a Rudy. Rudy es así cuando trabaja.
En el momento en que salgo de la cocina, Margo
—¿te conté de Margo? ¿La que persigue a Rudy?—
Margo me dice, ¿quién es tu amigo el gordo? De veras
que es un gordinflón.
Eso tiene que ver. Seguro tiene que ver.
Preparo la ensalada César en su mesa, él observa
cada uno de mis movimientos a la vez que unta pedazos
de pan con mantequilla y los pone a un lado, y
todo el tiempo suelta ese resoplido. De todos modos,
estoy tan nerviosa o lo que sea, que derramo su vaso
de agua.
Lo siento muchísimo, le digo. Siempre sucede
cuando una tiene prisa. Lo siento mucho, le digo.
¿Está usted bien?, le digo. Le diré al muchacho que
limpie de inmediato, le digo.
No importa, dice. Está bien, dice, y resopla. No se
preocupe, no hay cuidado, dice. Sonríe y hace una
señal con la mano mientras me dirijo hacia donde
está Leander, y cuando regreso a servirle la ensalada,
veo que el gordo se ha comido todo su pan con mantequilla.
Poco después, cuando le traigo más pan, se ha
terminado su ensalada. ¿Sabes de qué tamaño son
esas ensaladas César?
Es usted muy amable, dice. El pan está maravilloso,
dice.
Gracias, le digo.
Bueno, está muy rico, dice, lo decimos en serio.
No siempre disfrutamos de un pan como éste, dice.
¿De dónde es usted?, le pregunto. No creo haberlo
visto antes, le digo.
No es la clase de persona que puedes olvidar,
agrega Rita.
De Denver, dice.
No digo nada más al respecto, aunque tengo curiosidad.
Su sopa estará lista en unos minutos, le digo, y me
retiro a poner los toques finales a mi grupo de cuatro
hombres de negocios, muy exigentes.
Cuando le sirvo su sopa, veo que el pan ha desaparecido
otra vez. Justo se está metiendo el último
pedazo de pan en la boca.
Créame, dice, no siempre comemos así, dice.
Tendrá que disculparnos, dice.
Ni lo mencione, por favor, le digo. Me gusta ver a
una persona que disfruta de la comida, le digo.
No lo sé, dice. Supongo que podría llamársele así.
Y resopla. Se arregla la servilleta. Entonces levanta
su cuchara.
¡Dios mío, qué gordo es!, dice Leander.
No puede evitarlo, digo, así es que mejor cállate.
Le pongo otra canasta de pan y más mantequilla.
¿Qué tal estaba la sopa?, le digo.
Gracias. Buena, dice. Muy buena, dice. Se limpia
los labios y se da unos golpecitos ligeros en la barbilla.
¿Hace calor aquí, o es mi impresión?, dice.
No, hace calor aquí, le digo.
Tal vez nos quitemos el saco, dice.
Adelante, le digo. Una persona debe sentirse a gusto,
le digo.
Es cierto, dice, eso es muy muy cierto, dice.
Pero un poquito más tarde veo que todavía tiene
puesto el saco.
Se han ido los grupos numerosos y también la pareja
de ancianos. El lugar se está vaciando. Pero
cuando le sirvo sus chuletas de cordero y su papa al
horno, junto con más pan y mantequilla, el gordo es
el único que queda.
Le pongo muchísima crema agria a su papa. Rocío
trochos de tocino y cebollines sobre su crema agria.
Le traigo más pan y mantequilla.
¿Todo está bien?, le digo.
Muy bien, dice, y resopla. Excelente, gracias, dice,
y resopla de nuevo.
Buen provecho, le digo. Destapo la azucarera y
miro su interior. Él asiente y continúa mirándome
hasta que me retiro.
Ahora sé que yo buscaba algo. Pero no sé qué.
¿Cómo va ese tonel de tripas? Te va a desgastar
las piernas, dice Harriet. Ya conoces a Harriet.
De postre, le digo al gordo, tenemos el “Especial
Linterna Verde”, que es un pudín con mermelada, o
pastel de queso o helado de vainilla o nieve de piña.
¿No la estamos retrasando, o sí?, dice, y resopla
con cara de preocupación.
En lo absoluto, le digo. Claro que no, le digo.
Tómese su tiempo, le digo. Le traeré más café mientras
se decide.
Vamos a ser sinceros con usted, dice. Y se mueve
en el asiento. Quisiéramos el “Especial”, pero quizá
también tomaremos un helado de vainilla. Con sólo
una gota de salsa de chocolate, si me hace favor. Le
dijimos que estábamos hambrientos, dice.
Me dirijo a la cocina para ordenar su postre, Rudy
dice, Harriet dice que en una mesa tienes un gordo de
circo. ¿Es cierto?
Rudy se ha quitado el delantal y el sombrero, si
entiendes lo que trato de decir.
Rudy, es gordo, le digo; pero eso no es todo.
Rudy sólo se ríe.
Parece que a esta muchacha le gusta la gordura, dice.
Es mejor que tengas cuidado Rudy, dice Joanne,
que acaba de entrar en la cocina.
Me estoy poniendo celoso, le dice Rudy a Joanne.
Puse el “Especial” ante el gordo y un platón de
helado de vainilla con salsa de chocolate a un lado.
Gracias, dice.
De nada, le digo... y me invade un sentimiento.
Aunque usted no lo crea, dice, no siempre hemos
comido así.
Por mi parte, yo como y como y no puedo subir
de peso, le digo. Me gustaría engordar, le digo.
No, dice. Si pudiéramos elegir diríamos que no.
Pero no podemos.
Entonces levanta su cuchara y come.
¿Qué más?, dice Rita, encendiendo uno de mis cigarrillos
y acercando su silla a la mesa. Esta historia
se está poniendo interesante, dice Rita.
Eso es todo. Nada más. Se come sus postres, y
después se va y Rudy y yo nos vamos a casa.
Vaya gordinflón, dice Rudy, estirándose como lo
hace cuando está cansado. Entonces nada más se ríe y
vuelve a ver la tele.
Pongo a hervir agua para el té y me ducho. Me
paso la mano por el vientre y me pregunto qué ocurriría
si tuviera hijos y uno de ellos me saliera así de
gordo.
Vierto el agua en la tetera, arreglo las tazas, el
azúcar, la crema, y le llevo la bandeja a Rudy. Como
si hubiera estado pensando en ello, Rudy dice: cuando
era niño conocí a un gordo, un par de gordos, de
verdad gordos. Por Dios que eran rechonchones. No
me acuerdo de sus nombres. Gordo era el único nombre
que tenía ese niño. Lo llamábamos Gordo, al niño
de al lado. Era mi vecino. El otro niño vino después.
Se llamaba Bambolino. Todos lo llamaban Bambolino,
excepto los maestros. Gordo y Bambolino. Me
gustaría tener sus fotos, dice Rudy.
No se me ocurre nada que decir, así es que tomamos
nuestro té y al poco tiempo me levanto para ir a
la cama. Rudy se levanta también, apaga la tele, le
echa llave a la puerta, y empieza a desvestirse.
Me meto en la cama, me arrimo a la orilla y me
acuesto bocabajo. Pero enseguida, tan pronto como
apaga las luces y se mete en la cama, Rudy empieza.
Me pongo bocarriba y me relajo un poco, aunque es
contra mi voluntad. Pero aquí está la cosa: cuando se
coloca sobre mí, de repente me siento gorda. Siento
que estoy terriblemente gorda, tan gorda que Rudy es
una cosa pequeñita que apenas siento encima de mí.
Es una historia extraña, dice Rita, pero puedo ver
que ella no sabe cómo interpretarla.
Me siento deprimida pero no voy a ahondar en esto
con ella. Ya le he contado bastante.
Se queda allí esperando, acomodándose el cabello
con sus delicados dedos.
¿Esperando qué? Me gustaría saber.
Es agosto.
Mi vida va a cambiar. Lo presiento.

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