domingo, diciembre 22, 2013

HELENA por ALINE PETTERSSON


Helena es el reflejo de Venus que el mar devuelve a su orilla. Y la hermosura de los cuerpos de ambas se confunde en el deseo de Paris, cuidador de ovejas de Ilion. Su vista se deleita entre colinas y hondonadas. Su deseo se yergue humedecido con la brisa. Qué cerca y qué lejos las espumas del mar.
La mano del hombre acaricia la dorada redondez de la manzana, mientras observa las manos de ella, de Helena, pasearse por las esféricas frutas que a él el aliento le cortan, y trémulo se aproxima, como si en vez de la mujer se tratara de la diosa.
La mirada de ella se pierde sobre el líquido horizonte, al tiempo que sus tobillos son bañados por la espuma. Acaso él quisiera detener este momento de contemplación, mientras ella, ajena aún a su designio, se solaza.
Sus pasos, inevitablemente, lo han acercado, y Helena, descubierta, se estremece. De rodillas, Paris va a ofrecerle el tributo que su mano sujeta. Los rayos del sol esplenden a lo alto, como esplenden los cabellos de la hija de Leda. Hebras de oro los unos y los otros. Ricas frutas las unas y la otra. A sus pies el mar.
El sol emprende su viaje despacioso y veloz en este encuentro de pieles agitadas. Los cuerpos ahora se extienden en la hierba, entre las flores silvestres que les sirven de apoyo, de marco, a sus cabezas. La manzana rueda hasta la aspereza de un tronco. Ellos permanecen ajenos.
Aún se oculta la fatalidad bajo las ondas espumosas del deseo. Los sollozos aún no han germinado en las gargantas. El color aún no ha nacido. Prosiguen los amantes con sus juegos, despertando en cada roce regiones ignotas de la dicha.
La tarde sorprende a Helena asomada a su reflejo en la calma superficie de las aguas. Tan hermosa es
que Paris no se fatiga de admirarla. Ella se deja estar, se deja adorar, divina imagen del amor. Su mano aca-ricia la manzana, mientras de sus labios escurren las mieles de unos higos que el hombre le ofreciera. En el cielo no hay huella alguna de nubes.
Vuelan las palomas a la fronda. El fulgor del lucero de la tarde es vencido por el brillo de los ojos de Helena. ¡Sh! ¡Sh! Sólo el susurro de sus voces en la tibieza que los ciñe y que es pálida respuesta a la fiebre de sus cuerpos. Y el rumor del mar. Las horas avanzan sin otra medida que su gozo fatigado.
Como argentada moneda, la luna llena cielos y aguas con su presencia. Su luz se asienta sobre los blanquísimos montes, sobre la tersura sin mancha del vientre, sobre los vigorosos miembros, que en nácar se han tornado. En el follaje un búho charla con la noche acallando los funestos presagios.
Eolo se asoma, y allá, a lo lejos, la tela de una embarcación flamea en la salinidad del viento. La noche los cubre con su rodela de luz iridisada. Helena y Paris, al fin rendidos, enlazan sus alientos en el sueño. Ella no quisiera que la aurora de rosáceos dedos llegue a romper el hechizo. La eternidad es reflejo del mar en movimiento. De ese mar que limita y extiende sus caminos más allá del horizonte.
Cuando el hombre la toma de la mano, cuando sus pasos los conducen hacia el sitio oloroso a maderas, a brea, ella no duda. Mira el cayado que Paris sostiene con firmeza. Sueña en una campiña lejana, mientras el sol de nuevo se esconde entre sus cabellos. Seré feliz, se dice mientras pisa la nave.

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