lunes, diciembre 23, 2013

SÍNDROME DE NAUFRAGIOS por MARGO GLANTZ


En sentido muy ancho la mortificación es abrazar las
cosas que causan pena y dolor: el camino de la perfección
pasa por sus cilicios y sus soledades y para alcanzarlo
plenamente, como aconsejan Job, San Gregorio
y Góngora, es necesario un ejercicio continuo o quizá
la falta absoluta de ejercicio: San Onofre practicaba la
templanza y la dieta encaramado en un árbol y sus
nodrizas fueron los pájaros; San Simeón, el estilita,
fue el precursor de las estatuas napoleónicas y la inmovilidad
y las poleas fueron su máximo invento. La más
alta dedicación de Hans Wallenda fue caer a tierra por
andar sobre una cuerda floja restirada entre los tejados
de una ciudad amurallada para protegerse de los piratas
de Salgari. El cuerpo del equilibrista se estrelló
contra el adoquinado y su pelvis astillada adorna el
museo de la ciudad; en cambio, San Agustín enseña
que nuestras pasiones son nuestros máximos enemigos
y si las mortificamos a conciencia podremos llegar al
cielo.
Abelardo se dejó conquistar por la molicie y escribió
en el cuerpo de Eloísa apasionadas cartas con el
desenfreno del amante y la templanza del sabio y del
asceta. María Egipciaca desató sus largas trenzas y
con ellas atrapó a los transeúntes en su cuerpo; luego,
los mismos cabellos desenredados le sirvieron para
escalar los cielos y fomentar las tormentas y mortificaciones
que habrían de subirla por la senda pedregosa
e inmaculada de la perfección.
Es en vano que alcanzó las cimas nevadas de una desilusión,
pero al principio ayuda. Se ve una sandalia y se
dibujan los dedos claros, perfectos, con ese alargamiento
cotidiano que da la santidad, una santidad
parecida a la del pobre de Asís, santidad protegida, es
verdad, por el polvo del camino, pero en última instancia
santidad. Ese despojo verdadero, esa inocencia, se
matizan con una mirada hacia arriba, cristalina y la
niña de mis ojos (o de los tuyos) adquiere su transpa18
rencia infinita, casi tanto como la de los ojos de pescado
que se lleva al matadero, cuando los pescadores
olvidan su oficio para convertirse en malabaristas, o
en equilibristas, y pescan con las redes moradas del
crepúsculo. Los peces van cayendo, solitos, y solitos
se enredan en la nada: sólo sus ojos revelan la verdad
que araña. Sólo los ojos, porque los peces, sobre todo
cuando se han pescado, no tienen pies, apenas cola y
la cola pertenece a las sirenas.
Tú no serás nunca ni Neptuno ni Tritón.
Insisto, en tus ojos se refleja la santidad. Pero es el
cardillo. Brilla de lejos, deslumbra, apabulla. Pero es
eso, el cardillo. Una mancha luminosa aposentada en
una roca, o una mancha luminosa distraída por el
verdadero espejo, el que viene de arriba, el de los
cielos, el que se mira en los Evangelios y el que disfraza
a San Juan. Pero no es San Juan de la Cruz, en este
reflejo no hay misticismo verdadero, cabe en todo
caso en las sandalias y las sandalias están empolvadas.
Es oficio de peregrinos y no de santos. Los santos
verdaderos son pocos y los santos verdaderos son como
el Dios de Pascal, invisibles aunque traicioneros.
Tú llevas una santidad condicionada a las correas de
un calzado de tiritas color carne y una santidad atada a
las correas transparentes cuando miras hacia arriba,
como santo en su nicho cuando espera el tormento (o
después de practicado).
—También las cosas tienen celos, no las cambies seis
años sin tocarlo.
Hay golondrinas viajeras, mariposas migratorias, salmones
que remontan las corrientes y anillos que cambian
de mora da. Los he visto recorrer distancias breves, las
que hay de dedo a dedo y de tamaño a tamaño, las he
visto cambiar sus espacios y alterar sus montaduras
con las piedras no preciosas. Aparecen de repente en
viejas manos de epidermis secas y mudan de apariencia
si cambian de armadura. Suelen servir como despojos
de coronas arrumbadas en museos y pueden ser
reliquias de viejas promesas incumplidas. A veces las
sortijas quedan sepultadas en valijas de doble fondo y
alternan con las drogas y los contrabandos. Se llevan
como antes se llevaban los venenos. Se ostentan en
vidrieras iluminadas y protegidas por cristales a prueba
de los gángsters de Chicago. Son humildes solitarios
engarzados, simples argollas de oro delgado, más bien
alambres de oro, reliquias que se intercambian en los
esponsales diarios: anillos bizantinos, recuerdo de
Recaredo o de Reinaldo el Viejo. Son atributos de
reyes coronados, determinan un relumbrón alquitranado
por las minas de diamante del Congo Belga; allí se
producen las piedras —o carbones— de alto quilataje:
se los disputan los magnates, las actrices, los nuevos
ricos.
Un humilde anillo fue nuestro intercambio: recuerdo
épocas felices y pasadas: una pérdida de anillos es
tan irreparable como una hemorragia y tan irresistible
como un desmayo por ella ocasionado. Toda sangre
que descansa en paz pierde su anillo y tú perdiste el
mío, azul y martillado, en un cuarto de hotel. Ahora su
brillo se manosea y el sello cambia al influjo de duras
batallas coloidales.
Es un texto que le queda chico o grande según se
trate el dedo anular o del pulgar o hasta del cordial,
aunque el pulgar rechace los anillos. Es un cuadro de
Rembrandt en donde la pareja brilla por su ausencia y
se detiene en un dedo gordo atrabiliario aunque ennoblecido
por la gema y el retrato.
Hay un vacío que ya no puede llenarse de recuerdos,
ni con rituales desmorecidos. Habría que ponerle
un cachalote protegido por los tridentes del calamar
gigante que detiene las hélices de los submarinos.
Nemo lleva un barco ballenero, pero con él protege a
las ballenas. Nemo me mira. En la mano derecha lleva
el anillo hindú de la rebelión y el credo lleno de fosfatos,
otras veces delimitados y narrados en páginas curiosas
y amarillas, pero no son pergaminos, son esponjas.
El dulce coloquio se prosigue sin anillos, los esponsales
se celebran en secreto. La ingenuidad de Fulberto
es perfecta: confía la ternera a un lobo hambriento.
Mis manos corrían por su cara y las suyas por mis
senos, apenas veíamos los libros y antes que el de
Francesca nuestro pacto se inició con un verso.
Muchos me alaban. He construido mi suerte, así me
dicen. Yo los miro: He pagado con mi sangre esa suerte
y prefiero destruirla para mirarte. Y entonces…
—¿Por qué empiezas así? ¿No conoces otros comienzos?
Debieras cumplir con los mandamientos.
—No, esos comienzos son los de un sueño vestido
de tafeta rosa. ¿Lo recuerdas?
—¡Cómo olvidarlo! Mi vida sigue tu sueño que se
repite cada noche con intranquilidad.
—Bien sabes que odio los melodramas pero los
propicio. Vuelvo a empezar.
Nada me queda, sólo esa sensación cuando me despierto
y sigue al pie del muro, vestido delicadamente
de tafeta rosa, con las reminiscencias sedosas de seda.
—Hablas con enigmas y lo que es peor, te repites.
—Nada es importante, es apenas un sueño. No interrumpas,
sigue oyendo y míralo, cerca del muro, vestido
de tafeta rosa.
—Un hombre vestido de esa manera es ridículo.
—No, el hombre de mi sueño provoca las angustias.
Hasta las angustias pueden alguna vez vestirse de
color de rosa o acariciar con la textura de la seda.
—Bueno, si quieres cuéntame tu sueño.
—Soñé que lo veía, ya te lo dije, estaba junto al muro,
vestido de tafeta rosa. Y ese color de cuento era el
color de la angustia. Perdona que repita, pero es el
mismo sueño repetido durante los últimos quince
años. Lo miré y traté de decirle algo. A mi alrededor
se oían otras voces. Me di cuenta y vi a los que hablaban.
Estaban lejos, vestidos con elegancia refinada.
Iban hacia el salón de este castillo. Varios criados pasaban
junto a mí sin mirarme, parecían no advertir que a
mi lado estaba la figura varonil vestida de color de
rosa.
De repente grité algo, queriendo llamar la atención
aunque fuera de los criados… Ninguno se inmutó. Su
mirada se detenía en el muro pero sin sorpresa, parecía
que no había nadie allí, sólo las piedras que lo forman.
Los invitados también vestían de tafeta, con tonos
variados, nunca rosa, y simulaban no oír cuando gritaba.
La angustia se hizo inmensa, gigantesca, tanto que
empezó a cubrir el muro. La figura vestida de rosa
desapareció dejando su olor adocenado como una grieta
que transforma mi universo.
—¿Y los otros sueños?
—Vuelvo a empezar, oye mi relato:
“Junto al muro había un hombre vestido de tafeta
rosa que nunca hablaba de mi suerte. Enfrente, varios
criados vestidos con libreas que atendían a los invitados
vestidos de tafeta oscura. Las mujeres llevaban
unos trajes de gran elegancia, de sobriedad exagerada.
En un salón entreabierto se veían varias mesas y se oía
el sonido de un piano. Era algo así como una sonata de
Beethoven, quizá tocaba en honor del Conde Waldstein,
pero no es el piano ni su sonido lo que cuentan en
este sueño. Lo único que veo, lo único que añoro es la
figura vestida de tafeta rosa que se apoya contra el
muro. Tres gustos y tres sueños me fatigan, son monótonos
aunque sedosos, su textura es torpe y repetida.
“No me entiendes, esa casa tenía 11 patios repetidos
e iguales y en cada uno de ellos había un muro y en
cada muro estaba la figura vestida de tafeta rosa. Cada
sueño se repetía 3 veces llenando las paredes con 33
figuras vestidas de color de rosa.
“Ahora no son las voces, son los colores con los que
me engañan.
“La escalera era estrecha y un escalón estaba quebrado,
como hace 9 años. El paraguas colgaba del barandal,
negro y ominoso, a pesar de la luz que arrojaba el
sombrero de paja, colocado al lado con seriedad provinciana.
Nadie salía de los departamentos, ni siquiera
el ruido, y los paraguas comenzaban a invadir con sus
colores maravillosos los escalones.
“Me detuve.
“No puedo dejarlo, pensé, está allí al alcance de mi
mano, si los dejo cualquiera pasa, los toma y me quedo
(como siempre) sin nada.”
Regresé corriendo y lo puse sobre mi brazo deslizando
el puño encima de mi muñeca (era color de rosa
y sus ojos de vidrio).
Más abajo había un paraguas también rosa y luego
otro rojo. Preferí agarrar, sin pensarlo dos veces, el
rojo y bajé, feliz, con mis dos paraguas haciendo huelga
juntos.
La escalera se amplió como escalera de ópera decimonónica
y Anna Karenina apareció del brazo de su
hermano, se cruzó conmigo, y ni siquiera me miró
(llevaba un traje de calle corto).
“Es claro, me dije, el paraguas rojo no es muy elegante.”
La escalera crecía, a lo lejos oía todavía el roce satinado
del vestido de fiesta de la bella mujer asesinada.
Los paraguas eran más vivos que los que Lautréamont
utilizaba sobre los manequíes y la máquina de escribir
cuelga por los aires, mientras Bretón los coloca ayudado
por mí.
Los paraguas empiezan a correr, pasan como paracaídas
de la guerra fría. Algunos pies desnudos me
saludan desde los hilos invisibles y la escalera es el
terraplén de un convento agustiniano del siglo XVI con
almenas y con capilla abierta, un enorme paraguas
color crudo.
Camino de prisa, con mis dos paraguas, y el terraplén
se va llenando de gente: todos son invitados, visten
trajes elegantes, nunca tanto como el de Greta para
contrastar con mi vestido de color amarillo, totalmente
disparejo, totalmente desahuciado, sobre todo si lo
acerco a los colores de los paraguas que brincan a mi
paso.
“No importa, nadie me mira.”
Todos los ojos convergen hacia mí y las miradas
son anónimas y hostiles. A nadie le gusta la combinación
de colores, a nadie le parece oportuna mi aparición
anterior a la de la novia, quizá en lugar de ella,
esa joven tierna, vestida tradicionalmente con sus gasas
vaporosas y sus azahares, con los ojos felices y el paso
triunfal de las damiselas que llegan al baile con los
zapatitos de cristal, seguras de conquistar el mundo,
seguras de que el final feliz del cuento las deja protegidas
contra los paraguas y contra los paracaídas, contra
los pies desnudos, contra los cadáveres, contra los
descansillos de las escaleras deslucidas y los barandales
despintados.
La doncella blanca, la joven de los zapatitos no aparece
y los invitados miran mi paraguas y los ojos se
les van ensanchando como las escaleras convertidas en
terraplenes y el paraguas abierto convertido en capilla
abierta de frailes franciscanos. Los ojos son telescopios
y los cuerpos abultan ajando los vistosos y complicados
atavíos. Cada invitado ha elegido un lugar
donde crece la hierba ocultando con su verdor disparejo
las tumbas hacinadas por los siglos y las inscripciones
que rodean unas cruces. En los asientos-tumba se
mezclan, como en los enterramientos, los niños, los
valses y los viejos galanes del cine mudo peinados a la
Valentino o las doncellas envueltas en el aura garbosa
de las divas y el aleteo de los gavilanes.
Los paraguas carecen de epitelio y las lenguas se
erizan en la noche.

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