domingo, marzo 30, 2014

ASFALTO_ DE DANIEL OLCAY JENERAL: “SALVE A LA GRAN MAQUINA!” por EDUARDO J. FARIAS ALDERETE


Para aquellos a los que crecimos entre las distopías literarias y cinematográficas resulta  muy grato seguir el hilo conductor de ASFALTO_ un conjunto  de prosas poéticas y narrativa entregando nuestra imaginación al juego de claroscuros y densas atmósferas donde las letras de neón y sus reflejos nos convierte en uno más sobre el asfalto de esta ciudad.

Los ecos de otras distopías se apoderan del lector, el sabor metálico en la boca se experimenta cada vez que  un salve va dirigido a la Gran Maquina, el dolor del protagonista en sus diversas facetas nos llega en sordina mientras divisamos al Gran domo que parece  enseñorearse por sobre la ciudad. Hay personajes que resultan enigmáticos como el “Viejo Ramírez”. Y elementos  que resultan a lo sumo aterradores como una Macroluna un artificial vigilante, como el ojo impertérrito de un cíclope despiadado sobre una sociedad sesgada, donde la mayoría aparecemos subyugados y vigilados hasta el fuero interno. Una herramienta eficaz es el NeuroNexus, que el lector irá descubriendo la funcionalidad de esta… si la imaginación da paso al lenguaje onírico propio de cada cual, se arribaría  al límite en que  la realidad se confunda con la irrealidad.

Resulta interesante Gorgona, una cita directa a la mitología clásica griega, ella sería el plano donde todo se desarrolla, aquella que encarna el rol del destino y la parca, la que propone acertijos en los sucesos que acometen al hablante lírico, a momentos parecería el software lacerante de este gran hardware que es el ambiente que nos va embargando… ¿Enajenación? Por supuesto! Quizás la alegoría de nuestra sociedad en un futuro que no se puede descartar de antemano. Llama la atención poderosamente en esta imaginería “Las Tres Brujas” como un reverbero  shakespereano de un Mac Beth dirigido trágicamente a la perdición.

Las drogas y las técnicas deshumanizadoras son lo que da las directivas necesarias para empatizar con el delirio permanente del hablante, Olcay Jeneral lo sabe y lo utiliza instrumentalmente para sumergirnos en un ambiente “surrealista gótico” “ciberpunk”, en una colectividad con rostros desdibujados, los latidos  del personaje principal también se van desfigurando se van transformando a momentos tiene nuestros rasgos, a momentos somos objetos en un cosmos  torcido.

Hay una crítica ácida a nuestra sociedad y de aquello que a veces no queremos ver de cerca, no está ausente  la vigilancia sobre nuestros actos casi como una paranoica y esquizoide actitud donde organismos o las transnacionales con un temor atávico intervienen nuestras comunicaciones y preferencias. El sexo no se encuentra ausente y la droga viene en una nueva versión la “neurocaína”.

Literariamente es acertada la opción de hacer uso de la prosa poética y algunos versos de poesía pura. Las citas no están ausentes como un andamio donde se sostienen firmemente y avanzan  los supuestos entregados por el autor. El lenguaje de bytes y la cibernética es el marco preciso para imbuirnos texto tras texto, el 1 y el 0 encarnando la realidad.

La Gran Máquina nos domina, nos abruma totalitariamente  el “All Hail to the Great Machine!” nos aliena y  nos alienta a continuar la lectura hasta resolver las dudas que nos van asaltando mientras vamos avanzando con ella.

Una Opera Prima con pie firme, muy interesante e intrincado trabajo.
ASFALTO_ de Daniel Olcay Jeneral de Ediciones Cinosargo 2014.


domingo, marzo 23, 2014

VERSOS PARA ANAÏS DE DENNI ZÚ: POÉTICA INVOCACION por EDUARDO J. FARIAS ALDERETE


Más allá de la sensualidad, la desafiante sexualidad de Anaïs Nin y su carácter contestatario hacia la moral de la primeras décadas del siglo XX; encontramos una esencia potente: Mujer, mujer como desafío ante la vida, mujer como dueña y empoderada de sus sentimientos y de su vida sexual, no se engañe, los sentimientos afloran en cada párrafo de esta escritora, resulta interesante leer el libro Incesto, un diario amoroso.

Denni Zú utiliza su admiración para recorrer espiritualmente  en sus propias palabras la impronta dejada por los pies de Anaïs… esta no es una invitación para todos, sólo para aquellos que en su horizonte exista el amor en toda su plenitud, en todas sus versiones, en lo lúdico de las experiencias a las que podamos ser protagonistas.

Hay en sus versos  un amor mayor, admirable, consistente, brillante: el amor y la conciencia de ser mujer, en ambientes tórridos, oscuros donde se  pueden susurrar las palabras precisas para abrir todas las puertas , no sólo  las del placer ya que esta es una de las dimensiones que recorre la poeta.

El acto amatorio y lo que le rodea se vuelve ritual, una mezcla abierta desde la  pasión la ternura, hasta la perversión en una palabra: Transgresión. No hablamos  de una exploración ni una secuencia de imágenes… sino de invocaciones, el ataviarse de amante sin obstáculos ni consideraciones más allá de las que puede interponer la conciencia.

La palabra hecha impulso eléctrico  entre los versos, musicalidad diáfana y a ratos sensualmente sugerente como para enfrentarnos a las atmósferas en que se desliza la poeta. Las citas de Anaïs resultan las premisas que abren el amplio espectro de lo ya dicho, insinuante a ratos apostrófica, pueril, ansiosa, evocadora parece testigo de ese triángulo amoroso de Anaïs- Henry- June, me trae a memoria este pequeño párrafo de Nin : “Sin embargo, soy yo quien trabaja para Henry y June, pero con un espíritu rebelde. Consciente de que no hay razón para acusarme o castigarme, de que, por fin, estoy libre de culpa y merezco ser feliz.” O a su propia opinión:” Siento que soy como una Santa Teresa del amor, que nadie conoció la exaltación, el fervor místico, la totalidad destructiva de mi amor. Como me quema y me devora.” Una pincelada de su carácter.

Pues, creo fervientemente que VERSOS PARA ANAÏS es la proyección de la íntima admiración, proyección de espejos y cenizas, los versos producto de un oficio pulcro, claridad en las imágenes, una cadencia precisa. Notable el trabajo en los poemas de la serie {AMÉ}  cuya ubicación previa al último poema “A Ella”.

Ante la proposición  de Denni Zú: “La piel es piel el amor, otra cosa” . Este abismo que parece insinuar este verso es infringido antes y después, la poeta definida como mujer universo,  trashumante  entre las experiencias vitales de la sexualidad y la sensualidad:
“En qué quedamos/ usted con su boca húmeda/ yo con mi perversión de otros tiempos/ expropiemos/ el sentimiento del cuerpo.”

O el sabor de la vida en los labios:

“Tengo treinta y tantos lamentos/ que me desacreditan/como “la mujer de mi vida””

O la seguridad de su presencia ante el amante:

“Palabréame/ conjuga los verbos en mis pliegues/ cubre mis carencias/ trátame como sustantivo propio/ tan propio/ que ningún nombre sonará igual al mío.”

El yo lírico, esa voz susurrante de Denni Zú transgresora en si misma  abrasa  provocando en la imaginación del lector, los rincones a donde nos quiere guiar con su verso. Estructuralmente coherente VERSOS PARA ANAIS, no cierra la puerta para una continuación de la misma. Una propuesta atrayente y sugestiva.


Versos para Anaïs, ÁrbolAnimal Ediciones.

domingo, marzo 16, 2014

EL BARCO BLANCO por H.P. LOVECRAFT


Soy Basil Elton, guardafaro de North Point, como fueron antes que yo mi padre y mi abuelo. Lejos de la costa, se yergue el faro gris sobre limosos arrecifes sumergidos que aparecen cuando baja la marea; sin embargo, son invisibles si está alta. Desde hace un siglo han pasado frente al faro los barcos majestuosos de los siete mares. Fueron muchos en tiempos de mi abuelo; no tantos en los de mi padre y ahora son tan pocos que hay veces en que me siento extrañamente solo; como si pensara que soy el último hombre sobre nuestro planeta.
Esos antiguos navíos, de tripulantes blancos, vinieron de lejanas costas con valiosos cargamentos; venían de costas más lejanas que las del Este, donde tibios soles brillan y permanecen en raros jardines y festivos templos. Vinieron del mar con frecuencia viejos capitanes que contaron a mi abuelo lo que él a su vez contó a mi padre y lo que mi padre me contó en las largas tardes de otoño. Y leí cosas parecidas en los libros que me dieron aquellos hombres cuando era joven y me alimentaba de prodigios.
Sin embargo, más fascinante aún que el saber de los ancianos y la ciencia de los libros, es la sabiduría secreta del océano. Azul, verde, gris, blanco o negro; terso, encrespado o montañoso; el océano no calla. Todos mis días lo he escuchado y contemplado. Y lo conozco bien. Primero, sólo me contaba historias vulgares de bahías en calma y cercanos puertos; creció su amistad con los años y me habló de otras cosas, de cosas más extrañas y lejanas en el tiempo y el espacio. Algunas veces, al atardecer, las grises nieblas del horizonte me han dejado percibir los caminos del más allá; y algunas veces, por la noche, las aguas profundas del mar aumentaron su fosforescencia y claridad para que viera los caminos abismales. Igualmente, he mirado los caminos que fueron y los que pueden ser. Y también los caminos que son;
porque el océano es más antiguo que las montañas y asombra con los sueños y memorias del tiempo.
Cuando la luna se deslizaba suave y silenciosa sobre el océano, acostumbraba llegar del Sur el Barco Manco. Y mientras el mar estaba en calma o agitado, y aunque estuviera en contra el viento o a favor, podía siempre deslizarse con suavidad. Navegaba distante, lejano, y sus largas filas de remeros se movían rítmicamente. Una noche descubrí sobre cubierta a un hombre barbado y togado que parecía invitarme a embarcar con él rumbo a lejanas, desconocidas costas. Con frecuencia, lo volví a ver, después, bajo la luna llena. Y me llamaba siempre.
Muy brillante resplandecía la luna la noche que respondí a su llamado; y anduve sobre las aguas hasta el Barco Blanco sobre un puente de rayos de luna. El hombre que me había invitado me dio la bienvenida en un lenguaje suave; parecía conocerme bien. Y las horas se llenaron con las canciones suaves de los remeros, mientras nos deslizábamos dentro de un Sur dorado por el luciente brillo de esa suave luna llena.
Y cuando el día, rosa y luciente, clareaba, contemplé la verde costa de lejanas tierras, bellas y brillantes y desconocidas para mí. Por encima del mar se alzaban señoriales, arboladas terrazas de verdura donde se mostraban, aquí y allá, los blancos tejados brillantes y las columnatas de extraños templos. Conforme nos acercábamos a la verde costa, el hombre barbado me contaba de esa tierra, la tierra de Zar, donde habitan todos los sueños y pensamientos, bellos y olvidados, de los hombres. Y cuando miré de nuevo sobre de las terrazas, comprobé que era cierto lo que decía; porque entre los paisajes que contemplaba estaban muchas de las cosas que vi, alguna vez, entre la niebla más allá del horizonte y en las fosforescentes profundidades del océano. Ahí estaban también formas y fantasías más espléndidas que las que nadie haya conocido jamás: visiones de jóvenes poetas muertos en la indigencia antes que el mundo conociera sus visiones y sus sueños. Mas no pusimos pie en las inclinadas llanuras de Zar, porque cuentan que el que pisa esa tierra jamás ve de nuevo su costa natal.
Conforme el Barco Blanco navegaba silencioso a lo largo de las templadas terrazas de Zar, contemplamos, más allá del distante horizonte, las cúpulas de una enorme ciudad: Y el hombre barbado me dijo: “Esta es Thalarion, la ciudad de las mil maravillas, en ella se guardan todos los misterios que el hombre vanamente se ha esforzado en alcanzar”. Y acercándome, miré de nuevo y vi que la ciudad era mucho más grande que cualquier otra soñada o conocida anteriormente. Los domos de sus templos llegaban hasta los cielos, por lo que ningún hombre puede contemplar sus cúspides. Y más lejanas que el horizonte se extendían sus torvas murallas grises; sobre ellas apenas se vislumbraban algunos tejados horripilantes y ominosos, adornados aún con ricos frescos y esculturas seductoras. Ansiaba entrar en la fascinante y repulsiva ciudad. Y le supliqué al hombre barbado que me desembarcara en el muelle reluciente al que conduce el colosal puente tallado de Akariel; pero él, con gentileza, rechazó mi petición diciéndome: “En Thalarion, la ciudad de las mil maravillas, muchos entraron, ninguno regresó. Sólo deambulan en su interior demonios y alucinantes cosas que han dejado de ser hombres. Y blancas son sus calles por los huesos sin reposo de aquéllos que miraron a Lathí, el ídolo que gobierna la ciudad”. Así, el Barco Blanco dejó atrás las murallas del Thalarion y siguió, durante varias jornadas, al ave emigrante del mediodía cuyo luciente plumaje era del color del cielo del que llegó.
Arribamos entonces a una agradable costa alegrada por radiantes árboles bajo el sol meridional y por nacientes flores que se extendían sobre el paisaje entero en hermosos vergeles de todos los colores. Desde las enramadas, más allá de nuestra vista, provenían arrebatadores cánticos de lírica armonía entremezclados con débiles risas, tan deliciosas que, en mi avidez, apresuré a los remeros para que nos acercaran a buscar la escena. Y el hombre barbado no habló; simplemente me observaba conforme nos acercábamos a la costa bordeada de lilas. De pronto, un viento nacido en las praderas florecientes y en los frondosos bosques, trajo un olor que me hizo estremecer. Aumentaba el viento y el aire estaba lleno de un hálito letal, era un olor carnal de plaga viva, de ciudades y cementerios descubiertos. Y conforme navegábamos alucinados, alejándonos de la perversa costa, el hombre barbado habló por fin diciendo: “Esta es Xura, la tierra de los placeres inalcanzables”.
Así, el Barco Blanco siguió al ave celestial sobre tibios y benditos mares donde soplaban aromáticas brisas acariciadoras. Infatigables, navegamos días y noches. Y cuando la luna estaba llena, podíamos escuchar las suaves canciones de los remeros, tan dulces como habían sido aquella noche distante en que partí lejos de mi tierra natal. Y por último, anclamos bajo los rayos de luna en el puerto de Sona Nyl, al que protegen dos promontorios cristalinos que forman sobre el océano un arco resplandeciente. Esta es la tierra de la fantasía. Y caminamos hasta la verde costa sobre un dorado puente de rayos de luna.
No hay espacio ni tiempo en la tierra de Sona Nyl; nadie sufre, ni hay muerte. Y ahí viví muchos eones. Son verdes sus huertos y pastizales; lucientes y fragantes son sus flores; azules las corrientes musicales; claros, frescos, sus arroyos; y augustos y solemnes son los templos, ciudades y castillos de Sona Nyl. No hay límites en esa tierra. Donde termina una embelesadora visión surge una más bella. A través de sus campos y ciudades esplendorosas pasean sus habitantes conforme a sus deseos; gente dotada de alegría pura y gracia sin límite. Durante los eones que ahí viví, he caminado feliz por los jardines donde asoman extrañas pagodas entre arbustos placenteros; donde capullos delicados cercan sus senderos. Escalé suaves colinas, contemplé desde sus cumbres fascinantes panoramas de hermosura con ciudades escarpadas que anidaban en florecientes valles. Y he visto refulgir, en el distante e infinito horizonte, las cúpulas doradas de ciudades gigantescas. Y vi el centelleo del mar bajo la luna, las prominencias de cristal y el puerto soñador donde anclaba el Barco Blanco.
Fue de nuevo, bajo la luna llena en el año inmemorial de Tharp, cuando vi lejana la silueta del ave celestial llamándonos. Y sentí la primera excitación de la inquietud. Hablé entonces con el hombre barbado y le expresé mi ansia de partir hacia Cathuria, la remota, la que ningún hombre ha contemplado aunque todos creen que yace sostenida por los pilares de basalto del Oeste. Es la tierra del deseo y en ella resplandecen los perfectos ideales de todo lo que conocemos en todas partes; o, al menos, eso cuentan los hombres. Pero el hombre barbado me dijo: “Cuídate de los peligrosos mares, de los que dicen los hombres que Cathuria yace. En Sona Nyl no hay dolor o muerte, pero ¿quién puede decir qué mentiras hay más allá de los pilares de basalto del Oeste?”. Sin importarme, con la siguiente luna llena abordé el Barco Blanco. Y con el renuente hombre barbado dejé el alegre puerto con rumbo a inexplorados mares.
Y el ave celestial nos precedía en su vuelo y nos guió hasta los pilares de basalto del Oeste; pero esta vez los remeros no cantaban sus cánticos bajo la luna llena. Con frecuencia quise imaginar la tierra de Cathuria con sus espléndidos huertos y palacios y quise preguntarme qué nuevos deleites me esperaban. “Cathuria —quise decirme— es la morada de los dioses; y la tierra de doradas ciudades incontables. Sus bosques son de sándalo y áloe, dulces como los fragantes huertos de Camorin. Y los pájaros alegres trinan entre los árboles sus armónicas canciones. En las verdes y floreadas montañas de Cathuria, hay templos de rosado mármol adornados con cuadros y esculturas deleitosas. En sus jardines murmuran frescas fuentes de plata con música encantada de las aromáticas aguas de los manantiales del río Narg. Y, como sus avenidas, las ciudades de Cathuria están rodeadas por murallas de oro. Extrañas orquídeas florecen en los jardines de sus ciudades. Y de alabastro y coral son los lechos de sus perfumados lagos. En la noche, las calles y jardines son iluminados por alegres linternas construidas con valvas tricolores de tortugas, y resuenan las suaves notas del cantor y el laúd. Y todas las casas de las ciudades de Cathuria son palacios, construidos, cada uno, sobre un fragante canal sobre las aguas del sagrado Narg. De pórfido y de mármol son sus casas, techadas con oro reluciente que refleja los rayos del sol y aumenta el esplendor de sus ciudades, como si desde lejanas cumbres las contemplaran dioses felices. Más bello que ninguno es el palacio de Dorieb; de él unos dicen que es un semidiós y otros que un dios. Alto es el palacio de Dorieb y numerosas las torres de mármol sobre sus murallas. En sus altos salones se reúnen multitudes y cuelgan los trofeos de las edades. El tejado es de oro puro, sostenido por altos pilares de azur y rubí con esculturas tales de héroes y de dioses que quien mira esas altas visiones cree que contempla el viviente Olimpo. Y el piso del palacio es de cristal, bajo él fluyen las iluminadas aguas graciosas del Narg, alegradas con suntuosos peces desconocidos fuera de los límites de la bella Cathuria.”
De este modo me quise hablar de Cathuria; pero el hombre barbado quiso convencerme siempre de volver atrás, a las costas felices de Sona Nyl; porque Sona Nyl es conocida de los hombres mientras que Cathuria jamás, por nadie, ha sido contemplada.
Y en el trigésimo primer día de la persecución del ave, admiramos los pilares de basalto del Oeste. La bruma los amortajaba; por eso ningún hombre puede mirar más allá de ellos o contemplar sus cumbres —que, en verdad, algunos cuentan, llegan hasta los cielos—. Me imploró de nuevo el hombre barbado; pedía volver atrás, mas no hice caso; porque desde la bruma, más allá de los pilares de basalto, imaginé que provenían las notas de laúdes y canciones más dulces que los más dulces cánticos de Sona Nyl. Y me parecieron alabanzas en mi nombre; alabanzas para mí que había vivido en la tierra de la fantasía y más allá de la luna llena. Así, buscando el origen de esta melodía, el Barco Blanco navegó en la niebla entre los pilares de basalto del Oeste. Y cuando calló la música y desapareció la bruma, no contemplamos la tierra de Cathuria, sino un rápido mar impetuoso que vencía nuestra indefensa barca y la lanzaba hacia un final desconocido. Pronto llegó a nuestros oídos el trueno distante de una caída de aguas y apareció ante nuestros ojos, en el lejano horizonte, la titánica pulverización de una monstruosa catarata, donde los océanos del mundo se precipitan en la nada abismal. Entonces, con lagrimas en sus mejillas, el hombre barbado me dijo: “Hemos renunciado a la hermosa tierra de Sona Nyl, nunca la volveremos a contemplar. Más grandes son los dioses que los hombres y ellos han vencido”. Y cerré mis ojos antes de que ocurriera el choque que sabía inminente, negando la visión del ave celestial que batía sus azules y burlonas alas sobre el borde del torrente.
Después del choque, vino la oscuridad. Y escuché el alarido de cosas que no eran humanas y de los hombres. Se levantaron vientos tempestuosos del Este que me congelaron mientras me acurrucaba en la saliente de una roca húmeda aparecida bajo mis pies. Mientras oía un nuevo golpe, abrí los ojos y me contemplé sobre la plataforma de este faro del que partí hace muchos eones. Abajo, en la oscuridad, apareció la enorme, borrosa silueta de un navío quebrándose contra las rocas. Y conforme miraba sobre la desolación vi que la luz se había extinguido, por vez primera, desde que mi abuelo se encargó de su cuidado.
Y en los últimos desvelos de la noche, entré a la torre y vi en la pared un calendario que permanecía como lo había dejado la fecha en que partí. Con el alba, bajé de la torre y vi el naufragio en las rocas; sólo encontré un extraño pájaro azul cielo, muerto, y un solitario casco de una blancura más intensa que la de la espuma de las olas o que la de la nieve de las montañas, destruido.
Y desde entonces, el océano calla sus secretos y muchas veces la alta luna llena ha brillado en los cielos; pero el Barco Blanco del Sur jamás ha vuelto.
(1919)

ALGUNAS PECULIARIDADES DE LOS OJOS por PHILIP K. DICK




Descubrí por puro accidente que la Tierra había sido invadida por una forma de vida procedente de otro planeta. Sin embargo, aún no he hecho nada al respecto; no se me ocurre qué. Escribí al gobierno, y en respuesta me enviaron un folleto sobre la reparación y mantenimiento de las casas de madera. En cualquier caso, es de conocimiento general; no soy el primero que lo ha descubierto. Hasta es posible que la situación esté controlada.
Estaba sentado en mi butaca, pasando las páginas de un libro de bolsillo que alguien había olvidado en el autobús, cuando topé con la referencia que me puso en la pista. Por un momento, no reaccioné. Tardé un rato en comprender su importancia. Cuando la asimilé, me pareció extraño que no hubiera reparado en ella de inmediato.
Era una clara referencia a una especie no humana, extraterrestre, de increíbles características. Una especie, me apresuro a señalar, que adopta el aspecto de seres humanos normales. Sin embargo, las siguientes observaciones del autor no tardaron en desenmascarar su auténtica naturaleza. Comprendí en seguida que el autor lo sabía todo. Lo sabía todo, pero se lo tomaba con extraordinaria tranquilidad. La frase (aún tiemblo al recordarla) decía:
...sus ojos pasearon lentamente por la habitación.
Vagos escalofríos me asaltaron. Intenté imaginarme los ojos. ¿Rodaban como monedas? El fragmento indicaba que no; daba la impresión que se movían por el aire, no sobre la superficie. En apariencia, con cierta rapidez. Ningún personaje del relato se mostraba sorprendido. Eso es lo que más me intrigó. Ni la menor señal de estupor ante algo tan atroz. Después, los detalles se ampliaban.
...sus ojos se movieron de una persona a otra.
Lacónico, pero definitivo. Los ojos se habían separado del cuerpo y tenían autonomía propia. Mi corazón latió con violencia y me quedé sin aliento. Había descubierto por casualidad la mención a una raza desconocida. Extraterrestre, desde luego. No obstante, todo resultaba perfectamente natural a los personajes del libro, lo cual sugería que pertenecían a la misma especie.
¿Y el autor? Una sospecha empezó a formarse en mi mente. El autor se lo tomaba con demasiada tranquilidad. Era evidente que lo consideraba de lo más normal. En ningún momento intentaba ocultar lo que sabía. El relato proseguía:
...a continuación, sus ojos acariciaron a Julia.
Julia, por ser una dama, tuvo el mínimo decoro de experimentar indignación. La descripción revelaba que enrojecía y arqueaba las cejas en señal de irritación. Suspiré aliviado. No todos eran extraterrestres. La narración continuaba:
...sus ojos, con toda parsimonia, examinaron cada centímetro de la joven.
¡Santo Dios! En este punto, por suerte, la chica daba media vuelta y se largaba, poniendo fin a la situación. Me recliné en la butaca, horrorizado. Mi esposa y mi familia me miraron, asombrados.
—¿Qué pasa, querido? —preguntó mi mujer.
No podía decírselo. Revelaciones como ésta serían demasiado para una persona corriente. Debía guardar el secreto.
—Nada —respondí, con voz estrangulada.
Me levanté, cerré el libro de golpe y salí de la sala a toda prisa.

Seguí leyendo en el garaje. Había más. Leí el siguiente párrafo, temblando de pies a cabeza:
...su brazo rodeó a Julia. Al instante, ella pidió que se lo quitara, cosa a la que él accedió de inmediato, sonriente.
No consta qué fue del brazo después que el tipo se lo quitara. Quizá se quedó apoyado en la pared, o lo tiró a la basura. Da igual en cualquier caso, el significado era diáfano.
Era una raza de seres capaces de quitarse partes de su anatomía a voluntad. Ojos, brazos..., y tal vez más. Sin pestañear. En este punto, mis conocimientos de biología me resultaron muy útiles. Era obvio que se trataba de seres simples, unicelulares, una especie de seres primitivos compuestos por una sola célula. Seres no más desarrollados que una estrella de mar. Estos animalitos pueden hacer lo mismo.
Seguí con mi lectura. Y entonces topé con esta increíble revelación, expuesta con toda frialdad por el autor, sin que su mano temblara lo más mínimo:
...nos dividimos ante el cine. Una parte entró, y la otra se dirigió al restaurante para cenar.
Fisión binaria, sin duda. Se dividían por la mitad y formaban dos entidades. Existía la posibilidad que las partes inferiores fueran al restaurante, pues estaba más lejos, y las superiores al cine. Continué leyendo, con manos temblorosas. Había descubierto algo importante. Mi mente vaciló cuando leí este párrafo:
...temo que no hay duda. El pobre Bibney ha vuelto a perder la cabeza.
Al cual seguía:
...y Bob dice que no tiene entrañas.
Pero Bibney se las ingeniaba tan bien como el siguiente personaje. Éste, no obstante, era igual de extraño. No tarda en ser descrito como:
...carente por completo de cerebro.

El siguiente párrafo despejaba toda duda. Julia, que hasta el momento me había parecido una persona normal se revela también como una forma de vida extraterrestre, similar al resto:
...con toda deliberación, Julia había entregado su corazón al joven.
No descubrí a qué fin había sido destinado el órgano, pero daba igual. Resultaba evidente que Julia se había decidido a vivir a su manera habitual, como los demás personajes del libro. Sin corazón, brazos, ojos, cerebro, vísceras, dividiéndose en dos cuando la situación lo requería. Sin escrúpulos.
...a continuación le dio la mano.
Me horroricé. El muy canalla no se conformaba con su corazón, también se quedaba con su mano. Me estremezco al pensar en lo que habrá hecho con ambos, a estas alturas.
...tomó su brazo.
Sin reparo ni consideración, había pasado a la acción y procedía a desmembrarla sin más. Rojo como un tomate, cerré el libro y me levanté, pero no a tiempo de soslayar la última referencia a esos fragmentos de anatomía tan despreocupados, cuyos viajes me habían puesto en la pista desde un principio:
...sus ojos le siguieron por la carretera y mientras cruzaba el prado.
Salí como un rayo del garaje y me metí en la bien caldeada casa, como si aquellas detestables cosas me persiguieran. Mi mujer y mis hijos jugaban al monopolio en la cocina. Me uní a la partida y jugué con frenético entusiasmo. Me sentía febril y los dientes me castañeteaban.
Ya había tenido bastante. No quiero saber nada más de eso. Que vengan. Que invadan la Tierra. No quiero mezclarme en ese asunto.

No tengo estómago para esas cosas.

CARTAS DE MAMA por JULIO CORTAZAR


Muy bien hubiera podido llamarse libertad condicional. Cada vez que la portera le
entregaba un sobre, a Luis le bastaba reconocer la minúscula cara familiar de José de San
Martín para comprender que otra vez más habría de franquear el puente. San Martín,
Rivadavia, pero esos nombres eran también imágenes de calles y de cosas, Rivadavia al
seis mil quinientos, el caserón de Flores, mamá, el café de San Martín y Corrientes donde
lo esperaban a veces los amigos, donde el mazagrán tenía un leve gusto a aceite de ricino.
Con el sobre en la mano, después del Merci bien, madame Durand, salir a la calle no era ya
lo mismo que el día anterior, que todos los días anteriores. Cada carta de mamá (aun antes
de eso que acababa de ocurrir, este absurdo error ridículo) cambiaba de golpe la vida de
Luis, lo devolvía al pasado como un duro rebote de pelota. Aun antes de eso que acababa
de leer —y que ahora releía en el autobús entre enfurecido y perplejo, sin acabar de
convencerse—, las cartas de mamá; eran siempre una alteración del tiempo, un pequeño
escándalo inofensivo dentro del orden de cosas que Luis había querido y trazado y
conseguido, calzándolo en su vida como había calzado a Laura en su vida y a París en su
vida. Cada nueva carta insinuaba por un rato (porque después el las borraba en el acto
mismo de contestarlas cariñosamente) que su libertad duramente conquistada, esa nueva
vida recortada con feroces golpes de tijera en la madeja de lana que los demás habían
llamado su vida, cesaba de justificarse, perdía pie, se borraba como el fondo de las calles
mientras el autobús corría por la rue de Richelieu. No quedaba más que una parva libertad
condicional, la irrisión de vivir a la manera de una palabra entre paréntesis, divorciada de la
frase principal de la que sin embargo es casi siempre sostén y explicación. Y desazón, y
una necesidad de contestar en seguida, como quien vuelve a cerrar una puerta.
Esa mañana había sido una de las tantas mañanas en que llegaba carta de mamá.
Con Laura hablaban poco del pasado, casi nunca del caserón de Flores. No es que a Luis no
le gustara acordarse de Buenos Aires. Más bien se trataba de evadir nombres (las personas,
evadidas hacía ya tanto tiempo, los verdaderos fantasmas que son los nombres, esa
duración pertinaz). Un día se había animado a decirle a Laura: «Si se pudiera romper y tirar
el pasado como el borrador de una carta o de un libro. Pero ahí queda siempre, manchando
la copia en limpio, y yo creo que eso es el verdadero futuro.» En realidad, por qué no
habían de hablar de Buenos Aires donde vivía la familia, donde los amigos de cuando en
cuando adornaban una postal con frases cariñosas. Y el roto–grabado de La Nación con los
sonetos de tantas señoras entusiastas, esa sensación de ya leído, de para qué. Y de cuando
en cuando alguna crisis de gabinete, algún coronel enojado, algún boxeador magnífico.
¿Por qué no habían de hablar de Buenos Aires con Laura? Pero tampoco ella volvía al
tiempo de antes, sólo al azar de algún diálogo, y sobre todo cuando llegaban cartas de
mamá, dejaba caer un nombre o una imagen como monedas fuera de circulación, objetos de
un mundo caduco en la lejana orilla del río.
—Eh oui, fait lourd —dijo el obrero sentado frente a él.
«Si supiera lo que es el calor —pensó Luis—. Si pudiera andar una tarde de febrero
por la Avenida de Mayo, por alguna callecita de Liniers.»
Sacó otra vez la carta del sobre, sin ilusiones: el párrafo estaba ahí, bien claro. Era
perfectamente absurdo pero estaba ahí. Su primera reacción, después de la sorpresa, el
golpe en plena nuca, era como siempre de defensa. Laura no debía leer la carta de mamá.
Por más ridículo que fuese el error, la confusión de nombres (mamá había querido escribir
«Víctor» y había puesto «Nico»), de todos modos Laura se afligiría, sería estúpido. De
cuando en cuando se pierden cartas; ojalá ésta se hubiera ido al fondo del mar. Ahora
tendría que tirarla al water de la oficina, y por supuesto unos días después Laura se
extrañaría: «Qué raro, no ha llegado carta de tu madre.» Nunca decía tu mamá, tal vez
porque había perdido a la suya siendo niña. Entonces él contestaría: «De veras, es raro. Le
voy a mandar unas líneas hoy mismo», y las mandaría, asombrándose del silencio de
mamá. La vida seguiría igual, la oficina, el cine por las noches, Laura siempre tranquila,
bondadosa, atenta a sus deseos. Al bajar del autobús en la rue de Rennes se preguntó
bruscamente (no era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo) por qué no quería
mostrarle a Laura la carta de mamá. No por ella, por lo que ella pudiera sentir. No le
importaba gran cosa lo que ella pudiera sentir, mientras lo disimulara. (¿No le importaba
gran cosa lo que ella pudiera sentir, mientras lo disimulara?) No, no le importaba gran cosa.
(¿No le importaba?) Pero la primera verdad, suponiendo que hubiera otra detrás, la verdad
inmediata por decirlo así, era que le importaba la cara que pondría Laura, la actitud de
Laura. Y le importaba por él, naturalmente, por el efecto que le haría la forma en que a
Laura iba a importarle la carta de mamá. Sus ojos caerían en un momento dado sobre el
nombre de Nico, y él sabía que el mentón de Laura empezaría a temblar ligeramente, y
después Laura diría: «Pero qué raro... ¿qué le habrá pasado a tu madre?» Y él habría sabido
todo el tiempo que Laura se contenía para no gritar, para no esconder entre las manos un
rostro desfigurado ya por el llanto, por el dibujo del nombre de Nico temblándole en la
boca.
En la agencia de publicidad donde trabajaba como diseñador, releyó la carta, una de
las tantas cartas de mamá, sin nada de extraordinario fuera del párrafo donde se había
equivocado de nombre. Pensó si no podría borrar la palabra, reemplazar Nico por Víctor,
sencillamente reemplazar el error por la verdad, y volver con la carta a casa para que Laura
la leyera. Las cartas de mamá interesaban siempre a Laura, aunque de una manera
indefinible no le estuvieran destinadas. Mamá le escribía a él; agregaba al final, a veces a
mitad de la carta, saludos muy cariñosos para Laura. No importaba, las leía con el mismo
interés, vacilando ante alguna palabra ya retorcida por el reuma y la miopía. «Tomo
Saridón, y el doctor me ha dado un poco de salicilato...» Las cartas se posaban dos o tres
días sobre la mesa de dibujo; Luis hubiera querido tirarlas apenas las contestaba, pero
Laura las releía, a las mujeres les gusta releer las cartas, mirarlas de un lado y de otro,
parecen extraer un segundo sentido cada vez que vuelven a sacarlas y a mirarlas. Las cartas
de mamá eran breves, con noticias domésticas, una que otra referencia al orden nacional
(pero esas cosas que ya se sabían por los telegramas de Le Monde, llegaban siempre tarde
por su mano). Hasta podía pensarse que las cartas eran siempre la misma, escueta y
mediocre, sin nada interesante. Lo mejor de mamá era que nunca se había abandonado a la
tristeza que debía causarle la ausencia de su hijo y de su nuera, ni siquiera al dolor —tan a
gritos, tan a lágrimas al principio— por la muerte de Nico. Nunca, en los dos años que
llevaban ya en París, mamá había mencionado a Nico en sus cartas. Era como Laura, que
tampoco lo nombraba. Ninguna de las dos lo nombraba, y hacía más de dos años que Nico
había muerto. La repentina mención de su nombre a mitad de la carta era casi un escándalo.
Ya el solo hecho de que el nombre de Nico apareciera de golpe en una frase, con la N larga
y temblorosa, la o con una torcida; pero era peor, porque el nombre se situaba en una frase
incomprensible y absurda, en algo que no podía ser otra cosa que un anuncio de senilidad.
De golpe mamá perdía la noción del tiempo, se imaginaba que... El párrafo venía después
de un breve acuse de recibo de una carta de Laura. Un punto apenas marcado con la débil
tinta azul comprada en el almacén del barrio, y a quemarropa: «Esta mañana Nico preguntó
por ustedes.» El resto seguía como siempre: la salud, la prima Matilde se había caído y
tenía una clavícula sacada, los perros estaban bien. Pero Nico había preguntado por ellos.
En realidad hubiera sido fácil cambiar Nico por Víctor, que era el que sin duda
había preguntado por ellos. El primo Víctor, tan atento siempre. Víctor tenía dos letras más
que Nico, pero con una goma y habilidad se podían cambiar los nombres. Esta mañana
Víctor preguntó por ustedes. Tan natural que Víctor pasara a visitar a mamá y le preguntara
por los ausentes.
Cuando volvió a almorzar, traía intacta la carta en el bolsillo. Seguía dispuesto a no
decirle nada a Laura, que lo esperaba con su sonrisa amistosa, el rostro que parecía haberse
dibujado un poco desde los tiempos de Buenos Aires, como si el aire gris de París le quitara
el color y el relieve. Llevaban más de dos años en París, habían salido de Buenos Aires
apenas dos meses después de la muerte de Nico, pero en realidad Luis se había considerado
como ausente desde el día mismo de su casamiento con Laura. Una tarde, después de hablar
con Nico que estaba ya enfermo, se había jurado escapar de la Argentina, del caserón de
Flores, de mamá y los perros y su hermano (que ya estaba enfermo). En aquellos meses
todo había girado en torno a él como las figuras de una danza. Nico, Laura, mamá, los
perros, el jardín. Su juramento había sido el gesto brutal del que hace trizas una botella en
la pista, interrumpe el baile con un chicotear de vidrios rotos. Todo había sido brutal en eso
días: su casamiento, la partida sin remilgos ni consideraciones para con mamá, el olvido de
todos los deberes sociales, de los amigos entre sorprendidos y desencantados. No le había
importado nada, ni siquiera el asomo de protesta de Laura. Mamá se quedaba sola en el
caserón, con los perros y los frascos de remedios, con la ropa de Nico colgada todavía en
un ropero. Que se quedara, que todos se fueran al demonio. Mamá había parecido
comprender, ya no lloraba a Nico y andaba como antes por la casa, con la fría y resuelta
recuperación de los viejos frente a la muerte. Pero Luis no quería acordarse de lo que había
sido la tarde de la despedida, las valijas, el taxi en la puerta, la casa ahí con toda la infancia,
el jardín donde Nico y él habían jugado a la guerra, los dos perros indiferentes y estúpidos.
Ahora era casi capaz de olvidarse de todo eso. Iba a la agencia, dibujaba afiches, volvía a
comer, bebía la taza de café que Laura le alcanzaba sonriendo. Iban mucho al cine, mucho a
los bosques, conocían cada vez mejor París. Habían tenido suerte, la vida era
sorprendentemente fácil, el trabajo pasable, el departamento bonito, las películas
excelentes. Entonces llegaba carta de mamá.
No las detestaba; si le hubieran faltado habría sentido caer sobre él la libertad como
un peso insoportable. Las cartas de mamá le traían un tácito perdón (pero de nada había que
perdonarlo), tendían el puente por donde era posible seguir pasando. Cada una lo
tranquilizaba o lo inquietaba sobre la salud de mamá, le recordaba la economía familiar, la
permanencia de un orden. Y a la vez odiaba ese orden. Y a la vez odiaba ese orden y lo
odiaba por Laura, porque Laura estaba en París pero cada carta de mamá la definía como
ajena, como cómplice de ese orden que el había repudiado una noche en el jardín, después
de oír una vez más la tos apagada, casi humilde de Nico.
No, no le mostraría la carta. Era innoble sustituir un nombre por otro, era intolerable
que Laura leyera la frase de mamá. Su grotesco error, su tonta torpeza de un instante —la
veía luchando con una pluma vieja, con el papel que se ladeaba, con su vista insuficiente—,
crecería con Laura como una semilla fácil. Mejor tirar la carta (la tiró esa tarde misma) y
por la noche ir al cine con Laura, olvidarse lo antes posible de que Víctor había preguntado
por ellos. Aunque fuera Víctor, el primo tan bien educado, olvidarse de que Víctor había
preguntado por ellos.
Diabólico, agazapado, relamiéndose, Tom esperaba que Jerry cayera en la trampa.
Jerry no cayó, y llovieron sobre Tom catástrofes incontables. Después Luis compró
helados, los comieron mientras miraban distraídamente los anuncios en colores. Cuando
empezó la película, Laura se hundió un poco más en su butaca y retiró la mano del brazo de
Luis. Él la sentía otra vez lejos, quién sabe si lo que miraban juntos era ya la misma cosa
para los dos, aunque más tarde comentaran la película en la calle o en la cama. Se preguntó
(no era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo) si Nico y Laura habían estado así de
distantes en los cines, cuando Nico la festejaba y salían juntos. Probablemente habían
conocido todos los cines de Flores, toda la rambla estúpida de la calle Lavalle, el león, el
atleta que golpea el gongo, los subtítulos en castellano por Carmen de Pinillos, los
personajes de esta película son ficticios, y toda relación... Entonces, cuando Jerry había
escapado de Tom y empezaba la hora de Bárbara Stanwyck o de Tyron Power, la mano de
Nico se acostaría despacio sobre el muslo de Laura (el pobre Nico, tan tímido, tan novio), y
los dos se sentirían culpables de quién sabe qué. Bien le constaba a Luis que no habían sido
culpables de nada definitivo; aunque no hubiera tenido la más deliciosa de las pruebas, el
veloz desapego de Laura por Nico hubiera bastado para ver en ese noviazgo un mero
simulacro urdido por el barrio, la vecindad, los círculos culturales y recreativos que son la
sal de Flores. Había bastado el capricho de ir una noche a la misma sala de baile que
frecuentaba Nico, el azar de una presentación fraternal. Tal vez por eso, por la facilidad del
comienzo, todo el resto había sido inesperadamente duro y amargo. Pero no quería
acordarse ahora, la comedia había terminado con la blanda derrota de Nico, su melancólico
refugio en una muerte de tísico. Lo raro era que Laura no lo nombrara nunca, y que por eso
tampoco él lo nombrara, que Nico no fuera ni siquiera el difunto, ni siquiera el cuñado
muerto, el hijo de mamá. Al principio le había traído un alivio después del turbio
intercambio de reproches, del llanto y los gritos de mamá, de la estúpida intervención del
tío Emilio y del primo Víctor (Víctor preguntó esta mañana por ustedes), el casamiento
apresurado y sin más ceremonia que un taxi llamado por teléfono y tres minutos delante de
un funcionario con caspa en las solapas. Refugiados en un hotel de Adrogué, lejos de mamá
y de toda la parentela desencadenada, Luis había agradecido a Laura que jamás hiciera
referencia al pobre fantoche que tan vagamente había pasado de novio a cuñado. Pero
ahora, con un mar de por medio, con la muerte y dos años de por medio, Laura seguía sin
nombrarlo, y él se plegaba a su silencio por cobardía, sabiendo que en el fondo ese silencio
lo agraviaba por lo que tenía de reproche, de arrepentimiento, de algo que empezaba a
parecerse a la traición. Más de una vez había mencionado expresamente a Nico, pero
comprendía que eso no contaba, que la respuesta de Laura tendía a desviar la conversación.
Un lento territorio prohibido se había ido formando poco a poco en su lenguaje, aislándolos
de Nico, envolviendo su nombre y su recuerdo en un algodón manchado y pegajoso. Y del
otro lado mamá hacía lo mismo, confabulaba inexplicablemente en el silencio. Cada carta
hablaba de los perros, de Matilde, de Víctor, del salicilato, del pago de la pensión. Luis
había esperado que alguna vez mamá aludiera a su hijo para aliarse con ella frente a Laura,
obligar cariñosamente a Laura a que aceptara la existencia póstuma de Nico. No porque
fuera necesario, a quién le importaba nada de Nico vivo o muerto, pero la tolerancia de su
recuerdo en el panteón del pasado hubiera sido la oscura, irrefutable prueba de que Laura lo
había olvidado verdaderamente y para siempre. Llamado a la plena luz de su nombre el
íncubo se hubiera desvanecido, tan débil e inane como cuando pisaba la tierra. Pero Laura
seguía callando el nombre de Nico, y cada vez que lo callaba, en el momento preciso en
que hubiera sido natural que lo dijera y exactamente lo callaba, Luis sentía otra vez la
presencia de Nico en el jardín de Flores, escuchaba su tos discreta preparando el más
perfecto regalo de bodas imaginable, su muerte en plena luna de miel de la que había sido
su novia, del que había sido su hermano.
Una semana más tarde Laura se sorprendió de que no hubiera llegado carta de
mamá. Barajaron las hipótesis usuales, y Luis escribió esa misma tarde. La respuesta no lo
inquietaba demasiado, pero hubiera querido (lo sentía al bajar las escaleras por la mañana)
que la portera le diera a él la carta en vez de subir al tercer piso. Una quincena más tarde
reconoció el sobre familiar, el rostro del almirante Brown y una vista de las cataratas del
Iguazú. Guardó el sobre antes de salir a la calle y contestar el saludo de Laura asomada a la
ventana. Le pareció ridículo tener que doblar la esquina antes de abrir la carta. El Boby se
había escapado a la calle y unos días después había empezado a rascarse, contagio de algún
perro sarnoso. Mamá iba a consultar a un veterinario amigo del tío Emilio, porque no era
cosa de que el Boby le pegara la peste al Negro. El tío Emilio era de parecer que los bañara
con acaroína, pero ella ya no estaba para esos trotes y sería mejor que el veterinario
recetara algún polvo insecticida o algo para mezclar con la comida. La señora de la lado
tenía un gato sarnoso, vaya a saber si los gatos no eran capaces de contagiar a los perros,
aunque fuera a través del alambrado. Pero qué les iba a interesar a ellos esas charlas de
vieja, aunque Luis siempre había sido muy cariñoso con los perros y de chico hasta dormía
con uno a los pies de la cama, al revés de Nico que no le gustaban mucho. La señora de al
lado aconsejaba espolvorearlos con dedeté por si no era sarna, los perros pescan toda clase
de pestes cuando andan por la calle; en la esquina de Bacacay paraba un circo con animales
raros, a lo mejor había microbios en el aire, esas cosas. Mamá no ganaba para sustos, entre
el chico de la modista que se había quemado el brazo con leche hirviendo y el Boby
sarnoso.
Después había como una estrellita azul (la pluma cucharita que se enganchaba en el
papel, la exclamación de fastidio de mamá) y entonces unas reflexiones melancólicas sobre
lo sola que se quedaría si también Nico se iba a Europa como parecía, pero ese era el
destino de los viejos, los hijos son golondrinas que se van un día, hay que tener resignación
mientras el cuerpo vaya tirando. La señora de al lado...
Alguien empujó a Luis, le soltó una rápida declaración de derechos y obligaciones
con acento marsellés. Vagamente comprendió que estaba estorbando el paso de la gente
que entraba por el angosto corredor al métro. El resto del día fue igualmente vago,
telefoneó a Laura para decirle que no iría a almorzar, pasó dos horas en un banco de plaza
releyendo la carta de mamá, preguntándose qué debería hacer frente a la insania. Hablar
con Laura, antes de nada. Por qué (no era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo)
seguir ocultándole a Laura lo que pasaba. Ya no podía fingir que esta carta se había perdido
como la otra, ya no podía creer a medias que mamá se había equivocado y escrito Nico por
Víctor, y que era tan penoso que se estuviera poniendo chocha. Resueltamente esas cartas
eran Laura, eran lo que iba a ocurrir con Laura. Ni siquiera eso: lo que ya había ocurrido
desde el día de su casamiento, la luna de miel en Adrogué, las noches en que se habían
querido desesperadamente en el barco que los traía a Francia. Todo era Laura, todo iba a
ser Laura ahora que Nico quería venir a Europa en el delirio de mamá. Cómplices como
nunca, mamá le estaba hablando a Laura de Nico, le estaba anunciando que Nico iba a
venir a Europa, y lo decía así, Europa a secas, sabiendo tan bien que Laura comprendería
que Nico iba a desembarcar en Francia, en París, en una casa donde se fingía
exquisitamente haberlo olvidado, pobrecito.
Hizo dos cosas: escribió al tío Emilio señalándole los síntomas que lo inquietaban y
pidiéndole que visitara inmediatamente a mamá para cerciorarse y tomar las medidas del
caso. Bebió un coñac tras otro y anduvo a pie hacia su casa para pensar en el camino lo que
debía decirle a Laura, porque al fin y al cabo tenía que hablar con Laura y ponerla al
corriente. De calle en calle fue sintiendo cómo le costaba situarse en el presente, en lo que
tendría que suceder media hora más tarde. La carta de mamá lo metía, lo ahogaba en la
realidad de esos dos años de vida en París, la mentira de una paz traficada, de una felicidad
de puertas para afuera, sostenida por diversiones y espectáculos, de un pacto involuntario
de silencio en que los dos se desunían poco a poco como en todos los pactos negativos. Sí,
mamá, sí, pobre Boby sarnoso, mamá. Pobre Boby, pobre Luis, cuánta sarna, mamá. Un
baile del club de Flores, mamá, fui porque él insistía, me imagino que quería darse corte
con su conquista. Pobre Nico, mamá, con esa tos seca en que nadie creía todavía, con ese
traje cruzado a rayas, esa peinada a la brillantina, esas corbatas de rayón tan cajetillas. Uno
charla un rato, simpatiza, cómo no vas a bailar esa pieza con la novia del hermano, oh,
novia es mucho decir, Luis, supongo que puedo llamarlo Luis, verdad. Pero sí, me extraña
que Nico no la haya llevado a casa todavía, usted le va a caer tan bien a mamá. Este Nico es
más torpe, a que ni siquiera habló con su papá. Tímido, sí, siempre fue igual. Como yo. ¿De
qué se ríe, no me cree? Pero si yo no soy lo que parezco... ¿Verdad que hace calor? De
veras, usted tiene que venir a casa, mamá va a estar encantada. Vivimos los tres solos, con
los perros. Che Nico, pero es una vergüenza, te tenías esto escondido, malandra. Entre
nosotros somos así, Laura, nos decimos cada cosa. Con tu permiso, yo bailaría este tango
con la señorita.
Tan poca cosa, tan fácil, tan verdaderamente brillantina y corbata rayón. Ella había
roto con Nico por error, por ceguera, porque el hermano rana había sido capaz de ganar de
arrebato y darle vuelta la cabeza. Nico no juega al tenis, qué va a jugar, usted no lo saca del
ajedrez y la filatelia, hágame el favor. Callado, tan poca cosa el pobrecito, Nico se había
ido quedando atrás, perdido en un rincón del patio, consolándose con el jarabe pectoral y el
mate amargo. Cuando cayó en cama y le ordenaron reposo coincidió justamente con un
baile en Gimnasia y Esgrima de Villa del Parque. Uno no se va a perder esas cosas, máxime
cuando va a tocar Edgardo Donato y la cosa promete. A mamá le parecía tan bien que él
sacara a pasear a Laura, le había caído como una hija apenas la llevaron una tarde a la casa.
Vos fijate, mamá, el pibe está débil y capaz que le hace impresión si uno le cuenta. Los
enfermos como él se imaginan cada cosa, de fija que va a creer que estoy afilando con
Laura. Mejor que no sepa que vamos a Gimnasia. Pero yo no le dije eso a mamá, nadie de
casa se enteró nunca que andábamos juntos. Hasta que se mejorara el enfermito, claro. Y
así el tiempo, los bailes, dos o tres bailes, las radiografías de Nico, después el auto del
petiso Ramos, la noche de la farra en casa de la Beba, las copas, el paseo en auto hasta el
puente del arroyo, una luna, esa luna como una ventana de hotel allá arriba, y Laura en el
auto negándose, un poco bebida, las manos hábiles, los besos, los gritos ahogados, la manta
de vicuña, la vuelta en silencio, la sonrisa de perdón.
La sonrisa era casi la misma cuando Laura le abrió la puerta. Había carne al horno,
ensalada, un flan. A las diez vinieron unos vecinos que eran sus compañeros de canasta.
Muy tarde, mientras se preparaban para acostarse, Luis sacó la carta y la puso sobre la mesa
de luz.
—No te hablé antes porque no quería afligirte. Me parece que mamá...
Acostado, dándole la espalda, esperó. Laura guardó la carta en el sobre, apagó el
velador. La sintió contra él, no exactamente contra pero la oía respirar cerca de su oreja.
—¿Vos te das cuenta? —dijo Luis, cuidando su voz.
—Sí. ¿No creés que se habrá equivocado de nombre?
Tenía que ser. Peón cuatro rey, peón cuatro rey. Perfecto.
—A lo mejor quiso poner Víctor —dijo, clavándose lentamente las uñas en la palma
de la mano.
—Ah, claro. Podría ser —dijo Laura. Caballo rey tres alfil.
Empezaron a fingir que dormían.
A Laura le había parecido bien que el tío Emilio fuera el único en enterarse, y los
días pasaron sin que volvieran a hablar de eso. Cada vez que volvía a casa, Luis esperaba
una frase o un gesto insólitos en Laura, un claro en esa guardia perfecta de calma y de
silencio. Iban al cine como siempre, hacían el amor como siempre. Para Luis ya no había en
Laura otro misterio que el de su resignada adhesión a esa vida en la que nada había llegado
a ser lo que pudieron esperar dos años atrás. Ahora la conocía bien, a la hora de las
confrontaciones definitivas tenía que admitir que Laura era como había sido Nico, de las
que se quedan atrás y sólo obran por inercia, aunque empleara a veces una voluntad casi
terrible en no hacer nada, en no vivir de veras para nada. Se hubiera entendido mejor con
Nico que con él, y los dos lo venían sabiendo desde el día de su casamiento, desde las
primeras tomas de posición que siguen a la blanda aquiescencia de la luna de miel y el
deseo. Ahora Laura volvía a tener la pesadilla. Soñaba mucho, pero la pesadilla era distinta,
Luis la reconocía entre muchos otros movimientos de su cuerpo, palabras confusas o breves
gritos de animal que se ahoga. Había empezado a bordo, cuando todavía hablaban de Nico
porque Nico acababa de morir y ellos se habían embarcado unas pocas semanas después.
Una noche, después de acordarse de Nico y cuando ya se insinuaba el tácito silencio que se
instalaría luego entre ellos, Laura lo despertaba con un gemido ronco, una sacudida
convulsiva de las piernas, y de golpe un grito que era una negativa total, un rechazo con las
dos manos y todo el cuerpo y toda la voz de algo horrible que le caía desde el sueño como
un enorme pedazo de materia pegajosa. Él la sacudía, la calmaba, le traía agua que bebía
sollozando, acosada aún a medias por el otro lado de su vida. Decía no recordar nada, era
algo horrible pero no se podía explicar, y acababa por dormirse llevándose su secreto,
porque Luis sabía que ella sabía, que acababa de enfrentarse con aquel que entraba en su
sueño, vaya a saber bajo qué horrenda máscara, y cuyas rodillas abrazaría Laura en un
vértigo de espanto, quizá de amor inútil. Era siempre lo mismo, le alcanzaba un vaso de
agua, esperando en silencio a que ella volviera a apoyar la cabeza en la almohada. Quizá un
día el espanto fuera más fuerte que el orgullo, si eso era orgullo. Quizá entonces él podría
luchar desde su lado. Quizá no todo estaba perdido, quizá la nueva vida llegara a ser
realmente otra cosa que ese simulacro de sonrisas y de cine francés.
Frente a la mesa de dibujo, rodeado de gentes ajenas, Luis recobraba el sentido de la
simetría y el método que le gustaba aplicar a la vida. Puesto que Laura no tocaba el tema,
esperando con aparente indiferencia la contestación del tío Emilio, a él le correspondía
entenderse con mamá. Contestó su carta limitándose a las menudas noticias de las últimas
semanas, y dejó para la postdata una frase rectificatoria: «De modo que Víctor habla de
venir a Europa. A todo el mundo le da por viajar, debe ser la propaganda de las agencias de
turismo. Decíle que escriba, le podemos mandar todos los datos que necesite. Decíle
también que desde ahora cuenta con nuestra casa.»
El tío Emilio contestó casi a vuelta de correo, secamente como correspondía a un
pariente tan cercano y tan resentido por lo que en el velorio de Nico había calificado de
incalificable. Sin haberse disgustado de frente con Luis, había demostrado sus sentimientos
con la sutileza habitual en casos parecidos, absteniéndose de ir a despedirlo al barco,
olvidando dos años seguidos la fecha de su cumpleaños. Ahora se limitaba a cumplir con su
deber de hermano político de mamá, y enviaba escuetamente los resultados. Mamá estaba
muy bien pero casi no hablaba, cosa comprensible teniendo en cuenta los muchos disgustos
de los últimos tiempos. Se notaba que estaba muy sola en la casa de Flores, lo cual era
lógico puesto que ninguna madre que ha vivido toda la vida con sus dos hijos puede
sentirse a gusto en una enorme casa llena de recuerdos. En cuanto a las frases en cuestión,
el tío Emilio había procedido con el tacto que se requería en vista de lo delicado del asunto,
pero lamentaba decirles que no había sacado gran cosa en limpio, porque mamá no estaba
en vena de conversación y hasta lo había recibido en la sala, cosa que nunca hacía con su
hermano político. A una insinuación de orden terapéutico, había contestado que aparte del
reumatismo se sentía perfectamente bien, aunque en esos días la fatigaba tener que planchar
tantas camisas. El tío Emilio se había interesado por saber de qué camisas se trataba, pero
ella se había limitado a una inclinación de cabeza y un ofrecimiento de jerez y galletitas
Bagley.
Mamá no les dio demasiado tiempo para discutir la carta del tío Emilio y su
ineficacia manifiesta. Cuatro días después llegó un sobre certificado, aunque mamá sabía
de sobra que no hay necesidad de certificar las cartas aéreas a París. Laura telefoneó a Luis
y le pidió que volviera lo antes posible. Media hora más tarde la encontró respirando
pesadamente, perdida en la contemplación de unas flores amarillas sobre la mesa. La carta
estaba en la repisa de la chimenea, y Luis volvió a dejarla ahí después de la lectura. Fue a
sentarse junto a Laura, esperó. Ella se encogió de hombros.
—Se ha vuelto loca —dijo.
Luis encendió un cigarrillo. El humo le hizo llorar los ojos. Comprendió que la
partida continuaba, que a él le tocaba mover. Pero a esa partida la estaban jugando tres
jugadores, quizá cuatro. Ahora tenía la seguridad de que también mamá estaba al borde del
tablero. Poco a poco resbaló en el sillón, y dejó que su cara se pusiera la inútil máscara de
las manos juntas. Oía llorar a Laura, abajo corrían a gritos los chicos de la portera.
La noche trae consejo, etcétera. Les trajo un sueño pesado y sordo, después que los
cuerpos se encontraron en una monótona batalla que en el fondo no habían deseado. Una
vez más se cerraba el tácito acuerdo: por la mañana hablarían del tiempo, del crimen de
Saint–Cloud, de James Dean. La carta seguía sobre la repisa y mientras bebían té no
pudieron dejar de verla, pero Luis sabía que al volver del trabajo ya no la encontraría.
Laura borraba las huellas con su fría, eficaz diligencia. Un día, otro día, otro día más. Una
noche se rieron mucho con los cuentos de los vecinos, con una audición de Fernandel. Se
habló de ir a ver una pieza de teatro, de pasar un fin de semana en Fontainebleau.
Sobre la mesa de dibujo se acumulaban los datos innecesarios, todo coincidía con la
carta de mamá. El barco llegaba efectivamente al Havre el viernes 17 por la mañana, y el
tren especial entraba en Saint–Lazare a las 11:45. El jueves vieron la pieza de teatro y se
divirtieron mucho. Dos noches antes Laura había tenido otra pesadilla, pero él no se
molestó en traerle agua y la dejó que se tranquilizara sola, dándole la espalda. Después
Laura durmió en paz, de día andaba ocupada cortando y cosiendo un vestido de verano.
Hablaron de comprar una máquina de coser eléctrica cuando terminaran de pagar la
heladera. Luis encontró la carta de mamá en el cajón de la mesa de luz y la llevó a la
oficina. Telefoneó a la compañía naviera, aunque estaba seguro de que mamá daba las
fechas exactas. Era su única seguridad, porque todo el resto no se podía siquiera pensar. Y
ese imbécil del tío Emilio. Lo mejor sería escribir a Matilde, por más que estuviesen
distanciados Matilde comprendería la urgencia de intervenir, de proteger a mamá. ¿Pero
realmente (no era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo) había que proteger a
mamá, precisamente a mamá? Por un momento pensó en pedir larga distancia y hablar con
ella. Se acordó del jerez y las galletitas Bagley, se encogió de hombros. Tampoco había
tiempo de escribir a Matilde, aunque en realidad había tiempo pero quizá fuese preferible
esperar al viernes diecisiete antes de... El coñac ya no lo ayudaba ni siquiera a no pensar, o
por lo menos a pensar sin tener miedo. Cada vez recordaba con más claridad la cara de
mamá en las últimas semanas de Buenos Aires, después del entierro de Nico. Lo que él
había entendido como dolor, se lo mostraba ahora como otra cosa, algo en donde había una
rencorosa desconfianza, una expresión de animal que siente que van a abandonarlo en un
terreno baldío lejos de la casa, para deshacerse de él. Ahora empezaba a ver de veras la cara
de mamá. Recién ahora la veía de veras en aquellos días en que toda la familia se había
turnado para visitarla, darle el pésame por Nico, acompañarla de tarde, y también Laura y
él venían de Adrogué para acompañarla, para estar con mamá. Se quedaban apenas un rato
porque después aparecía el tío Emilio, o Víctor, o Matilde, y todos eran una misma fría
repulsa, la familia indignada por lo sucedido, por Adrogué, porque eran felices mientras
Nico, pobrecito, mientras Nico. Jamás sospecharían hasta qué punto habían colaborado
para embarcarlos en el primer buque a mano; como si se hubieran asociado para pagarles
los pasajes, llevarlos cariñosamente a bordo con regalos y pañuelos.
Claro que su deber de hijo lo obligaba a escribir en seguida a Matilde. Todavía era
capaz de pensar cosas así antes del cuarto coñac. Al quinto las pensaba de nuevo y se reía
(cruzaba París a pie para estar más solo y despejarse la cabeza), se reía de su deber de hijo,
como si los hijos tuvieran deberes, como si los deberes fueran los de cuarto grado, los
sagrados deberes para la sagrada señorita del inmundo cuarto grado. Porque su deber de
hijo no era escribir a Matilde. ¿Para qué fingir (no era una pregunta, pero cómo decirlo de
otro modo) que mamá estaba loca? Lo único que se podía hacer era no hacer nada, dejar
que pasaran los días, salvo el viernes. Cuando se despidió como siempre de Laura
diciéndole que no vendría a almorzar porque tenía que ocuparse de unos afiches urgentes,
estaba tan seguro del resto que hubiera podido agregar: «Si querés vamos juntos.» Se
refugió en el café de la estación, menos por disimulo que para tener la pobre ventaja de ver
sin ser visto. A las once y treinta y cinco descubrió a Laura por su falda azul, la siguió a
distancia, la vio mirar el tablero, consultar a un empleado, comprar un boleto de
plataforma, entrar en el andén donde ya se juntaba la gente con el aire de los que esperan.
Detrás de una zona cargada de cajones de fruta miraba a Laura que parecía dudar entre
quedarse cerca de la salida del andén o internarse por él. La miraba sin sorpresa, como a un
insecto cuyo comportamiento podía ser interesante. El tren llegó casi en seguida y Laura se
mezcló con la gente que se acercaba a las ventanillas de los coches buscando cada uno lo
suyo, entre gritos y manos que sobresalían como si dentro del tren se estuvieran ahogando.
Bordeó la zona y entró al andén entre más cajones de fruta y manchas de grasa. Desde
donde estaba vería salir a los pasajeros, vería pasar otra vez a Laura, su rostro lleno de
alivio porque el rostro de Laura, ¿no estaría lleno de alivio? (No era una pregunta, pero
cómo decirlo de otro modo.) Y después, dándose el lujo de ser el último una vez que
pasaran los últimos viajeros y los últimos changadores, entonces saldría a su vez, bajaría a
la plaza llena de sol para ir a beber coñac al café de la esquina. Y esa misma tarde escribiría
a mamá sin la menor referencia al ridículo episodio (pero no era ridículo) y después tendría
valor y hablaría con Laura (pero no tendría valor y no hablaría con Laura). De todas
maneras coñac, eso sin la menor duda, y que todo se fuera al demonio. Verlos pasar así en
racimos, abrazándose con gritos y lágrimas, las parentelas desatadas, un erotismo barato
como un carroussel de feria barriendo el andén, entre valijas y paquetes y por fin, por fin,
cuánto tiempo sin vernos, qué quemada estás, Ivette, pero sí, hubo un sol estupendo, hija.
Puesto a buscar semejanzas, por gusto de aliarse a la imbecilidad, dos de los hombres que
pasaban cerca debían ser argentinos por el corte de pelo, los sacos, el aire de suficiencia
disimulando el azoramiento de entrar en París. Uno sobre todo se parecía a Nico, puesto a
buscar semejanzas. El otro no, y en realidad éste tampoco apenas se le miraba el cuello
mucho más grueso y la cintura más ancha. Pero puesto a buscar semejanzas por puro gusto,
ese otro que ya había pasado y avanzaba hacia el portillo de salida, con una sola valija en la
mano izquierda, Nico era zurdo como él, tenía esa espalda un poco cargada, ese corte de
hombros. Y Laura debía haber pensado lo mismo porque venía detrás mirándolo, y en la
cara una expresión que él conocía bien, la cara de Laura cuando despertaba de la pesadilla
y se incorporaba en la cama mirando fijamente el aire, mirando, ahora lo sabía, a aquél que
se alejaba dándole la espalda, consumaba la innominable venganza que la hacía gritar y
debatirse en sueños.
Puestos a buscar semejanzas, naturalmente el hombre era un desconocido, lo vieron
de frente cuando puso la valija en el suelo para buscar el billete y entregarlo al del portillo.
Laura salió la primera de la estación, la dejó que tomara distancia y se perdiera en la
plataforma del autobús. Entró en el café de la esquina y se tiró en una banqueta. Más tarde
no se acordó si había pedido algo de beber, si eso que le quemaba la boca era el regusto del
coñac barato. Trabajó toda la tarde en los afiches, sin tomarse descanso. A ratos pensaba
que tendría que escribirle a mamá, pero lo fue dejando pasar hasta la hora de la salida.
Cruzó París a pie, al llegar a casa encontró a la portera en el zaguán y charlo un rato con
ella. Hubiera querido quedarse hablando con la portera o los vecinos, pero todos iban
entrando en los departamentos y se acercaba la hora de cenar. Subió despacio (en realidad
siempre subía despacio para no fatigarse los pulmones y no toser) y al llegar al tercero se
apoyó en la puerta antes de tocar el timbre, para descansar un momento en la actitud del
que escucha lo que pasa en el interior de una casa. Después llamó con los dos toques cortos
de siempre.
—Ah, sos vos —dijo Laura, ofreciéndole una mejilla fría—. Ya empezaba a
preguntarme si habrías tenido que quedarte más tarde. La carne debe estar recocida.
No estaba recocida, pero en cambio no tenía gusto a nada. Si en ese momento
hubiera sido capaz de preguntarle a Laura por qué había ido a la estación, tal vez el café
hubiese recobrado el sabor, o el cigarrillo. Pero Laura no se había movido de casa en todo
el día, lo dijo como si necesitara mentir o esperara que él hiciera un comentario burlón
sobre la fecha, las manías lamentables de mamá. Revolviendo el café, de codos sobre el
mantel, dejó pasar una vez más el momento. La mentira de Laura ya no importaba, una más
entre tantos besos ajenos, tantos silencios donde todo era Nico, donde no había nada en ella
o en él que no fuera Nico. ¿Por qué (no era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo)
no poner un tercer cubierto en la mesa? ¿Por qué no irse, por qué no cerrar el puño y
estrellarlo en esa cara triste y sufrida que el humo del cigarrillo deformaba, hacía ir y venir
como entre dos aguas, parecía llenar poco a poco de odio como si fuera la cara misma de
mamá? Quizá estaba en la otra habitación, o quizá esperaba apoyado en la puerta como
había esperado él, o se había instalado ya donde siempre había sido el amo, en el territorio
blanco y tibio de las sábanas al que tantas veces había acudido en sueños de Laura. Allí
esperaría, tendido de espaldas, fumando también él su cigarrillo, tosiendo un poco, riéndose
con una cara de payaso como la cara de los últimos días, cuando no le quedaba ni una gota
de sangre sana en las venas.
Pasó al otro cuarto, fue a la mesa de trabajo, encendió la lámpara. No necesitaba
releer la carta de mamá para contestarla como debía. Empezó a escribir, querida mamá.
Escribió: querida mamá. Tiró el papel, escribió: mamá. Sentía la casa como un puño que se
fuera apretando. Todo era más estrecho, más sofocante. El departamento había sido
suficiente para dos, estaba pensado exactamente para dos. Cuando levantó los ojos
(acababa de escribir: mamá), Laura estaba en la puerta, mirándolo. Luis dejó la pluma.
—¿A vos no te parece que está mucho más flaco? —dijo.
Laura hizo un gesto. Un brillo paralelo le bajaba por las mejillas.
—Un poco —dijo—. Uno va cambiando...

Noah Official Trailer (HD) Russell Crowe, Emma Watson

The Fountain movie (trailer)

¡CUATRO CONCIENCIAS... por CESAR VALLEJO


¡Cuatro conciencias
simultáneas enrédanse en la mía!
¡Si vierais cómo ese movimiento
apenas cabe ahora en mi conciencia!
¡Es aplastante! Dentro de una bóveda
pueden muy bien
adosarse, ya internas o ya externas,
segundas bóvedas, mas nunca cuartas;
mejor dicho, sí,
mas siempre y, a lo sumo, cual segundas.
No puedo concebirlo; es aplastante.
Vosotros mismos a quienes inicio en la noción
de estas cuatro conciencias simultáneas,
enredadas en una sola, apenas os tenéis
de pie ante mi cuadrúpedo intensivo.
¡Y yo que le entrevisto (Estoy seguro)!

POEMA LEIDO EN LA BODA DE ANDRE SALMON por GUILLAME APOLLINAIRE



El 13 de julio de 1909.

Esta mañana al ver banderas no me dije
He aquí la rica indumentaria de los pobres
Ni el pudor democrático quiere ocultarme su dolor
Ni la preciada libertad hace que se imite ahora
A las hojas oh libertad vegetal oh única libertad terrestre
Ni las casas arden porque nos marcharemos para no volver
Ni esas manos agitadas trabajarán mañana para todos nosotros
Ni siquiera se ha colgado a los que no sabían gozar de la vida
Ni siquiera se renueva el mundo retomando la Bastilla
Sé que sólo lo renuevan los que están fundados en la poesía
Se ha engalanado París porque mi amigo André Salmon
Allí se casa

Nos conocimos en una bodega maldita
En tiempos de nuestra juventud
Fumando los dos y mal vestidos esperando el alba
Apasionados apasionados los dos por las mismas palabras cuyo sentido habrá que cambiar
Engañados engañados pobrecitos sin saber aún reír
La mesa y los dos vasos se transformaron en un moribundo que nos echó la última mirada de Orfeo

Los vasos cayeron se rompieron
Y aprendimos a reír
Partimos entonces peregrinos de la perdición
Cruzando calles cruzando comarcas cruzando la razón
Lo volví a ver a orillas del río donde flotaba Ofelia
Blanca flota aún entre los nenúfares
Él iba en medio de pálidos Hamlets
Tocando con su flauta tocando los aires de la locura
Lo volví a ver junto a un mujik moribundo contando las bienaventuranzas
Admirando la nieve semejante a las mujeres desnudas
Volví a verle haciendo esto o aquello en honor de las mismas palabras
Que cambian el rostro de los niños y digo todas estas cosas
Recuerdo y Porvenir porque mi amigo André Salmon se casa

Regocijémonos no porque nuestra amistad ha sido el río que nos fertilizó
Terrenos ribereños cuya abundancia es el alimento que todos esperan
Ni porque nuestras copas nos echan una vez más la mirada de Orfeo moribundo
Ni porque tanto hemos crecido que muchos podrían confundir nuestros ojos y las estrellas
Ni porque las banderas ondean en las ventanas de los ciudadanos que están contentos
desde hace cien años de tener la vida y cosas menudas para defender
Ni porque fundados en la poesía tengamos derechos sobre las palabras que forman y deshacen el Universo
Ni porque podemos llorar sin temor al ridículo y sabemos reír
Ni porque fumamos y bebemos como antaño
Regocijémonos porque el director del fuego y de los poetas
El amor que como la luz llena
Todo el espacio sólido entre las estrellas y los planetas
El amor quiere que hoy mi amigo André Salmon se case.


domingo, marzo 09, 2014

SOLTERONA por SYLVIA PLATH


Esta chica de quien hablamos
en un paseo de abril ceremonioso
con su último pretendiente
súbitamente se asombró muchísimo
del charlar de los pájaros
y las hojas caídas.
Así, afligida, ella
vio que los ademanes de su amante
agitaban el aire y se irritó
entre el caos de flores y de helechos
acres. Juzgó los pétalos
confusos, la estación ajada.
¡Cómo deseó el invierno!
Austeramente, en orden minucioso
de blanco y negro
de hielo y roca, todo deslindado,
de corazón a fría disciplina
sometió, exacto cual copo de nieve.
Pero he aquí: un capullo
de sus cinco sentidos de gran dama
una grosera confusión deduce:
traición intolerable. Que el idiota
se rinda al caos de la primavera:
prefirió retirarse.
Y rodeó su casa
de alambradas y muros impasables
contra el tiempo rebelde
tanto que nadie lo rompiera
con maldiciones, puños, amenazas,
ni con amor tampoco.

LA POESIA por MARIANNE MOORE


A mí también me disgusta, hay cosas que son importantes,
más que todo este violineo.
leyéndola, no obstante, Con perfecto desprecio por ella,
se descubre que hay en
ella, después de todo, lugar para lo genuino.
Manos que pueden agarrar, ojos
que pueden dilatarse, pelo que puede erizarse,
si debe; estas cosas son importantes, no porque una
altisonante interpretación pueda encajarse sobre ellas,
sino porque son
útiles; cuando se vuelven derivativas hasta volverse
ininteligibles,
la misma cosa puede decirse de todos nosotros que nosotros
no admiramos lo que
no podemos entender; el vampiro,
colgado cabeza abajo o en busca de algo que
comer; los elefantes , empujando, un caballo salvaje,
revolcándose; un incansable lobo, bajo
un árbol; el inconmovible críticio que sacude su
piel como un caballo al sentir una pulga; el basebal fan, el estadístico;
ni es válido
hacer una discriminación contra "documentos comerciales
y textos escolares"; todos estos fenómenos son
importantes. Debe hacer una distinción,
sin embargo; cuando son arrastrados a prominencia por
semipoetas, el resultado no es poesía,
ni hasta que los poetas entre nosotros puedan ser
"literalistas de
la imaginación", por encima de
insolencia y trivialidad, y puedan presentar
a inspección imaginarios jardines con verdaderos sapos
en ellos, tendrémosla.
Entretanto, si pedís, por una parte,
la materia prima de la poesía en
toda su crudeza
la que es, por otra parte,
genuina, entonces estáis interesados en la poesía.

EROTICO por MARGUERITTE YOURCENAR


Tú la avispa y yo la rosa;
Tú el mar, yo la escollera;
En la creciente radiosa
Tú el Fénix, yo la hoguera.
Tú el Narciso y yo la fuente,
En mis ojos tú brillando;
Tú el río y yo el puente;
Yo la onda en mí nadando.
Y tú el sol y la sal
Y en los labios el caudal
Del rumor meciendo el juego.
Yo el pájaro y el cielo
Azul cruzando su vuelo,
Como el alma atiza el fuego.

ESTADÍAS EN EL MUNDO PARALELO por DENISE LEVERTOV


Vivimos nuestras vidas de pasiones humanas,
de crueldades, sueños, conceptos,
delitos y el ejercicio de la virtud
en y junto a un mundo carente
de nuestras preocupaciones, libre
de aprehensión --aunque afectado,
sí, por nuestros actos. Un mundo
paralelo al nuestro pero superpuesto.
Lo llamamos “Naturaleza” y sólo con renuencia
admitimos ser “Naturaleza” nosotros también.
Cuando perdemos de vista las obsesiones,
los egoísmos, porque erramos un minuto,
una hora, incluso, de reacción pura (o casi pura)
a esa vida plácida:
nube, pájaro, zorro, el fluir de la luz, el peregrinaje
danzante del agua, la quietud inmensa
de la efímera hechizada en el vidrio de una ventana,
las voces animales, el zumbido mineral, el viento
en diálogo con la lluvia, el océano con la roca, el tartamudeo
entre el fuego y el carbón-- Luego, algo atado
en nosotros, como un burro en su metro
de cardo y pasto ralo, se libera.
Nadie sabe dónde estuvimos, cuando nos traen
de nuevo a nuestra esfera (adonde, sí, debemos
volver para avanzar en nuestros destinos)
--Pero hemos cambiado, un poco.

PEQUEÑO EJERCICIO por ELIZABETH BISHOP


Piensa en la tormenta que ronda por el cielo
como un perro en busca de un lugar donde dormir escucha cómo gruñe.

Piensa cómo ha de verse el cordaje del mangle
tendido allí afuera e insensible al relámpago
en oscuras familias de fibras ásperas,
allí donde a veces una garza se despeina,
sacude sus plumas, hace un incierto comentario
cuando a su alrededor el agua brilla.

Piensa en el bulevar y las pequeñas palmeras
clavadas en fila, que se revelan de improviso
como puñados de flexibles peces —esqueletos.

Está lloviendo allí. El bulevar
y sus rotas aceras con hierbas en cada ranura
sienten el alivio de estar mojados, y el mar de
refrescarse.

Ahora la tormenta vuelve a alejarse en una serie
de minúsculas, mal iluminadas escenas de batallas,
cada cual en “Otra parte del campo”.

Piensa en alguien que duerme en el fondo de un
bote,
amarrado a las raíces del mangle o al pilote de un
puente;
piénsalo indemne y apenas perturbado.
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