sábado, agosto 01, 2015

35, SIN REGRESO por JUAN G ATIENZA



Se detuvo delante de la casa. No era posible. Y, sin embargo, la dirección estaba clara, diáfana: número 35, piso 24. El membrete de la carta no podía estar equivocado. Ni él, que había recorrido la misma calle miles de veces. El número se destacaba, luminoso, encima del portal: 35. Treinta y cinco, un tres y un cinco, sin A, sin B, sin Duplicado. Treinta y cinco a secas. Pero no podía ser.
Porque el membrete de la carta marcaba piso veinticuatro —eso estaba claro, en números grandes, redondos, como caligráficos— y la casa que había ahora ante él no tenía más que un piso y la planta baja. Y no había detrás ningún otro edificio alto que hiciera suponer, por cualquier razón, que el acceso estuviera allí y que hubiera que atravesar el viejo caserón para alcanzar el inmueble funcional de veinticuatro pisos o más. No, nada de eso. Detrás, sólo cielo. Solares, tal vez. O casas tan bajas como aquélla.
Volvió a leer la carta, buscando una explicación:
Muy señor nuestro: En respuesta a su alta, del 4 pp. nos es grato comunicarle que ha sido usted preseleccionado para ocupar el puesto que solicitábamos. Le rogamos que acuda usted a nuestros locales sociales cualquier día laborable, de siete a nueve de la tarde, con el fin de mantener una entrevista personal. En espera de su agradable visita, quedamos de usted.
                                                                      Atte.
Y debajo una firma ilegible. Pero eso importaba muy poco. Él, en principio, no tendría más que exhibir la carta y ya le llevarían adonde fuera necesario. Pero exhibir la carta, ¿dónde?
—Mejor será que pregunte. Puede haber una equivocación, pero me la aclararán ahí enfrente, si es que hay alguien.
Porque todas las ventanas permanecían a oscuras en el caserón que lucía el número 35. Todas las luces apagadas, excepto la que hacía resaltar, desde atrás, el número de la casa.
Atravesó la calle y se acercó a la puerta. Estaba hundida en el quicio, de modo que quedaba totalmente a oscuras, a pesar de las farolas del alumbrado público. Tanteó en busca de un timbre y oprimió lo que le pareció un botón. Pero dentro no se escuchó ningún sonido. Ni cerca, ni lejos.
Y, sin embargo, la puerta se abrió silenciosamente frente a él, al mismo tiempo que se encendía dentro, despacio, una luz.
Entró. Se encontraba en un vestíbulo de muebles pasados de moda, oscuros, macizos. Un vestíbulo de techos altísimos, que casi se perdían en la penumbra de las lámparas de pie o de los apliques de cristal barato de dudoso gusto adosados a los muros. Miró en torno, buscando a alguien. Estaba —o creía estar— solo. Llamó con voz tímida:
—¿Hay alguien aquí?
—...¿Sí?... —respondió la resonancia.
Y, casi al mismo tiempo, se encendió una lucecilla roja, intermitente, en el lado oscuro del vestíbulo. Una lucecilla alargada que, al acercarse, resultó ser un cartelito de letras fluorescentes encima de una especie de micrófono: HABLE AQUÍ, SIN GRITAR.
—Busco la oficina de P.I.R.A.S.A., piso veinticuatro —dijo, obedeciendo la orden de hablar en voz baja y acercando la boca a las ranuras del micrófono. Y añadió—. ¿Es aquí...?
Oyó un zumbido muy tenue y luego una vocecilla que parecía provenir de una cinta magnética, o de un aparato mecánico:
—Ascensor número siete, por favor, ascensor número siete, por favor...
«Vaya, sí es aquí», se dijo a sí mismo, aunque... Miró en torno suyo otra vez. Había a su izquierda un pasillo oscuro que ahora empezaba a iluminarse y una fila de puertas —como diez— sobre una de las cuales se encendía un piloto intermitente con un ruidillo de bocina remota. Se acercó a la puerta. Las anteriores tenían números correlativos y ésta era la séptima. La puerta se corrió silenciosa ante él, dejando al descubierto la caja de metal acerado de un ascensor.
Dudó unos segundos antes de entrar. Buscó con la mirada a alguien, quienquiera que fuese. Alguien que, simplemente, pudiera decirle si debía hacer caso de aquellos mecanismos. Pero estaba solo.
Al entrar, la puerta del ascensor se cerró tras él. Tuvo un sobresalto. Luego se tranquilizó. Esperó un momento, pero el aparato permanecía quieto. Y él estaba encerrado dentro. Revisó las paredes metálicas y volvió a encontrar, junto a la puerta corrediza, las ranuras de otro micrófono y el mismo cartel encima: HABLE AQUÍ, SIN GRITAR.
Se encogió de hombros. Acercó los labios a la ranura y musitó:
—Pis o veinticuatro... Pirasa...
Sintió, de pronto, como si perdiera su peso, como si estuviera a punto de echarse a volar y pegar con la cabeza contra el techo. El ascensor ¡bajaba! a velocidad endiablada. Fueron cinco segundos de angustia —apenas cinco segundos, que se le hicieron siglos— y luego recuperó su peso bruscamente. Buscó la señal que le indicase que se hallaba ya donde quería, pero el ascensor no tenía ni botones ni indicador de pisos. Nada. Sólo una puerta corrediza de doble hoja retráctil que se estaba abriendo en aquel instante sobre un pasillo oscuro.
Salió despacio, con un peso extraño en la boca del estómago. El pasillo, con puertas a ambos lados y un recodo allá lejos, hacia la izquierda, se había iluminado mientras él salía, pero con una luz más tenue que la que lucía en el vestíbulo de arriba.
Enfrente de la salida del ascensor había una nueva ranura y el cartel de costumbre: HABLE AQUÍ, SIN GRITAR. Se acercó despacio, entre fastidiado y temeroso, harto ya de no encontrar un ser humano en todo aquel recinto.
—Vengo por lo del anuncio en..., en el periódico... Un empleo de...
Se encendió una luz roja sobre el micrófono. Una flecha que indicaba la izquierda. Miró hacia la izquierda. Allá al fondo, donde el pasillo hacía un recodo, se encendía en aquel momento otra flecha que señalaba precisamente la parte invisible.
Dobló el recodo y vio cómo el pasillo se alargaba desmesuradamente, con puertas a los lados, durante casi un centenar de metros. Lo recorrió despacio, midiendo cada paso, haciendo ruido aposta para comprobar si alguien se asomaba a cualquiera de aquellas puertas y le preguntaba... Bueno, cualquier cosa: que qué buscaba, que se marchase. Se habría sentido más a gusto si alguien hubiera aparecido por allí diciéndole que se fuera, que no eran horas de visita, que volviera otro día. Habría regresado a gusto en cualquier otro momento, cuando aún la luz del día...
—Pero ¿qué luz ni qué?... Si estoy metido veinticuatro pisos bajo tierra, qué luz iba a llegar hasta aquí...
Miró el reloj. Las siete. La misma hora que marcaba cuando atravesó la puerta del número treinta y cinco. Se lo acercó al oído: se había parado. Lo agitó, le dio unos golpecitos. Nada.
—Tendré que llevarlo a arreglar, cuando... —dijo más fuerte de lo que se había propuesto.
Entonces oyó un zumbido a su derecha. Se volvió. Un cartel se encendía intermitentemente: HABLE AQUÍ, SIN GRITAR. Y debajo otra ranura de micrófono. Se acercó, paciente:
—No, que se me ha parado el reloj...
No hubo respuesta. Las flechas rojas seguían encendiéndose e indicándole el camino. Sintió que hacía calor.
—¡Qué...! —se detuvo, temeroso de que otro micrófono le obligase a decir una estupidez.
Al final del pasillo había una escalera. Sólo de bajada.
Las flechas rojas seguían los peldaños, hacia abajo. Descendió un piso más. Otro pasillo. Un recodo a la izquierda. Más calor, como si la calefacción funcionase a toda potencia.
Y, al fondo, una puerta de cristales con el interior débilmente iluminado y un piloto —rojo también— encendiéndose con intermitencias regulares, como si se le invitase a ir allí y no a ninguna otra parte.
Abrió la puerta esperando, por fin, llegar a algún sitio. Pero la puerta daba a otra escalera —siempre de bajada— con peldaños cubiertos de moqueta roja que apagaban el ruido de las pisadas. A medida que descendía el silencio le envolvía más y más, como si se encontrase solo en aquel edificio inmenso. O en el mundo.
La escalera terminaba al cabo de treinta y nueve escalones. Luego, el rellano se abría a una especie de vestíbulo inmenso y vacío, con el suelo y las paredes cubiertas de moqueta. Moqueta verde. Quiso llamar en voz alta, pero tuvo miedo de que la voz se le apagase en la garganta. Paseó la vista en torno suyo, hasta hallar el micrófono de siempre y el cartelito de luz roja encendiéndose y apagándose: HABLE AQUÍ, SIN GRITAR. Se acercó:
—Quería ver... No sé, a alguien. ¿Hay alguien por aquí? —preguntaba con un nudo en la garganta.
Esperó una respuesta. No oyó nada, como si el mundo —o él— se hubiera vuelto sordo. Pero volvió a ver luces rojas encendiéndose intermitentemente. Luces en forma de flecha, conduciéndole hacia el fondo casi invisible del gran vestíbulo vacío. La luz ambiente subió despacio a medida que él avanzaba, hasta dar un tono mate a las paredes verdes, vacías de muebles, de cuadros, de todo lo que no fuera, simplemente, las ranuras de las luces o los huecos de las puertas.
Entonces se dio cuenta —o creyó dársela— de que las luces trataban de engañarle. ¿Por qué tenía que obedecerlas? Se dirigió a la primera de las puertas y la abrió violentamente. Pero detrás del batiente no había más que un muro, como si la puerta fuera un simple elemento decorativo. Lo mismo le sucedió con las demás puertas que intentó franquear.
—No, no... No puede ser —se repitió a sí mismo en voz muy baja—. Tiene que haber un lugar, un sitio donde...
Pero no había nada, excepto las luces rojas de las flechas, guiñándole, conduciéndole no sabía adonde.
Tuvo miedo y quiso regresar. Le atosigaba, además, el calor que subía constantemente. Estaba —debía de estar— en el piso veintiséis, hacia abajo. Dio media vuelta y volvió sobre sus pasos, en busca de la escalera por la que antes había bajado. Pero, a medida que se acercaba a ella, o hacia el lugar donde suponía que debía estar, la luz disminuía, hasta convertir aquello en una tiniebla dulzona y caliente, como si le sumergieran en un líquido amniótico que le impidiera incluso respirar.
Se dio más prisa, tanteando a ciegas con las manos extendidas delante de él, porque no veía nada. Y entonces, las manostropezaron con la pared de moqueta, muy caliente, como si los tubos de un extraño sistema de calefacción pasasen por detrás
justo de la tela alfombrada. Siguió la pared a tientas, pero no parecía terminar nunca. Ya ni puertas, ni vanos, ni seguramente ranuras con cartelito donde poder decir —sin gritar, por favor— que quería salir de allí y marcharse a su casa.
Su casa. Se detuvo. Su casa estaba lejos, muy por encima de su cabeza, a sesenta o setenta metros por lo menos. Y él estaba aquí como enterrado, entregado a la mecánica de las luces rojas llenas de guiños que le marcaban no sabía siquiera qué camino.
Se volvió bruscamente. La luz comenzó a encenderse de nuevo. Una luz que ya no sabía de dónde venía, como si se produjera allí mismo, en la atmósfera atosigante de aquel salón sin medidas. Pero había algo que sí estaba claro: la luz le indicaba un camino, una ruta que tenía que seguir si quería seguir viendo algo. Y flechas de luz roja intermitente volvían a marcar sus pasos.
Se encogió de hombros. Seguiría. Tendría que seguir, hasta llegar a algún sitio.
Las flechas le encaminaron hacia un arco de medio punto que no había visto anteriormente. El arco era muy bajo y enmarcaba una escalera. Una nueva escalera de bajada. La luz, ahora penumbrosa, le mostraba las paredes desnudas, comometálicas, aceradas. Recordó el ascensor. Paseó los ojos a su alrededor, buscando los peldaños que subieran. No había. Sólo peldaños hacia abajo, siempre hacia el fondo de..., ¿de qué? Pero las flechas parpadeaban, invitándole a seguir bajando.
Una vuelta completa hasta el piso siguiente. Una puerta. Un pasillo penumbroso, de paredes metálicas también, calientes.
Delante, la luz mortecina de las flechas, indicándole seguir, seguir. Detrás, cuando volvió la cabeza, la oscuridad, la tiniebla absoluta. Otra puerta, más escalones que descendían, una escalera de caracol, como la anterior, al piso de más abajo. ¿Cuál sería? Veintinueve, treinta, no sabía ya. Tenía la conciencia caliente, envuelta en vahos de sudor, embotada de miedo y calores húmedos que le caían despacio sobre los ojos, escociéndole la retina, nublándole la mirada borracha que sólo veía ya, delante, luces rojas en forma de flechas parpadeantes. Y pasillos y cuartos pequeños que iban a desembocar a otras escaleras retorcidas, renegridas por el calor, con fuego por dentro. Y más escaleras —siempre hacia abajo, más y más abajo— quedaban a recintos progresivamente más chicos, de muros más estrechos y más altos, de techos que se perdían en lo alto, donde no llegaba ya la luz difusa que lo envolvía todo, como niebla ligeramente fosforescente. ¿Hasta cuándo?
—¿Hasta cuándo? —gritó.
HABLE AQUÍ, SIN GRITAR.
—¿Hasta cuándo? —gritó más fuerte, contra la rendija del micrófono.
HABLE AQUÍ, SIN GRITAR.
—¡No puedo...! ¡Me estoy asando! —trató de hablar más bajo.
HABLE AQUÍ, SIN GRITAR.
Encendido, apagado, encendido, apagado.
—¡Me estoy asando...! ¿Dónde hay alguien?
Flechas. Por aquí. Siempre por aquí. Seguir la flecha. El camino trazado, sin desviarse. No salirse del camino. Bajar. Bajar siempre.
Más calor.
HABLE AQUÍ, SIN GRITAR.
Aproximó la boca reseca a la ranura del micrófono, debajo de las palabras rojas. Encendido. Apagado.
—Tengo sed...
Flechas. ¿Agua? No, sólo flechas. Y escaleras que bajaban, más escaleras y más flechas. Y un calor ascendente, intolerable, filtrándose desde todas partes, haciéndole caminar, porque dejar los pies inmóviles un segundo en el suelo era saltar sobre
ascuas candentes.
—¡Agua!...
HABLE AQUÍ, SIN GRITAR.
—Agua... Agua...
Flechas. Otra escalera y el aire haciéndose irrespirable a fuerza de quemar los pulmones como gas incandescente, como un horno encendido que hubiera abierto su puerta sobre su boca, sobre sus narices resecas, incapaces de captar un olor.
Las piernas ya no le sostenían. Sentía llagas en los pies, dentro de los zapatos, llagas que le impedían caminar, que le doblaban las rodillas, sin fuerzas, acercándole al suelo ardiente.
Intentó apoyarse en la pared metálica y lanzó un grito de dolor.
HABLE AQUÍ, SIN GRITAR.
Hablar, allí o en cualquier otro sitio, pero con alguien o consigo mismo, hablar, sentir una bocanada de aire frío en la garganta, en la nariz, en los pies. Agua fresca, fría, hielo. No, sólo calor, fuego que se escapaba de todas partes.
De su garganta salió un sonido ahogado, sordo. Tan bajo que ni siquiera encendió el cartelito luminoso del micrófono.
Cayó de rodillas, sintió la mordedura del metal al rojo sobre la piel, sintió por fin olor, el olor de la carne chamuscada, de su propia carne chamuscada.
Y luego nada. Un chisporroteo, un estallido corto, al reventar una ampolla de la piel. Descansar sobre la plancha al rojo.
Descansar. Dormir...
—Buscaba... trabajo. Sólo buscaba... —no pudo seguir.
Tenía achicharradas las cuerdas vocales, los labios negros, los ojos reventados. Se dio la vuelta, despacio, con la última fuerza. Un hedor de carne asada se escapó de su pecho, de su vientre, de su cráneo despellejado.
Sin gritar... Sin gritar...

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...